POLÍTICA
Así se fabrica un presidente de Francia
Tres jefes de Estado, seis primeros ministros y los responsables de las mayores empresas francesas han pasado por la Ècole Nationale d’Administration.
Aquí ha educado Francia desde 1945 a sus élites, desde el actual presidente de la República, François Hollande, hasta miles de altos funcionarios.
Entramos en la ENA, un prestigioso club que nutre de talento a la quinta potencia mundial y al que también acceden los extranjeros más brillantes.
El proyecto de conocer la Ècole Nationale d’Administration por dentro impone respeto. Conocer la vida pública de Francia lleva irremediablemente a un calificativo de nuevo cuño: enarca. El diccionario de la Real Academia Española no reconoce el término, pero la enciclopedia libre Wikipedia, por supuesto, sí: “Enarca es un alumno o antiguo alumno de la Ècole Nationale d’Administration, la ENA”.
El listado de los enarcas es apabullante. El actual presidente de la República, François Hollande, es un enarca. Los exjefes del Estado Jacques Chirac y Valéry Giscard d’Estaing también lo son. No hace falta pasar por la ENA para alcanzar la cúspide del poder, pero la excepción de Nicolas Sarkozy hizo reflexionar en 2007 a los medios acerca de si la vida política francesa estaba cambiando de estilo. Hollande, en 2012, volvió a poner las cosas en su sitio.
Del presidente hacia abajo, los enarcas han dirigido los destinos de Francia, la quinta potencia mundial y en la que España se ha mirado siempre para construir su aparato administrativo. A modo de aperitivo, aquí van algunos nombres ilustres: los ex primeros ministros Alain Juppé, Lionel Jospin, Laurent Fabius (hoy ministro de Exteriores), Edouard Balladur o Michel Rocard. En la lista hay multitud de ministros. Entre ellos, actualmente en el cargo, Emmanuel Macron (Economía), Michel Sapin (Finanzas), Fleur Pellerin (Cultura) y Ségolène Royal (Ecología). Enarca es el actual comisario europeo francés, Pierre Moscovici, así como Jean-Claude Trichet (expresidente del BCE), los exdirectores del FMI Jacques de Larosière y Michel Camdessus, y el presidente del Banco de Francia Christian Noyer.
Hay muchos políticos que no han pasado por la ENA. La institución privada Science Po es otro importante granero de pensadores y administradores de la cosa pública, por ejemplo, pero no haber logrado entrar en la ENA es en Francia un desdoro que algunos no perdonan. El nombramiento, en agosto pasado, como ministra de Educación de Najat Vallaud-Belkacem formó un importante revuelo en las capas más recalcitrantes de la sociedad francesa. A sus defectos de ser joven, feminista y musulmana (nació en Marruecos) le añadieron la tacha de no ser enarca. El machismo impregna las críticas recordando, por contraste, que su marido, Boris Vallaud, sí había logrado entrar en la ENA. Ahora, este alto funcionario es secretario general adjunto en el palacio del presidente de la República, el Elíseo.
Puede que en otros tiempos ser enarca no supusiera disponer del pasaporte dorado para entrar en el Olimpo del poder. Hoy, con Hollande, el Elíseo es el centro de operaciones de un nutrido grupo de viejos alumnos de la ENA: Jean-Pierre Jouyet, secretario general (también lo fue con Sarkozy); Thierry Lataste, su director de gabinete; Constance Rivière, directora general adjunta de dicho gabinete; Gaspard Gantzer, consejero de comunicación; Jacques Audibert, consejero diplomático, y el ya mencionado Boris Vallaud.
La fama precede, en fin, a una institución cuyo cuartel general fue trasladado a Estrasburgo hace 22 años. En esta bellísima ciudad alsaciana, declarada patrimonio de la humanidad, muy próxima a la frontera con Alemania, hay otras instituciones muy acordes con la ENA. Está, por ejemplo, la impresionante sede del Parlamento Europeo (su gemela se halla en Bruselas), la sede del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y ARTE, la cadena de televisión franco-alemana, una excepción de intelectualidad en el panorama audiovisual. Estrasburgo es la única ciudad de Francia capaz de competir con París en el terreno cultural y educativo con casi 60.000 estudiantes universitarios, teatro, orquesta y ópera. Es el marco ideal para los flamantes enarcas.
La primera sorpresa es, sin embargo, la de comprobar que la sede de la ENA es más bien modesta. Enclavada a orillas del Rin, el edificio es una antigua cárcel reformada que, por obras, ni siquiera dispone ahora de biblioteca. Las aulas son pequeñas; el mobiliario, sencillo. El ambiente, casi nulo. Concertada la cita de EL PAÍS desde hacía un mes (en medio se interpusieron las vacaciones de Navidad y el cambio de ciclo académico), los alumnos están en estos días de enero revisando sus pruebas en pequeños grupos y los directivos de la escuela no quieren que se les moleste.
La cafetería, donde no se sirven comidas, solo bocadillos, refrescos, chocolatinas y cafés, está desierta. Este no es un lugar muy fotogénico, especialmente cuando el gélido frío del invierno reduce los círculos de amigos en el patio de la escuela. La encargada de prensa asegura que algunos de los enarcas extranjeros están dispuestos a hablar con los periodistas. Los franceses no responden a la invitación de hacerlo. Desentrañar los secretos del éxito de una institución como esta parece tarea complicada.
La mayoría de los alumnos, de hecho, no se hallan hoy en la escuela. Están participando en un debate sobre finanzas europeas. En efecto, el imponente hemiciclo está repleto de gente joven. Los escaños los ocupan 1.200 alumnos. Los de la ENA están mezclados con los de la Sorbona y la Escuela de Comercio de París. La sesión la preside la eurodiputada conservadora Anne Sander junto a un nutrido grupo de funcionarios comunitarios, y los participantes hablan del plan Juncker para fomentar el crecimiento en Europa. Como colofón, suena el himno europeo, la Novena de Beethoven, y a renglón seguido, Primavera, de Ludovico Einaudi. Muchos salen del hemiciclo con el brazo en alto, el móvil en la mano, el programa Shazam activado para identificar la pieza.
Parte del secreto de la ENA es esa cercanía con las instituciones, con los funcionarios de alto rango y con los políticos. El resto es una tarea en la sombra, un duro trabajo del que da cuenta uno de los más adultos y entusiastas del alumnado que acaba de comenzar el primer curso en la ENA el pasado 5 de enero. Se llama Xavier Ricard, tiene 42 años, ha trabajado en varias ONG hasta dirigir una de ellas y, finalmente, ha dado un giro a su vida para convertirse en funcionario. Superar las pruebas exige una media de dos años de estudio. Una vez admitido en la ENA, el plan de estudios consiste en hacer estancias de prácticas en instituciones francesas, acudir a clase y superar las numerosas pruebas que hay en el camino. Los que mejores calificaciones obtengan al cabo de dos años serán los primeros en elegir destino. “Somos como caballos de carreras de lujo”, explica Ricard. “Nos cuidan mucho, pero tenemos que rendir en consonancia”.
La combinación es llamativa. El mismo que se sienta en el hemiciclo y toma la palabra (casi siempre en inglés) como si fuera un prócer de la patria malcome después un bocadillo sobre la moqueta de los pasillos del Parlamento repletos de estudiantes. El bocadillo y el refresco son gratis. Es lo que hay. En la clase, en la ENA, uno de los ejercicios consistirá en leer 50 folios y después elaborar un breve informe para el supuesto ministro de turno.
El lujo de la ENA no está en sus instalaciones ni en los servicios de catering que la institución aporte. Mats Goch, un alemán de 26 años tan alto, fuerte y rubio como se espera de un alemán, ha logrado entrar en la ENA y el diploma que obtendrá dentro de dos años le facilitará, cree, lograr un puesto fijo en la Administración de su país. Está feliz de haber conseguido una plaza para este curso. “El marco de este lugar es soberbio”, dice. “Doy clases de inglés con solo cuatro personas. ¡Un lujo!”.
El lujo reside en el nivel de inversión que realiza el Estado francés para formar a sus altos funcionarios. Todos deben poseer título universitario y añadir a sus estudios los dos años de preparación para las pruebas de acceso (derecho público, economía, cultura general, finanzas, política internacional y europea). Solo uno de cada diez aspirantes lo consigue. Una vez superadas, el Estado los considera funcionarios en prácticas, de modo que durante su estancia en la ENA disponen de un sueldo para afrontar los gastos de manutención. Los nuevos cobran 1.399 euros netos al mes. Los que ya son funcionarios (estudian aquí para alcanzar un mayor rango) perciben 2.144. A cambio, los alumnos se comprometen a trabajar para la Administración francesa un mínimo de diez años. Es una forma de recuperar la inversión. Los que se van al sector privado deberán reembolsar una parte.
En general, esa condena de ser funcionarios les parece a los enarcas un privilegio. “Es exactamente lo que quiero hacer”, explica Guillaume Poupeau, de 26 años, que acaba de entrar en la ENA. “Quiero tener una vida interesante”. Poupeau habla cinco idiomas. En su familia hay una cierta tradición de trabajar en el sector del lujo. Si alguien quiere hacerse rico, dice, mejor no ser enarca.
El Estado aporta a la ENA 28 millones de euros anuales. Difícil comparar cifras. Baste saber que el coste medio por alumno universitario en España ronda los 5.000 euros anuales, que es lo que gana un solo enarca nuevo en cuatro meses. Cada año coinciden solo 240 alumnos en la enseñanza básica, la hasta ahora descrita. La mitad está en el primer curso, y la otra mitad, en el segundo. Pero la ENA tiene al cabo del año otros 5.000 alumnos en otros cursos de formación permanente y actividades diversas, la mayoría de pago, y no son baratas. Los acuerdos suscritos con 120 países y las becas permiten el acceso a alumnos extranjeros. Todo ello eleva los ingresos totales de la institución a casi el doble.
Esta escuela infunde un fuerte sentimiento de pertenencia. Este año celebra su 70º aniversario. Fue creada por Charles de Gaulle después de la II Guerra Mundial para reconstruir la Administración francesa, y la ENA difunde el orgullo de dedicarse a la función pública; un mensaje cargado de solemnidad histórica. Su misión: democratizar el acceso a la Administración y fomentar el meritoriaje frente al amiguismo del pasado. Basta echar un vistazo a los nombres de cada promoción para percatarse de ese sentimiento de formar parte de la historia: Francia Combatiente (la primera), Europa, Albert Camus, Stendhal, Jean Jaurés, Guernica (única con reminiscencias hispanas), Derechos Humanos, Averròes, Marie Curie… La elección la hacen los propios alumnos al iniciar el curso. El resultado suele difundirse en la prensa nacional.
Ese ejercicio en principio lúdico es una primera clase práctica. Los 120 alumnos de la promoción pasan tres días en un hotel en los Vosgos. Allí, además de esquiar o bailar por las noches, los estudiantes deben bautizar su propia promoción. Ello les obliga a acordar las reglas del juego, exponer sus argumentos en público y negociar. A la última promoción le tocó esa tarea el viernes 16 de enero, apenas una semana después de las matanzas de París en la revista satírica Charlie Hebdo y en un supermercado de comida judía. Los alumnos estaban tan impresionados que buscaron nombres adecuados a las circunstancias: Gandhi, Libertad de Expresión, Laicidad, Erasmus… “Yo propuse Clemenceau [ex primer ministro francés], pero enseguida me di cuenta de que era problemático para algunos, especialmente para los alemanes, pues él fue partidario de atacar a Alemania en la I Guerra Mundial”, explica Guillaume Poupeau. Ganó la propuesta de otro compañero, Rémi Bochard: George Orwell. Ahora, en la recepción de la ENA, y durante todo el año, el visitante será recibido por una frase del escritor británico: “Hablar de libertad no tiene sentido salvo que se hable de la libertad de decir a los demás lo que no quieren escuchar”.
Los de la promoción George Orwell están a punto de partir. Cada uno tiene ya un destino en una institución francesa o europea. Ricard hará sus primeras prácticas de cuatro meses en la Comisión Europea. Naïma Ramalingom, una simpática francesa de ultramar, estará en la Embajada francesa de Corea del Sur. Alicia Saoudi, que ya es funcionaria, se va a la de Holanda. Hay un lugar para cada uno y en todas esas instituciones les reciben con los brazos abiertos. Saben que van a contar con un nuevo funcionario bien preparado al que además no hay que pagar. Ya lo hace la ENA.
Entre práctica y práctica, las clases en pequeños grupos continúan. La que nos ha tocado en suerte ver es algo peculiar. Los cinco alumnos de la profesora Julie Breeze se sientan unos frente a otros y las cámaras recogen sus intervenciones. Breeze les ha dado documentación y ellos ahora deben representar a cinco países de la UE para discutir sobre políticas de inmigración. Hadrien Haddak habla por Reino Unido; Nicolas Paree representa a Alemania; Lucie Roesch, a Francia; Xavier Rousset, a Grecia, y Paul-François Schira, a Italia.
El debate se desarrolla íntegramente en inglés y Julie Breeze está impresionada por la fluidez con la que los jóvenes se han expresado en un idioma que no es el suyo y con un gran despliegue de matices y habilidad en los razonamientos utilizados. Al margen de la ayuda técnica recibida con anterioridad, siempre hay un lugar para la improvisación. Utilizar la entonación debida, desplegar el gesto adecuado y rebatir un argumento no son detalles que uno pueda aprender en una tarde. Tampoco parece algo estudiado que los cinco rían abiertamente cuando Haddak (Reino Unido) propone pedir a la Comisión Europea un informe a falta de consenso entre ellos. Es la salida propia de los desacuerdos bruselenses.
Los profesores, salvo los de lenguas extranjeras y alguno más, no suelen ser ni fijos ni docentes profesionales. La ENA echa mano de políticos y funcionarios para explicar a los alumnos cómo funciona la Organización para la Seguridad y la Cooperación Europea (OSCE) o cuál es la encrucijada de la Unión Europea. La vista, siempre puesta en sus futuros cometidos profesionales. “No es lo mismo”, les explica el profesor Thomas Guibert a sus alumnos, “elaborar un informe para un portavoz que para un secretario de Estado que se reúne con sus homólogos. El primero tendrá menos margen de maniobra. Los informes también han de ser diferentes si están elaborados para un encuentro bilateral, donde hay más capacidad de debatir, o para uno multilateral, donde tu país probablemente va a tener la opción de hablar poco y una sola vez”.
Una diplomática llamada Nathalie Loiseau es la directora de la ENA. Su despacho, así como el anfiteatro, es una de las pocas estancias de esta escuela que responden a su fama de excelencia. Para ella es importante el hecho de que la ENA forme generalistas y no expertos. Loiseau vivió cinco años en Washington. Trabajaba en la Embajada francesa. Conoce bien la Administración americana y la de su propio país. “A la salida de la escuela”, explica, “los alumnos son capaces de trabajar en equipo y todos comparten el mismo lenguaje, lo que les hace más eficaces. En Estados Unidos, cada agencia, cada departamento tiene su propio sistema de reclutamiento y cuando tienen que trabajar juntos no se conocen. Para preparar un proyecto tardan seis meses. En Francia, siempre que haya voluntad política para sacarlo adelante, el método es más rápido y sencillo. El aparato funciona y es ágil”.
El modelo es exportable y está abierto a otros países. España lo aprovecha poco. Una pena, según Marta Jiménez Blanco, de 48 años, tres hijos y funcionaria de Hacienda, la única española que ha habido en este lugar en siete años. Treinta en total desde 1970. Jiménez Blanco solo estará en Estrasburgo siete meses en un curso de reciclaje, en formación permanente, y alaba el hecho de que aquí se valoren más las habilidades que los conocimientos memorísticos.
El argelino Ahcène Gheroufella, de 32 años, es, sin embargo, de la promoción George Orwell y, como el alemán Goch, cree que sus estudios le servirán para promocionarse como funcionario (ya lo es) en su propio país. En Gheroufella hay además algo de espíritu fundacional. “Aquí intercambiamos ideas y experiencias”, explica solemne, como si estuviera deseoso de participar en la modernización de las estructuras administrativas de su país.
Esos aires de cambio fueron los que impregnaron de manera profunda algunas de las promociones más recordadas de enarcas. Hoy, en Francia, la más famosa de ellas es la promoción Voltaire, de 1978-1980. En 2008, Raoul Peck rodó para Capa Drama, Canal + y Arte una serie televisiva totalmente visionaria. Sobre un relato de ficción de jóvenes inconformistas, los nuevos enarcas de esa época se rebelaban contra los rígidos sistemas de la ENA y se proponían sacudir los vetustos cimientos de la Administración francesa. Muchos vieron en ese relato la sombra de la pareja política más famosa de Francia: el presidente François Hollande y la candidata a la presidencia y ahora ministra de Ecología (además de madre de sus hijos) Ségolène Royal. Los dos eran alumnos de la promoción Voltaire y de su mano ha llegado la primera Administración totalmente socialista desde la derrota de Mitterrand en 1995.
Los alumnos aseguran que apenas hay rivalidad entre ellos. Ciertamente, los mejor cualificados son los primeros en elegir destino, pero algunos afirman que previamente negocian entre ellos para evitar grandes frustraciones. Al fin y al cabo saben que a partir de ahora sus carreras profesionales van a discurrir en paralelo. El mejor ejemplo lo tienen en el propio presidente de la República. La lista de enarcas que trabajan en el Elíseo es amplia. A ellos hay que añadir los consejeros que ya se han marchado, como Aquilino Morelle, Sylvie Hubac o David Kessler.
Pero la promoción Voltaire es especial; casi mítica. Con Hollande y Royal estudiaron en la ENA el ex primer ministro de la derecha Dominique de Villepin, el exministro de Cultura Renaud Donnedieu de Vabres, el presidente del grupo AXA Henri de Castries y los ya citados Jean-Pierre Jouyet y Sylvie Hubac.
Pero la promoción Voltaire es especial; casi mítica. Con Hollande y Royal estudiaron en la ENA el ex primer ministro de la derecha Dominique de Villepin, el exministro de Cultura Renaud Donnedieu de Vabres, el presidente del grupo AXA Henri de Castries y los ya citados Jean-Pierre Jouyet y Sylvie Hubac.
En el anfiteatro de la ENA pone fin a la jornada la charla de Philippe Leglise-Costa. No hay largos prolegómenos. Leglise se sienta solo en la mesa situada en el escenario, se presenta a sí mismo y empieza a hablar de la situación europea: la crisis, el terrorismo, Grecia… Un centenar de alumnos le escuchan. Es el secretario general de Asuntos Europeos y sherpa (negociador) del presidente de la República. En su dilatado currículo hay un dato revelador: también es enarca, de la promoción Voltaire para más señas. Ahora comparte sus conocimientos con las nuevas generaciones cerrando el círculo. Puede que la ENA no sea una escuela del poder, como tituló Peck su serie televisiva, pero se le parece mucho.
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