Enrique Vila-Matas
ENRIQUE VILA-MATAS 10 JUN 2013
Hay escenas de nuestro pasado que con el tiempo, al disponer de datos que no teníamos cuando las vivimos, adquieren una imprevista mayor profundidad. Una de ellas la sitúo en 1963 en el 87 del Paseo de Gracia, en la desaparecida librería francesa de Barcelona. Unos compañeros de colegio me llevaron a ella y allí, ante mi absoluta sorpresa, tras un intercambio de consignas, el dependiente de mono azul sacó de debajo del mostrador libros de Sartre y Camus prohibidos por la censura franquista.
Me sorprendió tanto la aparición súbita de lo prohibido que la escena me quedó muy grabada. Cuando años después leí que L’Encyclopédie fue prohibida en Francia en 1759 y los libreros de París la vendían sacándola de debajo de sus mostradores, me di cuenta del hilo directo que unía aquel gesto librero del XVIII con aquella escena de los años sesenta en la reprimida Barcelona.
Un hecho, por banal que sea, es la consecuencia de otros que lo precedieron. Por eso me gustan esos dibujos de William Kentridge en los que deja siempre deliberadamente una huella del dibujo anterior. Es como si dijera: no quiero esconder que a este dibujo le han precedido otros muchos y viene de ellos.
Cuando en mayo del 78, tras una gestión de Beatriz de Moura, pude entrevistar a Salvador Dalí en su casa de Cadaqués, el pintor me insistió mucho en un cuadro veneciano: “Hace un rato, poco antes de que usted llegara, he vuelto a ver ese cuadro de Giorgione, La tempestad. Hay un soldado y una mujer desnuda que lleva un niño. Es un cuadro decisivo, aunque mis paisanos no lo saben”.
¿Decisivo? Aunque disimulé, yo tampoco sabía quién era Giorgione. Años después, vi La tempestad en la galería de la Academia de Venecia y descubrí que era un cuadro muy enigmático, con aquella escena extraña de un hombre y una mujer (sin relación entre ellos) en primer plano, y ese fondo de inminente tormenta.
Ayer, aquella entrevista daliniana adquirió para mí una imprevista mayor profundidad. Fue cuando casualmente leí la recomendación que Mallarmé le hizo a Édouard Manet y que para algunos fundó el arte de nuestro tiempo: “No pintes el objeto en sí, sino el efecto que produce”.
Enseguida me acordé del Manet de El ferrocarril, aquel cuadro que dejó pasmados en su momento a los críticos. En él, una joven madre nos mira mientras su hija, de espaldas, contempla la nube de vapor que deja el tren a su paso. En un primer plano, la niña que nos da la espalda. Más al fondo, la gran nube de humo que ha dejado el tren que circula por el centro de París.
Me di cuenta de que la estructura narrativa de El ferrocarril recordaba a La tempestad. Busqué y vi que no andaba equivocado, mucha gente lo decía. Y entonces pensé que a ese cuadro de Manet quizás solo le faltaba una huella que alguien hubiera dejado en el propio cuadro, una traza de Giorgione para que se viera el hilo directo entre los dos, del mismo modo que al Desnudo bajando la escalera, de Duchamp, le iría muy bien una huella de Manet para adquirir mayor profundidad. ¿Y no sería que Dalí, perdido en una España tan oscura como la actual, quiso señalarme aquel día el efecto que inauguró la modernidad, el decisivo efecto Giorgione?
Si en este país hoy vivimos bajo mínimos en cultura (en literatura, por ejemplo, muchos de nuestros copistas de la realidad se hallan en la prehistoria), algo tendrá que ver con todo esto que no tuviéramos Ilustración ni Mallarmé y sí en cambio libros prohibidos hasta finales del siglo pasado. Ya solo por eso, deberíamos en el dibujo de nuestra crisis de hoy incluir las huellas de nuestros dibujos anteriores, las trazas que señalen el hilo directo que une a los desastres del pasado con la actual suicida negación de la modernidad, tan visible en gloriosos sectores de nuestro gürtel cultural. Para que al menos se sepa de qué lodos vienen estos fangos, de dónde viene tanto bochorno de siglos.
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