Gabriel García Márquez
Su ansiedad se convertía en desesperación a medida que se acercaban las vacaciones de diciembre, pues se preguntaba sin sosiego qué iba a hacer para verlo, y para que él la viera, durante los tres meses en que no iría al colegio. Las dudas persistían sin solución la noche de Navidad, cuando la estremeció el presagio de que él estaba mirándola entre la muchedumbre de la misa del gallo, y esa inquietud le desbocó el corazón. No se atrevió a volver la cabeza, porque estaba sentada entre el padre y la tía, y tuvo que sobreponerse para que ellos no advirtieran su turbación. Pero en el desorden de la salida lo sintió tan inminente, tan nítido en el tumulto, que un poder irresistible la obligó a mirar por encima del hombro cuando abandonaba el templo por la nave central, y entonces vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos de hielo, el rostro lívido, los labios petrificados por el susto del amor. Trastornada por su propia audacia, se agarró del brazo de la tía Escolástica para no caer, y ésta sintió el sudor glacial de la mano a través del mitón de encaje, y la reconfortó con una señal imperceptible de complicidad sin condiciones. En medio del estruendo de los cohetes y los tambores de nación, de las farolas de colores en los portales y el clamor de las muchedumbres ansiosas de paz, Florentino Ariza vagó como un sonámbulo hasta el amanecer viendo la fiesta a través de las lágrimas, aturdido por la alucinación de que era él y no Dios el que había nacido aquella noche.
RBA. Biblioteca García Márquez. Página 94
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