Soledad Puértolas
Aliados.
Los personajes secundarios del Quijote. (4)
Marcela irrumpe en el universo caballeresco de la primera parte y deja una huella imborrable. Lo que sorprende a quienes la escuchan, don Quijote incluido, y a los lectores de todos los tiempos, es su firme declaración de libertad. Marcela, a quien precede la fama de cruel e ingrata, inicia su discurso con un razonamiento impecable: «Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura, y por el amor que me mostráis decís y aún queréis que esté obligada a amaros [...] mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama» (I, XIIII, 167).
Hacia la mitad del discurso, hace la declaración fundamental: «Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos» (I, XIIII, 168).
Marcela está íntimamente emparentada con don Quijote. No tiene nada que ver con sus semejantes. Su naturaleza no encaja en la organización social. Si quiere preservar su libertad, no tiene otra opción que la soledad. La idea de la que parte Marcela, la libertad como cualidad innata del ser humano, tiene mucho que ver con la decisión de don Quijote de vivir según las reglas de la andante caballería. Lo tajante de su declaración —«nací libre»— y la extraordinaria coherencia que existe entre su ideas y su forma de vida convierten a Marcela en una aliada implícita del caballero. Tanto ella como don Quijote se proponen vivir de acuerdo con sus propios códigos.
La defensa que Marcela hace de sí misma no admite réplica: «Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito» (I, XIIII, 169).
No ocupa mucho espacio en la novela, pero, cuando aparece, Marcela se convierte en el centro de toda atención. Cervantes le da la palabra y deja que regrese luego a su soledad.
Esta es su voluntad y el narrador, al hacerla desaparecer ante los mismos ojos de don Quijote, la respeta, la respalda. Y es que Marcela va algo más lejos que el caballero. Su apuesta es completamente solitaria. A Cervantes le atraen los seres marginales, las personas que no acaban de encajar en los moldes sociales. Para mayor singularidad, Marcela no desea poner fin a su marginación, sino que la defiende, la reivindica.
La condición femenina del personaje añade un matiz especial a la reivindicación. Si Marcela accede a las demandas de sus enamorados, incluso si acepta el servicio incondicional que don Quijote le brinda, abdicaría de sí misma. La esencia de Marcela está en su soledad, en la autosuficiencia. Los enamorados y el caballero tienen más necesidades. En definitiva, padecen del mismo mal, de la misma carencia: la mujer amada.
Cervantes, con extraordinaria sutileza, sitúa a Marcela, una mujer, en un nivel que está por encima de los ideales caballerescos. Ella alcanza la plenitud a solas, no en función del otro. No, sobre todo, en función del amor.
En acusado contraste con los ideales que inspiran a Marcela, la hija del ventero nos ofrece una buena dosis de realidad.
La línea que separa los sueños del caballero de la vida picaresca que impera en caminos y ventas no es demasiado clara. La hija del ventero, que está muy de acuerdo con su entorno, se encuentra en medio de esa frontera invisible. Su presencia en la novela —intermitente y anónima, pero claramente discernible— viene a dar fe de la ambivalencia: no todo el mundo encaja a la perfección en la categoría de pícaro, malhechor o cobarde, ni mucho menos en la del soñador.
La realidad es sumamente compleja, un personaje puede ser inocente en determinado momento y malintencionado en otro. Como sucede en la vida, hay personas que no se sienten empujadas a una definición constante ni a portarse con entera coherencia.
La hija del ventero no surge ante nuestros ojos con el halo que rodeaba a Marcela. La venta no es el espacio natural y supuestamente ilimitado en el que Marcela se movía. La joven habita en estancias cerradas, que imaginamos oscuras y no demasiado limpias ni aireadas. El narrador la sitúa un poco al lado de la acción, un poco al margen, y casi siempre, callada. Prefiere observar que actuar. Cervantes nos invita a fijarnos en ella cuando algo vagamente, como al desgaire, informa que es de «muy buen parecer» (I, XVI, 182) y, a lo largo de los episodios de la venta, está sumamente atento a las miradas y sonrisas que la joven intercambia con don Quijote quien, por su parte, habiendo transformado la venta en castillo, no se dirige a ella como hija de los venteros, sino que le da tratamiento de señora.
Los ratos de silencio y complicidad que tienen lugar entre don Quijote y la hija del ventero quedan registrados en párrafos enigmáticos. A la puerta de la venta-castillo y tras agitadas aventuras nocturnas, se encuentran los venteros, los huéspedes, los criados y Sancho, mirando todos al caballero.
Nos dice el narrador: «Mirábale también la hija del ventero, y él también no quitaba los ojos della, y de vez en cuando arrojaba un sospiro que parecía que le arrancaba de lo profundo de sus entrañas, y todos pensaban que debía de ser del dolor que sentía en las costillas» (I, XVI, 198).
El tiempo se ha detenido para que podamos captar el brillo de la mirada de la hija del ventero, escuchar los suspiros del caballero y tomar buena nota de lo que nos dice el narrador, ese «todos pensaban» tan elocuente, al que sólo le falta añadir: Y se equivocaban, porque los suspiros del caballero no eran de dolor, sino de amor.
En el transcurso de una noche aún más agitada que la anterior —la que corresponde a la aventura de los cueros de vino—, cuando una lluvia de protestas y reproches cae sobre el caballero, nos encontramos con otra frase enigmática: «La hija callaba y de vez en cuando se sonreía» (I, XXXV, 458). E intuimos cierto entendimiento íntimo entre los dos, como si la joven supiera algo que los demás ignoran.
Al final, la hija del ventero se decanta por el llamado mundo real y participa en la desagradable broma que Maritornes gasta a don Quijote. En este punto, la posible alianza se desvanece. Don Quijote acusa el golpe. Cuando la hija del ventero acude a él en busca de socorro para su padre, que es atacado por unos huéspedes morosos, el caballero alega que ha dado a la princesa Micomicona la palabra de no emprender nuevas aventuras hasta no concluir la suya. Pero en el momento de la despedida, don Quijote vuelve al tratamiento inicial. En perfecto lenguaje caballeresco, se dirige a las tres mujeres de la venta : «No lloréis, mis buenas señoras, que todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso [...]». «Perdonadme, fermosas damas, si algún desaguisado por descuido mío os he fecho [...]» . «No se me caerá de la memoria las mercedes que en este castillo me habéis fecho» (I, XLVII, 592-593).
Estos son los recursos del héroe. Ha conseguido darle la vuelta a la cadena de burlas y encantamientos que se ha ido extendiendo durante su azarosa estancia en la venta y hacer encajar las piezas en los estrechos límites de su código de honor.
Aunque las apariencias no le acompañen —ha sido enjaulado en un carro de bueyes—, don Quijote aún tiene en sus manos el control de su vida. No ha renunciado a sus sueños.
Desde el mismo momento de su aparición, la hija del ventero se presenta como un personaje a medio camino entre los sueños de los caballeros andantes y la realidad de los pícaros. Su «buen parecer» y su carácter soñador la alejan de Maritornes, cuya descripción entra de lleno en el plano de lo grotesco, pero la burla se impone sobre el respeto o la simpatía iniciales, y es que la convivencia entre pícaros y soñadores es prácticamente imposible.
No parece casual que Cervantes no dé nombre a la joven y que incluso algunas veces la mencione como hija del ventero y otras, más escasas, como hija de la ventera. La ha situado en un espacio intermedio. No es lo suficientemente soñadora ni lo bastante pícara, se escapa a la definición, el autor no conoce, no recuerda o no quiere recordar su nombre.
Durante la animada estancia en la venta, don Quijote y Sancho han mantenido un revelador diálogo sobre el aspecto de Dulcinea que ha puesto en evidencia la imposible conciliación entre el mundo caballeresco y el de los pícaros. Fue precisamente cuando hicieron referencia a la dama cuando las dos interpretaciones entraron en colisión. La descripción de don Quijote responde a los cánones caballerescos, mientras que la de Sancho es de una vulgaridad grotesca. Pero lo cierto es que Dulcinea no existe, y cada uno se la puede inventar a su modo. El conflicto no llega a la realidad.
En cambio, la hija del ventero, aunque carezca de nombre, sí existe, y el desenlace queda en manos de don Quijote, que decide devolver a la hija al universo de los ideales. Las damas de los caballeros andantes son personajes muy fáciles de manejar, todo es posible dentro del mundo de la fantasía, pero las mujeres de carne y hueso se resisten a ser interpretadas mediante esquemas previos.
Eso es lo que Cervantes le muestra al lector, que es testigo de los hechos y no tiene otro remedio que aceptar la ambigüedad. Nos encontramos en un territorio donde los ideales caballerescos se han mezclado con el mundo de los pícaros. Es el territorio de la novela.
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