Simone de Beauvoir
Retrato de Simone de Beauvoir
como Castor de guerra
En 1939, a comienzos de la denominada "extraña guerra", Simone de Beauvoir envía a Jacques-Laurent Bost, que había sido movilizado, una pequeña foto de ella en cuyo dorso figura la inscripción "Castor de guerra". Es una descripción perfecta del aire desafiante que tiene en la foto: ni el más mínimo asomo de sonrisa, las mandíbulas apretadas, la frente alta, muy despejada por un estrecho turbante que le recoge el pelo. Pero sobre todo ese Castor de poco más de treinta años es un presagio del futuro Castor. Podemos percibir sus futuros combates, tanto a través de su obra como de su vida: El segundo sexo y las luchas de las mujeres, su adhesión a todas las formas extremas de emancipación radical, de China a Cuba; su militante y resuelta oposición a la guerra de Argelia; ese gran ensayo que es La vejez, el enorme fajo de sus memorias... Pero también sabemos que va mucho más allá: que es la vida, el amor, la dicha, la obra, lo que Simone de Beauvoir aborda como Castor de guerra, a lo que se enfrenta, como quien entra en liza.
Todo lo hace en combate permanente, todo lo vive en combate permanente; contra el tiempo, contra la contingencia, contra sí misma. Para que no se pierda nada de esa vida única que debe arrebatar a esa nada que la amenaza y en la que desembocará, y que debe vivir con ardor, avidez y voracidad. Mujer de apetito, e incluso de apetitos, y mujer de deber, así se nos muestra Simone de Beauvoir; pero sus apetitos son tan imperiosos como una misión. Ni siquiera la felicidad se puede alcanzar y conservar sin lucha; es un don, una sorpresa y un deber: ser desdichado es querer serlo o al menos aceptar serlo. Por muy "dotado" que se esté para la felicidad, y ella lo estaba, ésta no se logra sin lucha: la felicidad se construye. Se persuadió de ello tan pronto que, en 1929, cuando relee sus Cuadernos de 1927, se corrige enérgicamente. El 9 de mayo había escrito: "Los hombres tienen la obligación de aferrarse a la felicidad que les impide pensar en la muerte, pero la felicidad siempre será una diversión". En el margen, leemos: "Mayo de 1929 –No. Rotundamente, no. Lo único real es la vida puesto que la muerte no se piensa". La tarea más elevada, e ineludible, es vivir y ser uno mismo. Vivir no es sólo una pasión, es un deber, un trabajo, una prueba, una obra. Vivir es golpear de frente y con fuerza, extraer bloques, esculpir. "Tallar" su vida en la roca de los días, de los amores, de los libros, de los seres, de las palabras; en una materia carente de ductilidad y de suavidad.
Toda la obra de Simone de Beauvoir, incluso las novelas, lleva esa impronta guerrera, en su estilo, en el modo en que corta las frases, en su ritmo, hasta en esa voz presente que no da tregua al lector. En toda su obra resuena un ardiente estado de alerta y de vigilancia, de inquietud, de combatividad. No hay duda de que la época en que vive tiene mucho que ver en ello, ese período de poderosos antagonismos llamado Guerra Fría, en el que Sartre y ella, simpatizantes pero críticos, críticos pero simpatizantes (aunque, finalmente, ganara la desilusión), permanecieron siempre en el "bando" del comunismo y de la revolución, movidos por ese profundo y radical rechazo de la "burguesía", del colonialismo, del orden establecido, del "imperialismo" norteamericano, de un mundo que, para ellos, reunía todas las formas de injusticia y de opresión...
Por ello, al leer la obra de Simone de Beauvoir, y no sólo sus memorias, se tiene la impresión de encontrarse, en todos los ámbitos (intelectual, político, literario, amistoso, amoroso), ante un mundo muy polarizado, como esas pilas que imaginó Jules Verne en sus novelas, cuyos polos magnéticos, al unirse, despiden vivos relámpagos que iluminan la profundidad de los océanos, hieren e incluso pueden matar. Estamos en tiempos de guerra. Y en tiempos de guerra no hay lugar para matices, pues se correría el grave peligro de quedarse a la zaga. Los adversarios pasan a ser rápidamente enemigos; los enemigos, rápidamente aniquilados. Y a los amigos, aunque formen parte de la "familia", no se les permite descansar. "Es preciso pensar como vosotros –dice Bost–, pero sobre todo, al mismo tiempo que vosotros".
¿Acaso la paz constituye la finalidad secreta de la guerra? Es discutible, pero en cualquier caso, no habrá paz mientras no se concluya la tarea. Y jamás se concluirá, pues la muerte pone fin a todas las tareas, no permite sellar su ejecución. Nunca se acaba con nada: ni con las luchas históricas, ni con la lucha por la emancipación (de las mujeres, de los pueblos), ni con uno mismo; ser uno mismo es en sí una tarea, por fuerza interminable. Si el apremio exige a Simone de Beauvoir que no deje a nadie en paz, ella tampoco encuentra la paz, tan sólo momentos de tregua, como algunas fiestas regadas con vino en el París de la posguerra, o remansos de paz que Sartre llama sus querencias: precisemos que una querencia no es un sitio de vacaciones; en el lenguaje taurino, designa el lugar donde el animal tiende a fijarse en la plaza. Antes de volver al combate, antes de la suerte suprema... Los únicos momentos de gracia son aquellos en los que el tiempo queda en suspenso –en una súbita epifanía del mundo sensible, en lo alto de una plácida cala, en la cima de una montaña, en un instante de pura alegría tras un esfuerzo físico– o en la vuelta a la vida tras una grave enfermedad. Con todo, la paz no es sino una pausa entre dos combates, y el mejor modo de utilizarla es preparar –y prepararse para– el próximo.
Toda su obra lleva el sello de ese gran combate: conquistar la necesidad por encima de la contingencia, y justificar su existencia, volcándola por completo en su obra. Pero las memorias ocupan un lugar especial, a la vez central y desfasado: desfasado porque miran desde arriba el conjunto de su vida y su obra; central, porque en ellas Simone de Beauvoir puede entregarse por completo a la corriente que la estructura desde sus Cuadernos de juventud: hacer que la vida vivida se convierta en vida pensada. Ella "ataca" sus memorias (en expresión suya) un poco antes de cumplir cincuenta años, aunque se trata de un proyecto muy antiguo, con múltiples y complejas motivaciones: "renovar el gozo" de los momentos pasados, rememorándolos, salvar del olvido lo que ella fue, hacer balance de su vida, verificar constantemente si ha mantenido las promesas de su juventud para su madurez. Tanto en sus memorias como en sus Cuadernos de juventud, el Castor comprueba la posición, del mismo modo que los marinos por la mañana, para asegurarse de que no se han desviado de la ruta. Escribe sobre sí misma a fin de comprenderse y de constituirse. Ambas cosas son recíprocas: es necesario comprenderse para constituirse, pero también constituirse para comprenderse. Y eso es una tarea o, mejor dicho, una guerra. Una guerra contra los tiempos muertos, los desleales, los inoportunos, los "reveses" de la vida afectiva, la complejidad de las situaciones amorosas que, si no se controlan, pueden caer en lo "pasional" –cuando uno no responde de sí– y, en ocasiones, sucede. De eso hablarán las memorias, pues únicamente éstas pueden expresar del todo no sólo lo que se es sino también lo que se ha querido ser. Al trazar su retrato y la historia del largo combate por el que se llega a ser uno mismo, ella muestra con brillantez cómo de esa existencia contingente a la que había sido "arrojada" ha hecho una empresa y una necesidad.
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