Rubén Darío
Tan alegre, tan graciosa,
tan apacible, tan bella...
¡Y yo que la quise tanto!
¡Dios mío, si se muriera!
Envuelta en oscuros paños
la pondrían bajo tierra;
tendría los ojos tristes,
húmeda la cabellera.
Y yo, besando su boca,
allá, en la tumba, con ella,
sería el único esposo
de aquella pálida muerta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario