Elvira Lindo
En Domingo, suplemento de "El País":Mentiras milagrosas
ELVIRA LINDO 23/05/2010
La nostalgia en abstracto es cursi. Cuántas ñoñerías literarias se han escrito a cuenta de la nostalgia de la infancia. La nostalgia de las cosas concretas, en cambio, ayuda a entender las etapas de la vida. Yo podría hacer una lista tan precisa como una lista de la compra en la que diera cuenta de las cosas que echo de menos de mi infancia. En esa lista incluiría los bocadillos de foie gras, los donuts, los bucaneros, la falta de sentido del paso del tiempo y la mano de mi madre untándome en el pecho un poquito de Vicks VapoRub. Ah, cuánta felicidad me ha dado la fiebre. Todo eso podría estar a mi alcance. Nada más fácil que un bocadillo de foie gras. Pero no, ya no puedo. Si me lanzo un solo día al foie gras me vería revolcada al poco tiempo en la piara de la alimentación infantil. Como los alcohólicos, un solo bocadillo puede ser fatal. En cuanto a la fiebre, ya no es lo mismo, ya no la vivo con felicidad sino con angustia. Con el Vicks VapoRub entramos en un terreno espinoso. Si tú le dices a tu marido, pareja, novio que te unte una cremita en el pecho, la cosa se lía. Se lía. Gana por un lado, pero pierde su esencia por otro. Y no sé hasta que punto contribuye a tu pronta recuperación. Quién sabe. A lo mejor sí. Eso pienso después de leerme un gran artículo en el periódico Boston Globe sobre el efecto placebo. Son tantas las investigaciones que se están desarrollando en los últimos años sobre estos medicamentos o tratamientos falsos y tantas las certezas de que tienen en muchos casos el mismo efecto benéfico que los verdaderos que cabe preguntarse si no es la industria farmacéutica la que paraliza la normalización de su uso. Pero no es esa barrera la única que tienen que romper los placebos. La píldora falsa se enfrenta sobre todo a un dilema moral. La ética en la práctica de la medicina en las últimas décadas exige al médico contarle al enfermo la verdad, por insoportable que esta sea. Incluso a los niños se les cuenta la verdad. Según parece eso provoca un efecto de superación en el enfermo que le hace ser mejor paciente, pero claro, si hay que ir con la verdad por delante el médico no puede recetar un medicamento cuyo beneficio proviene del engaño. Hay quien opina que cabría encontrar un término medio: comunicarle al enfermo que dentro de su bote de pastillas van incluidas algunas inocuas. En mi caso creo que ese tipo de trato no funcionaría: cada vez que me tomara una pastilla estaría pensando si es la verdadera o la falsa. Yo creo en el engaño, incluso a veces en la mentira piadosa. Lo que está claro es que ya nadie niega que la fe del paciente en un tratamiento, aunque este sea un camelo, mejora su estado físico, porque dicha fe desencadena cambios reales en el cuerpo, genera, por ejemplo, opiáceos que luchan de forma natural contra el dolor. No se trata sólo de sensaciones sino de mejoras reales. Pero a esto hay que sumarle algo que añade efectividad al placebo: el trato que el médico da al enfermo. Si un médico asume su profesión como la de un mero expendedor de recetas no hay placebo que valga. El placebo funciona, sobre todo, cuando nosotros confiamos en la persona que nos recomienda un tratamiento, cuando la vemos comprometida en nuestra curación. No son sólo palabras. En esas investigaciones tan minuciosas de los científicos que se basan sobre todo en la observación a lo largo de mucho tiempo y con una gran cantidad de pacientes se ha podido observar que no hay placebo más poderoso que la confianza en la sabiduría de otro. En realidad, la medicina del pasado, escasa en medicamentos efectivos, se basaba en eso, en un médico de familia que acudía a la casa y parecía calmar con su sola presencia el dolor de un paciente y los ánimos de los familiares desesperados. Hay un médico, el doctor Miquis, que es una presencia sabia y bondadosa en muchas novelas de Galdós, en las del avaro Torquemada, en La de Bringas, El doctor Centeno o en mi adorada Tristana, a la que, no llegamos a saber porqué extraño mal, se ve obligado a amputarle una pierna. Todos quisiéramos tener en nuestra vida, además de los salvadores antibióticos, un doctor Miquis que llegara a nuestra casa e impusiera sus manos en el cuerpo del enfermo para provocar un alivio inmediato en el paciente y en ese familiar que siempre observa con inquietud la escena. Yo recuerdo a alguien parecido a Miquis visitando la casa de mi abuelo, un anciano dulce, un médico de pueblo que caminaba con paso de santo de una casa a otra, habiendo visto nacer, crecer y morir a setecientos habitantes. Hace poco visitamos su casa, que ahora está en venta. Era tan austera que su imagen de monje se reforzaba. Sólo el título de medicina de los años veinte enmarcado, libros viejos, una cama de solterón y varias fotos de toreros. Él, espectador de tantas vidas, dejó pocas pistas sobre la suya, o a lo mejor su austeridad es la prueba de una entrega a la vida de otros. Voy a decir su nombre, don Tomás, otra de las presencias concretas por las que siento nostalgia. Las investigaciones nos informan de algo que los pacientes sospechábamos, que necesitamos que el médico nos quiera un poco. No hace falta que sea un cariño sincero. Por el bien de nuestra salud, estamos dispuestos hasta a dejarnos engañar.
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