Soledad Puértolas
El Caballero del Verde Gabán, modelo de hidalgo castellano, es un excelente interlocutor para nuestro héroe. Sus virtudes son tantas que Sancho, creyéndole santo, se echa a sus pies (II, XVI, 823). Este varón prudente y discreto vive alejado de los ruidos del mundo, se ha construido un paraíso terrenal donde reinan el sosiego y la mesura. Desde este lugar casi idílico -sin intrigas palaciegas, sin espíritu de superioridad ni ánimo de burla-, don Diego admira el buen juicio que tiene don Quijote cuando trata de asuntos de importancia y nada sencillos, como es el caso de la educación de los hijos.
El poeta don Lorenzo, hijo de don Diego, aún resulta mejor interlocutor que el padre. Al ser poeta, don Lorenzo pertenece a la estirpe de los marginados, si bien, como don Quijote ilustra con detalle, ya que el asunto le interesa, hay poetas que triunfan y medran socialmente, y, con manifiesta ironía, aconseja a don Lorenzo que, si desea el éxito, siga el fácil camino de la retórica. Caballero y poeta pasan tan buenos ratos de charla que a don Quijote le cuesta despedirse de él. "Sabe Dios si quisiera llevar conmigo al señor don Lorenzo" (II, XIX, 852), declara.
Quien está indiscutiblemente al margen del orden social es Roque Guinart, el bandolero de buen corazón, con quien el caballero hace muy buenas migas. Pasa unos días en su campamento y mantiene con él largas conversaciones. En la despedida, don Quijote intenta convencerle de que abandone su vida de bandolero y abrace la causa de la caballería andante. No parece una casualidad que en esta segunda parte, cuando tantos personajes toman la batuta para erigirse en directores del juego y transformarlo en burla, a don Quijote se le pase por la cabeza la idea de que el poeta don Lorenzo, primero, y el bandolero Roque Guinart, algo después, con quienes ha pasado buenos ratos de amistad, le acompañen en sus aventuras.
Otro episodio de la segunda parte, las bodas de Camacho, le brinda a don Quijote la ocasión de defender con éxito los principios de la andante caballería y, en consecuencia, hace amigos y consigue aliados. Esta vez el triunfo le pertenece enteramente a don Quijote. El arranque y la fuerza del caballero al proclamar los derechos del amor es imparable y su apoyo a Basilio resulta determinante.
La de Basilio es otra de esas historias que, como la de doña Rodríguez, está hecha a la medida de don Quijote. Basilio es un hombre enamorado y lleno de virtudes, pero pobre. La treta que urde para conseguir la mano de la hermosa Quiteria -representar un falso suicidio, resucitar y pedir con voz doliente y desmayada la mano de su amada, como condición para que sus días finalicen en el ámbito de la religión- escandaliza a la concurrencia, pero responde a los valores caballerescos.
La intervención de don Quijote es clave: "En altas voces dijo que Basilio pedía una cosa muy justa y puesta en razón" (II, XXI, 877). Una vez concluida la fugaz ceremonia, el moribundo se pone en pie, completamente curado de su herida. Los asistentes creen que ha sido un milagro, pero Basilio confiesa que todo ha sido una treta, lo que provoca una oleada de indignación. El cura y el novio oficial, Camacho, se tienen por "burlados y escarnecidos". Muchas son las espadas que arremeten contra el burlador, pero don Quijote vuelve a intervenir de forma decisiva: "Teneos, señores, teneos, que no es razón toméis venganza de los agravios que el amor os hace, y advertid que el amor y la guerra son una misma cosa". Asume luego el papel de juez. "Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y favorable disposición de los cielos". Y, para concluir, reta: "A los dos que Dios junta no podrá separar el hombre, y el que lo intentare, primero ha de pasar por la punta desta lanza" (II, XXII, 880-881).
El caballero ha actuado a favor del amor en sí, que está por encima de las personas que aman. Ha defendido, como es propio de él, una idea. La cuadrilla de Basilio, en conclusión, le tiene "por hombre de valor y pelo en pecho" (II, XXII, 882).
Don Quijote ha jugado un papel fundamental sin dejar de ser él. Ha dirimido un asunto de la realidad, y se ha puesto de parte de quien ha forzado la realidad, de quien ha hecho una representación, un fingimiento. Porque el objetivo, el amor, lo justifica todo.
En la aventura de la cueva de Montesinos -una de las ocasiones en las que más se pone a prueba la relación entre don Quijote y Sancho-, el caballero cuenta con un interlocutor atento. El guía que le conduce a la cueva se dedica a componer libros y está muy interesado en la experiencia de caballero con el fin de ponerla luego en ellos: "Suplico a vuestra merced, señor don Quijote -le pide-, que mire bien y especule con cien ojos lo que hay allá dentro: quizá haya cosas que yo ponga en el libro de mis Transformaciones" (XI, XXII, 889). Y, cuando don Quijote hace la crónica de sus visiones en el fondo de la cueva, comenta: "Le escucho con el mayor gusto del mundo" (II, XXIII, 895).
La incredulidad de Sancho hace aún más importante la presencia del guía. "¿Habría de mentir el señor don Quijote que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto millón de mentiras?" (XI, XXIII, 901), le pregunta a Sancho. Y, cuando se despide de don Quijote, declara: "Yo, señor don Quijote, doy por bien empleadísima la jornada que con vuestra merced he hecho" (XI, XXIV, 905).
Luego enumera los bienes recibidos. El primero: "Haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad". Así desaparece de nuestra vista y deja intacto el recuerdo de su oportuno testimonio.
La aventura pacífica de las imágenes de los Santos Caballeros, la primera aventura que tiene lugar una vez fuera del claustrofóbico castillo de los duques (no parece casual que haya sido precisamente entonces cuando el caballero haya pronunciado su famosa loa a la libertad), representa una tregua en la tensa relación de don Quijote con la realidad. El rato que todos pasan en agradable conversación resulta tan apacible que hace exclamar a Sancho: "Si esto que nos ha sucedido hoy se puede llamar aventura, ella ha sido de las más suaves y dulces que en todo el discurso de nuestra peregrinación nos ha sucedido" (XI, IVII, 1199).
La tregua se prolonga un poco en el episodio de la Arcadia fingida, cuando los jóvenes disfrazados de zagalas y pastores invitan a caballero y escudero a pasar un rato con ellos.
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