En "El Día de Córdoba":
Tributo a la integridad
Vargas Llosa vuelve a los escenarios peruanos para proponer un trepidante folletón que celebra el esfuerzo, la honradez y el callado heroísmo de los ciudadanos con principios
IGNACIO F. GARMENDIA | ACTUALIZADO 15.09.2013Mario Vargas Llosa. Alfaguara. Madrid, 2013. 392 páginas. 19,50 eurosDe varias de las últimas novelas de Vargas Llosa, un autor en la cima de su prestigio que podría haberse retirado hace tiempo a vivir de las rentas, se ha afirmado que no estaban a la altura de sus logros anteriores. Es una apreciación desnortada o injusta que implica pasar por alto el valor de obras como La fiesta del Chivo o El sueño del celta, no menores en calidad ni ambición a las mejores novelas del peruano, que no son sólo, contra lo que afirman algunos, La casa verde y Conversación en la Catedral. Como el excelente crítico que también es, Vargas Llosa tiene un dominio absoluto de las técnicas narrativas y no hay novela suya que no contenga una lección al respecto. Tras el épico relato de las andanzas de Roger Casement, donde recorría tres continentes para retratar el Congo, la Amazonía y la convulsa Irlanda de principios del siglo XX, Vargas ha regresado en El héroe discreto a los escenarios del Perú que protagonizan buena parte de su obra narrativa. Lo ha hecho además retomando algunos de los personajes que conocíamos de otras novelas suyas, como el entrañable sargento Lituma (La casa verde, mencionada aquí de pasada, o Lituma en los Andes) y la familia formada por don Rigoberto, Lucrecia y Fonchito (Los papeles de don Rigoberto, Elogio de la madrastra), ahora situados en un país donde el aumento de la prosperidad ha multiplicado los delitos.
A grandes rasgos, El héroe discreto puede definirse como un folletón "con mensaje" y final feliz. Así dicho, no suena demasiado prometedor, pero hay que leer la novela para comprobar hasta qué punto ese dominio del oficio logra transformar una trama de corte costumbrista y trasfondo policiaco en un trepidante "culebrón" -así lo califica, no sin ironía, don Rigoberto- que "sigue y se enrevesa cada día más y más". Vargas nos cuenta dos historias paralelas que acaban confluyendo, luego de sucesivos lances más o menos rocambolescos, en un desenlace inesperado. La primera transcurre en la ciudad de Piura y se refiere a Felícito Yanaqué, pequeño empresario transportista que a partir de unos orígenes más que modestos ha logrado levantar, con gran esfuerzo y dedicación, un negocio saneado que marcha viento en popa hasta que su dueño sufre el intento de extorsión por parte de una banda de mafiosos que firma sus mensajes con una araña. La segunda se sitúa en Lima y tiene como protagonistas a Ismael Carrera, anciano magnate que dirige una aseguradora y se gana la animadversión de sus dos hijos -apodados "las hienas" por su carácter pendenciero- cuando decide contraer matrimonio con su sirvienta, y a la familia de Rigoberto, que está a punto de jubilarse de la aseguradora y planea dedicarse a los placeres intelectuales una vez liberado de la oficina.
Los capítulos alternan las dos historias y es digna de elogio la forma en que Vargas hace avanzar las tramas respectivas, cerrando cada una de las entregas con la expectativa de una revelación inminente, al modo de los feuilletons en los que se inspira. Es tal la eficacia del engranaje que el lector siente más de una vez la tentación de saltarse el capítulo que corta el desarrollo de la historia que está leyendo para saber qué pasa a continuación, pero no más ha empezado las líneas del capítulo siguiente recupera el interés suspendido por la otra historia, de manera que la competencia entre ambas funciona como un poderoso estimulante. Vargas ha reivindicado más de una vez los procedimientos de la narrativa popular y es obvio que se ha servido de ellos para dar forma a El héroe discreto, pero lo es también que en sus manos el folletón -a propósito de sus desventuras y las de la sirvienta, Felícito piensa en las "películas de mucha acción"- adquiere una altura literaria inaccesible para narradores menos diestros, no sólo en lo que se refiere a la brillantez del lenguaje. Por una parte el humor -compasivo, de estirpe cervantina- y por otra la frecuente convivencia de varios planos narrativos, en diálogos o monólogos interiores que corresponden a tiempos distintos pero se presentan unos a continuación de otros, sin que ello dificulte la lectura, elevan la novela a la categoría de sofisticado melodrama. En ocasiones el realismo de Vargas desafía la verosimilitud -dos de las personas más buscadas de Perú acaban coincidiendo en una misma casa-, pero lo hace de una manera elegante, justificada y en definitiva creíble.
Otro de los grandes atractivos de la novela tiene que ver con la probada maestría del autor para caracterizar a sus personajes, perfectamente descritos y no de una vez. Conforme avanzan las historias, vamos teniendo noticias de su pasado, de episodios que explican el camino por el que han llegado a ser como los vemos. Tenemos así noticia de la juventud de Lituma cuando alternaba con los "inconquistables", antes de trabajar a las órdenes del rudo pero eficaz capitán Silva, incansable admirador del generoso poto de Josefita, la secretaria de don Felícito. De los hijos y la mujer de este, uno de los cuales, el más presumido, ha salido "blanquito" pese a que los padres son cholos. De la santera Adelaida, cuyas "inspiraciones" guían los pasos del obstinado transportista. De su amante Mabel, a quien el señor Yanaqué ha puesto piso y visita varias veces a la semana. Del pulpero chino Lau, que lo inició en la práctica del Qi Jong antes de morir como un perro. De don Ismael y sus hijos, expulsados de la empresa familiar debido a su vida disipada e incapaces de aceptar que Armida, la empleada doméstica convertida en insospechada madrastra, vaya a heredar su fortuna. De los viejos conocidos Rigoberto y Lucrecia, cuyo hijo, Fonchito, ha conocido a un fantasmal señor Edilberto Torres, del que no llegamos a saber si es una invención del muchacho o un pervertido que busca su compañía o el mismísimo diablo, como llega a pensar su padre.
"Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo". Desde la miseria más insondable, el padre de Felícito, que se sacrificó hasta la extenuación para dar una educación a un hijo tan pobre que no usaba zapatos, le dio este único consejo que el futuro empresario ha seguido a la letra. Por eso se niega a aceptar la extorsión aunque le cueste la vida. También se mantiene firme el hedonista Rigoberto, que sufre las consecuencias de ser fiel a la amistad y los principios. O Carrera, que ha podido escuchar cómo sus propios hijos le deseaban la muerte, cuando decide tomar las riendas de su destino sin ceder a los prejuicios de clase. Son personas muy distintas, pero comparten la integridad, la voluntad de resistencia. A Felícito le dice su abogado que es "un hombre ético" y el honrado transportista piensa que debería comprar un diccionario. A ello se refiere el heroísmo del título, porque las "ocurrencias truculentas" que sustentan la trama de la novela sirven a un propósito moral, exento de moralina. Estamos acostumbrados a la temeraria idealización de los criminales sin escrúpulos, cuando, viene a decirnos Vargas, son los ciudadanos que se les resisten quienes merecerían gratitud y homenaje.
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