lunes, 1 de julio de 2013

PRENSA CULTURAL. Sobre la revista "Cántico". Luis Antonio de Villena


   En la revista "Mercurio" (marzo 2013):
Una y varias aventuras estéticas
Las dos etapas de la revista Cántico, correspondientes a los años 1947-1949 y 1954-1957, no cubren todos los logros de una poética que tuvo feliz continuidad en las décadas posteriores.
LUIS ANTONIO DE VILLENA
   Según alguna vez me contaron varios de los miembros de la revista cordobesa Cántico, su espíritu e idea motriz se fue fraguando lentamente, a partir de 1942, entre un grupo de amigos que amaban la poesía, pero que no se sentían representados bien en ninguna de las múltiples revistas poéticas del momento. Las reuniones musicales en casa de don Carlos López de Rozas (y el hermoso libro manuscrito que salió de ellas), más el talante proselitista y culto del mayor de todos esos amigos, Juan Bernier (1911-1989) son las raíces más aparentes de lo que pronto sería Cántico, una revista —con buenos ilustradores también— que no iba contra nadie, nunca manifestó ninguna belicosidad, pero que sí tenía sus preferencias, que muy pronto no iban a ser las del momento.
    Amparados en la tradición simbolista y modernista, en el Gide liberador de Los alimentos terrenales, en el Juan Ramón menos hermético y en parte de la tradición más sensual del 27 (evidentemente el Cernuda de Invocaciones), Cántico representará la opción de una poesía sensual, esteticista y neobarroca, que conoce las novedades del surrealismo y de la mejor modernidad. Los poetas que estaban a punto de ser Cántico se presentaron todos al premio Adonais (entonces el más prestigioso de la época) en 1947. Año que ganó José Hierro con Alegría. Quizás ese fue el último timbre para sacar la revista cuyos fundadores son Juan Bernier, Ricardo Molina y Pablo García Baena, a los que habría que añadir a Julio Aumente, siempre un poco más libre, pero amigo de todos y en igual comunión estética. Así es que el primer número de Cántico con la portada de un ángel barroco hecha por Miguel del Moral, salió en octubre de 1947, con poemas, dibujos o traducciones de todos los integrantes, incluido Ginés Liébana. Julio Aumente, por ejemplo, traduce un poema y escribe una nota sobre el poeta simbolista, O.W. de Lubicz Milosz, príncipe lituano que escribió en francés. Alguien ha sugerido que cierto denominador común del grupo Cántico lo daba el hecho de que todos sus integrantes fueran homosexuales, menos el poeta de Bujalance, Mario López. Cántico tenía ya su voz y su estilo, visible también en algunos de los suplementos que publicó, empezando por Aquí en la tierra (1948), uno de los libros mejores de Bernier, versicular y celebratorio de la vida gozosa, y el mismo año con otros dos no menos significativos: Elegías de Sandua de Ricardo Molina y Mientras cantan los pájaros, que será el segundo libro de Pablo García Baena.
   La primera etapa de Cántico, siempre abierta a muchos y plurales colaboradores (incluido alguien tan aparentemente lejos como Gabriel Celaya), se cerró en enero de 1949, pero sin haber dejado de defender sus postulados estéticos que, en ese momento, otros pudieron sentir como “fracasados” o al menos periclitados, ante el avance poderoso de la poesía existencial que nació con Hijos de la ira de Dámaso Alonso —por lo demás amigo de Cántico— pero sobre todo por el empuje de lo que se llamó “poesía social”. Pese al apoyo explícito de Vicente Aleixandre, desde el segundo número, ¿no estaba aquel proyecto, generoso y pulcro, fuera ya de onda? Este será el sambenito que perseguirá a todos los poetas de Cántico (sobre todo ya en los años cincuenta) hasta conseguir el silencio y la preterición de todos, menos de Ricardo Molina (1916-1968) que defendió hasta su prematuro fin las fronteras. Molina será el único de Cántico —y precisamente el más activo, el más relaciones públicas del grupo— que no llegó plenamente a ver el renacimiento, el retorno y el éxito de una estética que tuvo mucho de unitario pero que es distinta en cada poeta. La primera etapa de Cántico —sin duda la más brillante— se cierra con algunos de los mejores libros de sus autores ya publicados: Aquí en la tierra de Juan Bernier, Las elegías de Sandua Corimbo (1949) de Ricardo Molina, Mientras cantan los pájaros (1948) y Antiguo muchacho (1950) de Pablo García Baena…
   Con todo, los integrantes de Cántico —pese a vientos poco favorables— no se dieron por vencidos, ya que la revista (ahora con una portada algo más social, obra de Rafael Álvarez Ortega) reaparece en su segunda época, en abril de 1954 y durará, con alguna mayor irregularidad, hasta el número 13, el único que aparece en 1957. Al frente siempre los nombres de Ricardo Molina, Pablo García Baena y Juan Bernier, dentro todos los demás y más amplitud de colaboradores. Pero Cántico tuvo que cerrar y quedó solo en la memoria de sus poetas y dibujantes hasta que —hablo de la revista, no de la estética— Abelardo Linares, por encargo de la Diputación Provincial de Córdoba, editó las dos épocas en un volumen facsimilar en 1983. Claro que, para entonces, Cántico (una manera de decir sus poetas) ya estaba en el haber de la más inquieta y renovadora poesía española joven. La segunda época de Cántico dejó nuevos libros importantes de sus autores, Elegía de Medina Azahara (1957) de Ricardo Molina, Junio (1957) de Pablo y los estrenos de Mario López, Garganta y corazón del sur (1951) o El aire que no vuelve (1955) de Julio Aumente. Pero como revista, el gran logro de la segunda época de Cántico es el número de agosto-noviembre de 1955 dedicado a Luis Cernuda. El primer homenaje español que recibirá el poeta sevillano desde su exilio, y que agradeció sentidamente aunque su obra fundamental siguiera pareciendo Invocaciones. En ese número colaboraron todos los poetas de Cántico más el aguilarense Vicente Núñez, que escribió el ensayo que más gustó a Cernuda, y que aunque no era propiamente de Cántico siempre estuvo cerca.
   Como he dicho, Cántico fue una estética una y plural y no todos sus poetas (siendo buenos) tienen la misma talla. Juan Bernier —autor póstumo de un singular Diario íntimo— es sobre todo el poeta celebratorio de sus inicios y el adorador de la belleza joven que se muestra en los poemas inéditos —de los primeros años setenta— que aparecen en su no muy bien hecha recopilación de 1977, Poesía en seis tiempos, quedando por debajo sus intentos sentidos de poesía social, y su final librito metafísico. También el lírico delicado y neorromántico que es el primer Ricardo Molina, queda en general bastante por encima de sus libros finales, como el último (1967) A la luz de cada día. Sin duda Pablo García Baena —nacido en 1923 y el único hoy dichosamente vivo— es el poeta más regular y más alto, exquisito neomanierista, lleno de símbolos y de fulgor de palabras. Sus últimos libros, desde Antes que el tiempo acabe (1978) hasta Los Campos Elíseos (2006), no han supuesto nunca bajada ninguna. Julio Aumente (1921-2006) —personaje original y extraordinario— se estrenó con dos buenos libros neobarrocos y vitalistas, El aire que no vuelve y Los silencios (1958). Cuando tornó a publicar pecó de recoger demasiados poemas dispersos del pasado, pero su genuino libro nuevo —que yo prologué—, La antesala (1982), es uno de sus mejores… Luego —fue el poeta de Cántico que, aparentemente, más giró en su estética— escribió una poesía transgresora y renovadora, que tiene que ver con la vida de modernos adolescentes marginales y su singular germanía, todo lo cual (aunque abundan las plaquettes) puede sintetizarse en su libro El canto de las arpías de 1993 o en el final Rollers de 2004. 
   No, Cántico nunca fue una mera unidad. Mario López (1918-2003) fue siempre un honesto y claro poeta de queridos tintes rurales, como demuestra en Del campo y soledades de 1978. En Mario López, en su voz de casino provinciano, está todo Cántico, pero desde otro escorzo. Sensorial, sensitivo, pero también metafísico, Vicente Núñez —lo dije ya— no era de Cántico pero es lógico que terminara siéndolo fuera de cronologías. Uno de sus mejores libros, Ocaso en Poley, no disuena del grupo pero le da cierta allendidad, que alguna vez se ha emparentado, ocasionalmente, con Rilke. Yo incluí a Vicente Núñez (1926-2002) en mi antología El fervor y la melancolía. Los poetas de ‘Cántico’ y su trayectoria (Vandalia, Fundación José Manuel Lara, 2007) porque me lo sugirió Pablo García Baena, pero además porque traté mucho a Vicente y estaba convencido —y lo sigo estando— de esa cercanía algo periférica…
   Fueron los poetas “novísimos” en general, y algo más en particular Guillermo Carnero y yo mismo, quienes más contribuimos (a partir oficialmente de 1976) a sacar poco a poco a los variados poetas de Cántico y a su original revista, del enorme, casi absoluto olvido en que por aquellas calendas, y antes desde luego, habían caído. Creo que acertamos. Los poetas de Cántico son un episodio fundamental en nuestra poesía del siglo XX. Y Pablo García Baena es hoy, sin discusión, el más puro de nuestros poetas vivos.

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