Pío Baroja
I.
Preámbulo / Conceptos un tanto inmorales de una pupilera / Charlas / Se oye cerrar un balcón / Canta un grillo
Acababan de dar las doce, de una manera pausada, acompasada y respetable, en el reloj del pasillo. Era costumbre de aquel viejo reloj, alto y de caja estrecha, adelantar y retrasar a su gusto y antojo la uniforme y monótona serie de las horas que va rodeando nuestra vida, hasta envolverla y dejarla, como a un niño en la cuna, en el oscuro seno del tiempo.
Poco después de esta indicación amigable del viejo reloj, hecha con la voz grave y reposada, propia de un anciano, sonaron las once, de modo agudo y grotesco, con impertinencia juvenil, en un relojillo petulante de la vecindad, y minutos más tarde, para mayor confusión y desbarajuste cronométrico, el reloj de una iglesia próxima dio larga y sonora campanada, que vibró durante algunos segundos en el aire silencioso.
¿Cuál de los tres relojes estaba en lo fijo? ¿Cuál de aquellas tres máquinas para medir el tiempo tenía más exactitud en sus indicaciones? El autor no puede decirlo, y lo siente. Lo siente, porque el tiempo es, según algunos graves filósofos, el cañamazo en donde bordamos las tonterías de nuestra vida; y es verdaderamente poco científico el no poder precisar con seguridad en qué momento empieza el cañamazo de este libro. Pero el autor lo desconoce: sólo sabe que en aquel minuto, en aquel segundo, hacía ya largo rato que los caballos de la noche galopaban por el cielo. Era, pues, la hora del misterio; la hora de la gente maleante; la hora en que el poeta piensa en la inmortalidad, rimando hijos con prolijos y amor con dolor; la hora en que la buscona sale de su cubil y el jugador entra en él; la hora de las aventuras que se buscan y nunca se encuentran; la hora, en fin, de los sueños de la casta doncella y de los reumatismos del venerable anciano. Y mientras se deslizaba esta hora romántica, cesaban en la calle los gritos, las canciones, las riñas; en los balcones se apagaban las luces, y los tenderos y las porteras retiraban sus sillas del arroyo para entregarse en brazos del sueño.
En la morada casta y pura de doña Casiana, la pupilera, reinaba hacía algún tiempo apacible silencio: sólo entraba por el balcón, abierto de par en par, el rumor lejano de los coches y el canto de un grillo de la vecindad, que rascaba en la chirriante cuerda de su instrumento con persistencia desagradable.
En aquella hora, fuera la que fuese, marcada por los doce lentos y gangosos ronquidos del reloj del pasillo, no se encontraban en la casa más que un señor viejo, madrugador impenitente; la dueña, doña Casiana, patrona también impenitente, para desgracia de sus huéspedes, y la criada Petra.
La patrona dormía en aquel instante sentada en la mecedora, en el balcón abierto; la Petra, en la cocina, hacía lo mismo, y el señor viejo madrugador se entretenía tosiendo en la cama.
Había concluido la Petra de fregar, y el sueño, el calor y el cansancio la rindieron, sin duda. A la luz de la lamparilla, colgada en el fogón, se la veía vagamente. Era flaca, macilenta, con el pecho hundido, los brazos delgados, las manos grandes, rojas, y el pelo gris. Dormía con la boca abierta, sentada en una silla, con respiración anhelante y fatigosa.
Al sonar las campanadas en el reloj del pasillo, se despertó de repente; cerró la ventana, de donde entraba nauseabundo olor a establo de la vaquería de la planta baja; dobló los paños, salió con un rimero de platos y los dejó sobre la mesa del comedor; luego guardó los cubiertos, el mantel y el pan sobrante en un armario; descolgó la candileja y entró en el cuarto, en cuyo balcón dormía la patrona.
—¡Señora! ¡Señora! —llamó varias veces.
—¿Eh? ¿Qué pasa? —murmuró doña Casiana, soñolienta.
—Si quiere usted algo.
—No, nada. ¡Ah, sí! Mañana diga usted al panadero que el lunes que viene le pagaré.
—Está bien. Buenas noches.
Salía la criada del cuarto, cuando se iluminaron los balcones de la casa de enfrente; después se abrieron de par en par, y se oyó un preludio suave de guitarra.
—¡Petra! ¡Petra! —gritó doña Casiana—. Venga usted. ¿Eh? En casa de la Isabelona... se conoce que ha venido gente.
La criada se asomó al balcón y miró con indiferencia la casa frontera.
—Eso, eso produce —siguió diciendo la patrona—; no estas porquerías de casas de huéspedes.
En aquel momento apareció en uno de los balcones de la casa vecina una mujer envuelta en amplia bata, con una flor roja en el pelo, cogida estrechamente de la cintura por un señorito vestido de etiqueta; con frac y chaleco blanco.
—Eso, eso produce —repitió la patrona varias veces.
Luego, esta idea debió alterar su bilis, porque añadió con voz irritada:
—Mañana voy a echar el toro al curita y a esas golfas de las hijas de doña Violante, y a todo el que no me pague. ¡Que tenga una que luchar con esta granujería! No; pues de mí no se ríen más...
La Petra, sin replicar nada, dio nuevamente las buenas noches y salió del cuarto. Doña Casiana siguió mascullando sus iras; después repantigó su cuerpo rechoncho en la mecedora y soñó con un establecimiento de la misma especie que el de la vecindad; pero un establecimiento modelo, con salas lujosamente amuebladas, adonde iban en procesión todos los jóvenes escrofulosos de los círculos y congregaciones, místicos y mundanos, hasta tal punto, que se veía ella en la necesidad de poner un despacho de billetes a la puerta.
Mientras la patrona mecía su imaginación en este dulce sueño de burdel monstruo, la Petra entró en un cuartucho oscuro, lleno de trastos viejos; dejó la luz en una silla, puso la caja de fósforos, grasienta, en el recazo de la candileja; leyó un instante en su libro de oraciones, sucio y mugriento, con letras gordas, repitió algunos rezos, mirando al techo, y comenzó a desnudarse. La noche estaba sofocante; en aquel agujero el calor era horrible. La Petra se metió en la cama, se persignó, apagó la candileja, que humeó largo rato, se tendió y apoyó la cabeza en la almohada. Un gusano de la carcoma en alguno de aquellos trastos viejos hacía crujir la madera de modo isócrono...
La Petra durmió con sueño profundo un par de horas, y despertó ahogada de calor. Habían abierto la puerta, se oían pasos en el pasillo.
—Ya está ahí doña Violante con sus hijas —murmuró la Petra.—Será muy tarde.
Volverían las tres damas de los jardines, adonde iban después de cenar en busca de las pesetas necesarias para vivir. La suerte no debió favorecerlas, porque traían mal humor, y las dos jóvenes disputaban, achacándose una a otra la culpa de haber perdido el tiempo.
Cesó la conversación, después de unas cuantas frases agrias e irónicas, y volvió a reinar el silencio. La Petra, desvelada, se abismó en sus preocupaciones; de nuevo se oyeron pasos, pero leves y rápidos, en el corredor; después, el ruido de la falleba de un balcón abierto con cautela.
—Alguna de esas se ha levantado —pensó la Petra.—¿Qué trapisonda traerá?
Al cabo de unos minutos se oyó la voz de la patrona, que gritaba imperiosamente desde su cuarto:
—¡Irene!... ¡Irene!
—¿Qué?
—Salga usted del balcón.
—Y ¿por qué tengo de salir? —replicó una voz áspera, con palabra estropajosa.
—Porque sí... porque sí...
—¿Pues qué hago yo en el balcón?
—Usted lo sabrá mejor que yo.
—Pues no sé.
—Pues yo sí sé.
—Estaba tomando el fresco.
—Usted sí que es fresca.
—La fresca será usted, señora.
—Cierre usted el balcón. Usted se figura que mi casa es lo que no es.
—Yo ¿qué he hecho?
—No tengo necesidad de decírselo. Para eso, enfrente, enfrente.
—Quiere decir que en casa de la Isabelona —pensó la Petra.
Se oyó cerrar el balcón de golpe; sonaron pasos en el corredor, seguidos de un portazo. La patrona continuó rezongando durante largo tiempo; luego hubo un murmullo de conversación tenido en voz baja. Después no se oyó más que el chirriar persistente del grillo de la vecindad, que siguió rascando en su desagradable instrumento con la constancia de un aprendiz de violinista.
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