Ayer, 21 de mayo, se celebró en el Excmo. Ayuntamiento de Córdoba un Pleno juvenil sobre la DIVERSIDAD CULTURAL. Alumnos y alumnas de los institutos "Alhakén II", "Trassierra" y "Maimónides" leyeron sendos manifiestos.
El pleno estaba organizado por la Cátedra Intercultural de la Universidad de Córdoba (UCO).
A continuación, unos fotos de nuestros alumnos:
Ahora, el manifiesto del "Maimónides", escrito por la alumna PATRICIA LIMIA PÉREZ (y leído en el Pleno por el alumno Jesús Maestre):
Afueras de París, de Londres, de Berlín, de Córdoba… Miles de escolares disfrutan de uno de los derechos básicos de las sociedades democráticas: la educación. Pero no son simplemente niñas y niños franceses, ingleses, alemanes o cordobeses; los gentilicios se han ampliado, las fronteras en las aulas, en las ciudades, se están diluyendo poco a poco. Junto a Clémence, Alisson, Adelbert, Rafa, están también Rakin, Yanaba, Abdel, Anca, Xiang, Yumma… Compartiendo clases, profesores, compañeros, excursiones y experiencias, se van borrando las gruesas líneas que separaban las etnias, géneros, confesiones o condiciones sexuales; entre todos las estamos convirtiendo en algo poroso y discontinuo. Lo diferente, lo inusual, incluso lo llamado raro va ganando, poco a poco, terreno y constituye una de las claves de los nuevos retos sociales. Pero no siempre ha sido así, no siempre es –desgraciadamente- así. Ya nos lo decía el poeta Juan Ramón Jiménez, con crueldad, pero, al final, con esperanza, en su poema DISTINTO:
Lo querían matar los iguales
porque era distinto.
Si veis un pájaro distinto,
tiradlo;
si veis un monte distinto,
caedlo;
si veis un camino distinto,
cortadlo;
si veis una rosa distinta,
deshojadla;
si veis un río distinto,
cegadlo.
Si veis a un hombre distinto,
matadlo.
¿Y el sol y la luna dando en lo distinto?
Altura, olor, largor, frescura, cantar, vivir
distinto
de lo distinto;
lo que seas, que eres
distinto
(monte, camino, rosa, río, pájaro, hombre):
si te descubren los iguales,
huye a mí,
ven a mi ser, mi frente, mi corazón distintos.
La virtud de lo distinto; la amenaza de los iguales.
Esos iguales siguen existiendo en esta sociedad, y, todos bien lo sabemos, existieron, y provocaron mucha destrucción: este año se cumplen sesenta y cinco del cierre de uno de los campos de concentración nazis más duros para los enemigos del Reich, aquel situado en Austria y etiquetado como campo de “Grado III”, Mauthausen. Se cree que entre 122.766 y 320.000 personas fueron asesinadas durante la guerra en este complejo; entre ellas se encontraban intelectuales que intentaban luchar contra la limpieza de sangre y contra las brutales injusticias a base de palabras de papel y bolígrafo, como Joaquim Amat-Piniela o Stanislaw Grzesivk; o con las imágenes fotográficas, como Francisco Boix; o con simples ideas como las de Arthur London. Con ideas, sí, pero no simples; pues esas ideas liberadoras son las que nos impulsan como humanos, las que nos elevan, las que nos hacen sonreír a los otros, a los otros, que son otra forma de ser yo.
Pero, lo sabemos, mucha gente dio la espalda a esos crímenes; algunos sabían lo que pasaba y hacían oídos sordos; otros lo desconocían, prefiriendo estar en un estado de ignorancia; pero, con cada día que pasaba, los barrios de Alemania y de sus dominios comenzaban a estar más desiertos. La gente diferente, que no desigual, tenía que ir dejando de existir poco a poco. Una sola cultura, un solo idioma, una sola religión, una sola ideología… Una sola: nada más: esa es la soledad. Ésa es la insolidaridad. Ésa es la ignorancia. Bertolt Brecht parece que se percató de esto:
Primero cogieron a los comunistas,
y yo no dije nada porque yo no era un comunista.
Luego se llevaron a los judíos,
y no dije nada porque yo no era un judío.
Luego vinieron por los obreros,
y no dije nada porque no era ni obrero ni sindicalista.
Luego se metieron con los católicos,
y no dije nada porque yo era protestante.
Y cuando finalmente vinieron por mí,
no quedaba nadie para protestar.
Y es que a menudo lo diferente nos suele dar miedo; reaccionamos en un estado de superioridad ficticia contra los demás, limitando derechos, libertades, oportunidades… Nos excusamos buscando desigualdades en el color de la piel, las creencias, los rasgos de la cara, el idioma, las comidas, la vestimenta… Pero, frente a esta maraña de supersticiones, apriorismos o prejuicios, el combate, ahora, en nuestro tiempo, en algunos de nuestros paisajes, se sigue librando a favor de los derechos humanos, del diálogo intercultural e interreligioso, de una sociedad plural y de valores cívicos, algo que hemos reconocido, con demasiada dificultad, apenas hace nada. Y no olvidemos que en la otra mano se reflejan históricamente los largos siglos que llevamos pensando y actuando con desprecio hacia los demás: cruzadas, esclavitud, exterminios, expulsiones, exilios...
El mundo, aunque del mismo tamaño que en el principio de los tiempos, a través de los siglos ha visto crecer y diversificarse a la población humana. Una diversificación que parece que únicamente nos ha traído problemas, en vez de haber contribuido al aumento de una riqueza social.
Tras grandes masacres y conflictos, como el exterminio de judíos o las guerras entre israelitas y palestinos, nuestra sociedad comienza a decidir y pautar qué es lo que vamos a considerar moralmente bueno, justo, adecuado. Decimos que actuamos bajo las pautas de la razón, es más, ponemos asignaturas en los institutos para que los adolescentes sepamos qué es lo que debemos hacer con el prójimo, para saber qué normas debemos acatar y con qué criterios debemos actuar. Y este es uno de los caminos correctos, sin duda, el educativo, como dijimos al principio. Pero muchas veces nos debemos preguntar si realmente esto funciona. Porque salimos a la calle y nos parece por momentos que todo eso se queda en mera teoría evaluada: cuando caminamos por las avenidas somos simples individuos con unos intereses propios y no colectivos. Nos agrupamos en bandas como animales para sentirnos protegidos por los nuestros, decidimos quién debe estar con nosotros y quién no. A veces nos matamos mutuamente en las luchas de las tribus urbanas o nos marcamos unas zonas de la ciudad para intentar esquivar. Usamos apelativos que la mayoría de las veces, aunque nos empeñemos en ocultarlo, son connotativos. ¿Alguien sabe quién es Óscar Reyes? ¿No? Sin embargo, a todos nos sonará Machu Picchu, de la serie “Aída”. Y lo hemos catalogado, porque nos lo han catalogado, y yo me río de él, de su personaje, de su papel… Y el daño puede ser infinito.
¿Por qué, por qué nos empeñamos en etiquetarnos y dividirnos como los productos en las secciones de un supermercado? La carne aquí, el pescado por allí, el pan y los dulces en esos estantes, las bebidas en el otro pasillo…
Es eso lo que verdaderamente estamos intentando solucionar. Queremos ver personas y no contrarios, queremos que nos llamen por nuestros nombres y no por nuestros grupos, por nuestros alias, por nuestros marcados y deformantes roles, queremos que se nos reconozca la dignidad.
En esta lucha se hallan muchos y se llama a otros muchos: literatos judíos y palestinos, juristas musulmanes, músicos, organizaciones sociales, poetas y novelistas europeos, instituciones nacionales e internacionales y la institución fundamental, que es la escuela, que no solo trata de aportar valores sino que en sí misma es un foco de primer nivel para la integración de modos y formas culturales diferentes, porque en ella las matemáticas o la lengua pasan a un segundo plano cuando se aprenden valores como la amistad, la igualdad, el respeto o el aprecio. Sentimientos que no entienden de religiones, colores o idiomas.
Para bien o para mal, la única forma de alcanzar una paz y una seguridad auténticas, y de librarse del miedo y del odio, es mediante una aceptación tolerante y una apreciación de nuestras tradiciones, dice el filósofo iraní Ramín Jahanbegloo.
Ya que muchas fronteras físicas están abriéndose, corresponde ahora abrir las fronteras sociales, culturales y de credo; hay que esforzarse en la cultura del diálogo y la diversidad en un entorno absolutamente mixto. No es cuestión de disolver nuestras identidades, sino de contrastarlas con las que tenemos que relacionarnos.
Porque lo distinto deja de serlo una vez que lo conocemos, porque lo desconocido forma parte de nosotros una vez que lo aceptamos, porque las barreras a menudo son mentales, porque son nuestras diferencias lo único que nos asemeja, porque el miedo se vence con la fuerza del amor… Porque son los pueblos y no los mercados los que deben crear el presente y el futuro. Porque, aunque nuestra lucha nos lleve por largos caminos de tiempo, las pasiones y las desgracias se habrán de transformar en besos, y el odio por fin se apagará y la esperanza será la luz. Lo dice Miguel Hernández en su CANCIÓN ÚLTIMA:
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.
Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa
con su ruidosa cama.
Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
Patricia Limia Pérez (1º bachillerato A)
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