Los libros arden bien
Las puertas
Tiene los labios agrietados y una sed que no cesa. Entrecierra los ojos por la claridad intensa y contempla cómo arde el mar, que decía el poeta. No lanza siquiera una tregua, una isla, una costa lejana: el agua devora todo a la vista. La travesía está siendo insoportable. Ya han pasado casi tres meses desde que zarpó. Se apoya con una mano en uno de los mástiles de estribor, mareado por la visión. Ya intuye acaso que nunca jamás regresará a Sevilla. Que este es un viaje sin retorno. Luego desciende despacio la escalinata hacia la bodega y columbra, entre sombras, el bulto, tapado por unas mantas de esparto y cruzado por decenas de cuerdas para que la carga no se mueva con el cimbreo. Lo toca por encima de la manta, con cuidado, casi acariciándolo, como quien pasa la mano por el lomo de un animal…
Cuando Juan Pablos (italiano de nacimiento, su verdadero nombre era Giovanni Paoli) llegó a una naciente Ciudad de México en octubre de 1539, mandado por su jefe, el impresor alemán Juan Cromberger, tal vez no imaginaba que él sería uno de los puntales en la utopía que se estaba construyendo en el Nuevo Mundo. Al menos a los ojos de Juan de Zumárraga, el primer obispo de la diócesis de México y principal impulsor de traer la primera prensa de tipos móviles a la Nueva España, pero no a los nuestros, que vemos en aquel control de los libros (desde en la quema de los cientos de códices prehispanos hasta en el registro e inventario de los libros llegados de Sevilla) uno de los síntomas de una obsesión y de un experimento que salió mal. Una prueba, en fin, de los daños que se producen en nombre de la utopía, un sueño recurrente a lo largo de la historia, y que tiene en el dominio del discurso, en su gestión y dirección, una de sus prácticas más habituales. Ya lo estudió Foucault, aplicado a la confesión y al control del sí mismo en su obra inconclusa Historia de la sexualidad; en el virreinato de la Nueva España, en cambio, la palabra precedió a la carne, un lugar donde más que descubrir se aplicó, sobre todo al principio, la mecánica de la tábula rasa. Es falso afirmar el tópico de que los colonos y los misioneros llegados de los reinos de Castilla destruyeron todo o no tuvieron aprecio por la cultura mexica, como luego explicaremos. Pero de lo que no hay duda es de que las Indias permitieron ejecutar, pocas décadas después de la publicación del libro de Tomás Moro, códigos, modelos y leyes para levantar desde cero la nueva casa de Dios. Si encima contaban con el apoyo de Carlos V, metido de lleno en defender la Reforma católica en Europa, más fácil aún. Las encomiendas arraigaron muy pronto como pago para soldados sin jornal; la evangelización, en cambio, era misión de las órdenes mendicantes, sobre todo franciscanos y dominicos al principio, quienes desembarcaron en la Nueva España después del sometimiento de Tenochtitlán. Todo estaba por hacer en la nueva tierra prometida. Y el control de los libros no se pasó por alto.
Al principio el código de vigilancia era muy sencillo: todos los libros que se embarcaban rumbo a la Nueva España debían pasar varios controles de aduanas, como cualquier otra mercancía, tanto a la salida del puerto en Sevilla (más tarde, en Cádiz), como a la llegada en San Juan de Ulúa, el primer puerto español en la Nueva España, en el actual estado de Veracruz. La revisión corría a cargo de funcionarios de aduanas y más tarde incluso de miembros de la Santa Inquisición: hasta ese punto llegaba la asunción de funciones de los policías de la mente. De todas formas, tal como han revelado varios estudios, ambas aduanas eran un coladero. Por las razones de siempre: sobornos, vista gorda, mala vigilancia. Creer que la autoridad (entonces y ahora) es siempre eficiente es pecar de ignorante. Los libros se controlaban, claro que sí, pero seguramente con menos rigor del que queremos creer, pese a aquel famoso Índice de libros prohibidos promovido por la cristiandad, que fue aumentando sus títulos y autores según avanzaba el siglo XVI.
Lo que está claro es que el coste y el tiempo del flete de la mercancía hacía que los libros, que ya de por sí eran caros, fueran un escaso objeto de lujo en la Nueva España. Y aunque Zumárraga ya había comenzado a adquirir numerosos libros para la biblioteca de lo que posteriormente sería la primera universidad de México, tal vez fue el alto precio de los libros impresos lo que hizo que escribiera a Carlos V para convencerle de la necesidad de que la Nueva España tuviera su propia imprenta.
Otra razón de peso fue que Zumárraga quería imprimir sus propios libros, pues de hecho el primer libro que salió de la imprenta en México lo había escrito él: la Breve y más compendiosa doctrina eclesiástica, escrito en dos lenguas, en castellano y nahuátl, la lengua de los mexicas. Un manual para la evangelización, está claro, pero también una herramienta política. Que el poder no estaba solo en quien controlaba los libros que entraban desde los reinos de Castilla, sino también en qué libros nacían y se diseminaban en la joven Ciudad de México, queda claro repasando la lista de los títulos que se imprimirán durante los años iniciales de la primera imprenta en México, casi todos de contenido religioso y legales, aunque en el año 1541 se cuela algo parecido a un reportaje periodístico: Relación del espantable terremoto, un informe sobre el terremoto que en 1541 destruyó el primer asentamiento de la Ciudad de Guatemala.
En cualquier caso, los libros salidos de la nueva imprenta eran muy pocos. Según sus propias cartas, Juan Pablos se quejaba amargamente de las dificultades y las carencias de su oficio, de que la tinta y el papel (enviados por barco desde la Península) no llegaban. Tal vez los herederos de Juan Cromberger, fallecido en 1540 y quien había recibido la licencia real y la exclusiva para imprimir libros en la Nueva España, no veían por ningún lado el negocio. Curiosamente, Juan Cromberger había pagado solo quinientos ducados, «una suma muy modesta para la época, el equivalente a cinco esclavos negros», según las palabras de «La primera imprenta en México y sus oficiales» de Clive Griffin (el mayor experto en la familia de los impresores Cromberger), quinientos ducados que se fueron en el traslado de la prensa, la tinta, los tipos móviles (muchos de ellos usados y gastados), el papel y en el pasaje de cuatro personas: Juan Pablos, el cajista; Gil Barbero, tirador de prensa; un esclavo llamado Pedro, presumiblemente el batidor de prensa; y por último la mujer de Juan Pablos, Jerónima Gutiérrez, quien se ocupó de la regencia de la imprenta, ubicada en una casa propiedad de Zumárraga (a cuatro pasos de la actual catedral de las ruinas del Templo Mayor). Es cierto que por lo visto Juan Cromberger había recibido a cambio de sus servicios el uso de unas minas de plata en Sultepec y Taxco, pero una vez conseguidas, ¿qué obtenían manteniendo el suministro de materiales para la nueva imprenta? Las ganancias eran escasas y el monopolio del comercio de libros impresos de Sevilla a Nueva España, que también le había ofrecido Zumárraga como pago, no parecía suficiente, así que en 1545 finalizó la exclusiva de impresión de Cromberger (durante la cual los libros impresos en la Nueva España tuvieron el sello de de «imprenta de Juan Cromberger») y Juan Pablos recibió una propia, por lo que pudo imprimir los libros con su propio nombre y no tuvo que rendir cuentas a los hijos de su antiguo patrono. Y aunque la primera imprenta en América no obedecía a un criterio de rentabilidad económica (el cliente principal era Zumárraga, sin duda), en la escasa difusión de los libros no estaba solo el problema de los costos. De hecho, desde que Juan Pablos obtuvo su propia licencia, los títulos y ediciones aumentaron (aunque es imposible saber el tiraje de las impresiones), y tan mal negocio no sería cuando, y según los datos manejados por Griffin, los maestros impresores cobraban cuatro y cinco veces más en la Nueva España que lo que hubieran cobrado en Europa. Un caso claro de fuga de cerebros, diríamos ahora.
En cualquier caso, Zumárraga soñaba con una biblioteca (para la que llegó a acumular cuatrocientos volúmenes) en la que entrara solo lo que él decidiera, como en ese relato de Kafka, Ante la ley, en el que las puertas están cerradas al extranjero que llega. O eso cree él.
La biblioteca
Durante mucho tiempo los pocos libros que circularon por América eran libros viajeros, traídos entre el equipaje, las mercancías y los sacos de víveres de las bodegas de los barcos que cruzaron el Atlántico. Hay un texto fabuloso, Los libros del conquistador (Fondo de Cultura Económica) de Irving Leonard, que recoge algunos de los inventarios de los libros de los que se tiene registro en el Archivo de Indias, y donde podemos constatar que la mayoría eran libros eclesiásticos y legales, pero que también había libros de caballerías. El entretenimiento era fundamental, obviamente, y más cuando sabemos que se leía en voz alta, rodeado de oyentes, muchos de ellos analfabetos. El ensayo de Irving Leonard sostiene de hecho que estas lecturas (o escuchas) de los soldados y primeros colonos de América alimentaron el imaginario del nuevo continente. Ante lo desconocido, ante los mapas que se iban dibujando al paso de los conquistadores, los libros de caballerías fueron decisivos en el trazado mental de los nuevos territorios o en la invención de América, como dijo el mexicano Edmundo O’ Gorman. El argumento clásico es la toponimia: que California, por ejemplo, tomó su nombre de una isla aparecida en Las sergas de Esplandián de García de Montalvo, o que unas supuestas amazonas atacaron a Francisco de Orellana y a sus hombres cuando navegaban un río, y por eso el nombre con el que lo bautizaron. En fin: la ficción precedía al territorio, o dicho de una manera más juguetona, los límites de mis lecturas son los límites de mi pensamiento. Pero no hace falta ponerse tan estupendo: los exploradores llamaban a las cosas con lo que conocían, como no puede ser de otra forma, y ahí intervenía la fabulación de las novelas de caballerías, pero también la toponimia de sus tierras de origen, de Medellín a la Nueva Vizcaya. De todas formas, la tesis de Irving está ya cuestionada (la toponimia tomada de la épica era muy grata y muy útil al poder político), aunque la belleza de su teoría es intachable.
Libros religiosos y legales, libros de viajes, de fantasía y de caballerías, como muchos de los ejemplares de la primera edición del Quijote, que viajaron a América a acompañar las tardes de los soldados. De lo que no se habla tanto es de que junto a estos libros impresos (y otros miles manuscritos, de los que apenas tenemos constancia) existían rollos de amate que los sacerdotes mexicas atesoraban en sus templos y lugares de culto, lo que nosotros conocemos a secas como «códices», y que eran de alguna manera los libros de los aztecas. Y digo «de alguna manera» porque estos códices aztecas, a diferencia de los manuscritos mayas, carecen de escritura, y los expertos ni siquiera la consideran ideogramática o logosilábica, como la china, o próxima a los jeroglíficos egipcios. Son, básicamente, pictogramas, ilustraciones, o, si prefieren, narraciones gráficas de la época, pues cuentan una historia. Pues bien, casi todos estos códices, que apenas tenían lectores o descifradores, ya digo, que circulaban casi exclusivamente entre los sacerdotes aztecas y los reyes, serán destruidos y quemados. No debería sorprendernos, por supuesto: de la destrucción de los ídolos de la religión azteca es lógico que se pasara a la eliminación de los signos considerados paganos, contrarios al culto cristiano. Sin embargo, claro, a nuestra mentalidad contemporánea esto le espanta, porque dichos códices no dejan de ser cultura, memoria viva, arte, historia. Libros. Para el hombre de la Edad Moderna, en cambio, enfrascado encima en la llamada Reforma católica que iniciaría Carlos V y que continuaría su hijo Felipe II, la intención cuenta más que el objeto y, por tanto, eran concebidos como señales del demonio, como aparece en muchas de las descripciones de Bernal Díaz del Castillo en su crónica Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. No encendían, en fin, la imaginación de los conquistadores solo los libros de caballerías, sino sobre todo la educación cristiana (sustentada tras décadas de guerra religiosa en la Península). Zumárraga, que había sido «represor de brujas» en su Vizcaya natal, sabía bien lo que hacía cuando mandó quemar en una hoguera pública en 1530 cientos de ídolos y códices aztecas. Décadas después, en 1562, en lo que se llamó el Auto de Maní, un inquisidor en la península de Yucatán, Diego de Landa, mandó quemar ídolos mayas y cientos de códices en un acto tan sagrado para los cristianos como cargado de odio y violencia para los que no lo eran.
Hay siempre en estas ceremonias de destrucción (como las famosas quemas de libros emprendidas por Hitler) rasgos de la distopía, pero también algo de la repetitiva abolición del pasado, como en ese famoso texto de Borges titulado La muralla y los libros, acuérdense, en el que el emperador chino que «ordenó construir la casi infinita muralla china» fue el mismo hombre que «dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él». En un proyecto similar se embarcó Zumárraga: este, en dos operaciones «que de un modo secreto se anulan», emprendió el catálogo de una ambiciosa biblioteca y al tiempo mandó quemar todos los libros paganos, en un empeño absurdo que se repite con terquedad a lo largo de nuestra historia, pues una nueva civilización, para asentar sus cimientos, suele nutrirse de las cenizas de la anterior. Suena lírico, pero es estrictamente descriptivo.
La cocina
Este relato de libros viajeros y libros quemados tiene, sin embargo, un desenlace esperanzador, contrario a esas famosas tesis de la historia de Walter Benjamin, porque aquí al final no late la destrucción, sino la resistencia. Es también donde abandona su ropaje histórico para volverse un drama de personajes y pura conjetura narrativa.
Zumárraga mandó quemar los libros, pero no imaginaba que, décadas después, su ceremonial del odio no provocaría la admiración en muchos de los sacerdotes llegados a propagar la palabra de Dios. Más bien, todo lo contrario.
Siempre me ha fascinado en toda esta historia cómo el personal de recursos humanos que eligió a los primeros mandatarios religiosos para el Nuevo Mundo tenía muy en cuenta sus trabajos para la Inquisición. La experiencia en este campo puntuaba alto, por lo visto. Juan de Zumárraga, sin ir más lejos, había comandado exorcismos en tierras vascas; Andrés de Olmos, el autor de la primera gramática en náhuatl, escribió un tratado de hechicería y sortilegios; Diego de Landa, de quien ya hemos hablado, había trabajado también para el Santo Oficio. En fin, aquellos que habían combatido al demonio con ahínco, tenía más posibilidades de ser reclutados para las Indias, parece.
Sin embargo, los hechos se empeñan en demostrarnos que los dogmas siempre chocan con lo humano, pese a las tesis oscurantistas (y ya cuestionadas) de José Toribio Medina, el autor que dedicó más páginas a la historia de la imprenta en América.
El más famoso de todos estos conjurados contra la cerrazón mental fue, por supuesto, Bartolomé de las Casas, cuyos informes en contra de las violaciones de derechos de los indios, su famosa Brevísima relación de la destrucción de las Indias, condujeron a un debate teológico en Salamanca sobre el alma de los indios que dejó, entre tanta cháchara, el compromiso de un mayor respeto de los encomenderos con los indígenas que trabajaban sus tierras. Y aunque se puede discutir la eficacia de dicha resolución, no se puede negar la aprobación de los primeros documentos legales en defensa de los indígenas: Bartolomé de las Casas consiguió más de lo que nuestro pesimismo quiere reconocer.
Por otro lado, un personaje menos famoso que Bartolomé de las Casas persiguió durante años un proyecto tan ambicioso como necesario: una enciclopedia del Nuevo Mundo, un libro que recogiera, desde la agricultura hasta la religión, las maravillas que encerraban las tierras conquistadas. Su artífice, además, comenzó su trabajo en náhuatl porque operaba a la manera de un antropólogo de la época: recogía testimonios y datos de los indígenas, la mayoría alumnos suyos, a los que entrevistaba y consultaba. Ese libro desaforado, compuesto por doce volúmenes, Historia general de las cosas de la Nueva España, lo comenzó un misionero franciscano, Bernardino de Sahagún, cuya humildad material era inversamente proporcional a su hambre de conocimiento. Y aunque su proyecto quedó inconcluso por culpa, parece, de los recortes de la época en el centro religioso de Tlatelolco, o por las acusaciones , según otras teorías, de apología del paganismo, los tres ejemplares que se conservaron (manuscritos, por supuesto) son la prueba palpable de una fascinación por la cultura mexica que estaba recién empezando.
Otro caso interesante es el antiguo inquisidor Diego de Landa, que consagró varios años al estudio de la cultura maya y a la escritura de una relación pionera en el análisis del sistema matemático y del calendario de esa civilización. Curioso que el responsable de la quema de tantos códices en el Auto de Maní luego investigue con rigor a los que él acusó de paganos y salvajes. O ambas acciones eran compatibles en su fe o siempre hay tiempo para el arrepentimiento, como sabe todo cristiano.
Al final, tal como cuenta el historiador cultural Peter Burke en su libro Renacimiento, todo proceso de hegemonía cultural lidia con formas de resistencia, de desobediencia, de traducción libre y creativa de la aculturación colonial. No hay dominación plana o puramente autoritaria. Jamás. El dominado intenta imponer, en la medida de sus posibilidades, como sabemos desde Gramsci, sus preferencias y sus ideas. Y al igual que los hijos de los caciques indígenas, educados en latín y en castellano en Tlatelolco, usaron la herramienta de la escritura del conquistador, el alfabeto romance, para fijar un conocimiento que de otro modo se hubiera perdido o hubiera costado mantener desde la oralidad (y crearon nuevos códices manuscritos), un puñado de hombres dedicados a la palabra combatieron la estrategia inicial de la tierra quemada y la destrucción. Estudiaron, admirados, los engranajes de la cultura azteca y optaron por preservar ese conocimiento y protegerlo.
Juan Pablos murió en 1560, un año después de que uno de sus aprendices, Antonio de Espinosa, se marchara de su taller y consiguiera una licencia para fundar otra imprenta, la segunda en México. El monopolio terminó, aunque no será hasta 1580 cuando se abra la siguiente imprenta en América, en la ciudad de Lima. Como escribió una vez Manuel Rivas parafraseando a Bulgákov, tal vez se dieron cuenta de que los libros arden mal.
(Gracias a Jesús de Prado Plumed por las sugerencias y la revisión historiográfica meticulosa).
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