Gabriel García Márquez
Sólo él logró lo que había parecido imposible durante un siglo: la restauración del Teatro de la Comedia, convertido en gallera y criadero de gallos desde la Colonia. Fue la culminación de una campaña cívica espectacular que comprometió a todos los sectores de la ciudad sin excepción, en una movilización multitudinaria que muchos consideraron digna de mejor causa. Con todo, el nuevo Teatro de la Comedia se inauguró cuando todavía no tenía sillas ni lámparas, y los asistentes tenían que llevar en qué sentarse y con qué alumbrarse en los intermedios. Se impuso la misma etiqueta de los grandes estrenos de Europa, que las damas aprovechaban para lucir sus trajes largos y sus abrigos de pieles en la canícula del Caribe, pero fue necesario autorizar también la entrada de los criados para que llevaran las sillas y las lámparas, y cuantas cosas de comer se creyeran necesarias para resistir los programas interminables, alguno de los cuales se prolongó hasta la hora de la primera misa. La temporada se abrió con una compañía francesa de ópera cuya novedad era un arpa en la orquesta, y cuya gloria inolvidable era la voz inmaculada y el talento dramático de una soprano turca que cantaba descalza y con anillos de pedrerías preciosas en los dedos de los pies. A partir del primer acto apenas si se veía el escenario y los cantantes perdieron la voz por el humo de las tantas lámparas de aceite de corozo, pero los cronistas de la ciudad se cuidaron muy bien de borrar estos obstáculos menudos y de magnificar los memorables. Fue sin duda la iniciativa más contagiosa del doctor Urbino, pues la fiebre de la ópera contaminó hasta los sectores menos pensados de la ciudad, y dio origen a toda una generación de Isoldas y Otelos, y Aidas y Sigfridos. Sin embargo, nunca se llegó a los extremos que el doctor Urbino hubiera deseado, que era ver a italianizantes y wagnerianos enfrentados a bastonazo limpio en los intermedios.
RBA. Biblioteca García Márquez. Páginas 72-73
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