En "El País":
Fortuna de Giovanni Boccaccio
A siete siglos del nacimiento de Boccaccio, los escritores y ensayistas Alberto Manguel y Carlos García Gual reivindican no solo su dimensión literaria, sino también la del pensador y el humanista
ALBERTO MANGUEL 4 JUL 2013
La Fortuna, como los contemporáneos de Boccaccio bien sabían, hace que, para la posteridad, nuestra persona sea pocas veces la que nosotros imaginamos. Boccaccio se definió a sí mismo ante todo como poeta, como estudioso de las lenguas, como pensador, y sólo en última instancia como narrador: la ficción le importaba menos que la filosofía y la historia, o le importaba sobre todo como vehículo para la filosofía y la historia.
Fue un precursor iluminado de la gran literatura renacentista, y pudo escribir tanto en el latín de su amado Cicerón como en la nueva lengua toscana que compartió con Dante y Petrarca. Este último fue su maestro y lo incitó a conocer los clásicos paganos, pero Dante fue su ídolo. Como crítico literario, Boccaccio fue uno de los primeros y más astutos lectores de Dante, y el autor de su primera importante biografía, estableciendo el método de lectura de la Comedia (a la cual dio el epíteto de “divina”) empleado aún hoy por los especialistas dantescos, que consiste en analizar el poema canto por canto y verso por verso (antes de su muerte en 1375 sólo llegó a comentar los diecisiete primeros cantos del Infierno). Como lingüista, Boccaccio se convirtió en uno de los más ardientes defensores de la lengua y la literatura griegas en Italia, ufanándose de haber rescatado a Homero para sus contemporáneos. Como narrador, compuso una de las primeras novelas psicológicas, la epistolar Elegía de Madonna Fiametta y también, sobre todo, una de las más entretenidas colecciones de cuentos de todos los tiempos, El Decamerón.
Los herederos de Boccaccio son numerosos y a veces inesperados. En Inglaterra, Chaucer compuso sus Cuentos de Canterbury inspirado en su lectura de El Decamerón, y Shakespeare conoció su Filostrato antes de escribir Troilo y Crésida. Sus Poemas pastorales ayudaron a popularizar en Italia el género que luego retomaron Garcilaso y Góngora en España y su humor, inteligencia y desenfado pueden sentirse en autores tan diversos como Rabelais y Bertold Brecht, Mark Twain y Karel Capek, Gómez de la Serna e Italo Calvino.
Es sorprendente que sólo El Decamerón haya sobrevivido al descuido y a la pereza de los lectores y si hoy, ocho siglos después de su nacimiento, decimos que Boccaccio es un clásico, es a esa prodigiosa colección de narraciones que el autor debe su fama. El resto de sus notables escritos —desde su revolucionario compendio prefeminista, Acerca de mujeres famosas, hasta su monumental Genealogía de los dioses paganos— han sido mayormente olvidados. Su obra más célebre, El Decamerón, es recordada menos como un gran fresco literario, inmenso retrato de la apasionada y compleja Italia del siglo XIV, que como una recopilación de anécdotas más o menos escabrosas, juzgadas obscenas. Para la mayoría del público, sobre todo para aquellos que no lo han leído, El Decamerón consiste exclusivamente en bromas soeces, adulterios, infidelidades y orgías protagonizadas por campesinos priápicos, aldeanas ninfómanas, nobles insaciables, curas lúbricos y monjas desvergonzadas.
Casi desde su difusión inicial, la censura contribuyó en no poca medida a la celebridad de Boccaccio. El Decamerón fue condenado desde el púlpito, incluido en el Index de la Iglesia católica, tachado de pornografía por las autoridades aduaneras del mundo entero y echado a la hoguera en sitios tan diversos como el sur de Estados Unidos y la China de Mao. Durante el franquismo, audaces libreros vendían a escondidas ejemplares pirateados, empaquetados en papel marrón.
Por supuesto, a pesar de la constreñida lectura de los censores, la calidad erótica de El Decamerón es sólo uno de sus matices, y por cierto no el más importante. Bajo la sombra de la terrible peste que azotó Florencia en el siglo XIV, los cuentos que comparten los diez jóvenes que escapan de la ciudad contaminada son una crónica del mundo en el que viven. Amores, tragedias, embustes, traiciones, amistades fieles, promesas cumplidas e incumplidas, confabulaciones, crisis de fe, subversiones y momentos de epifanía componen un mosaico bullicioso y sobrecogedor en el que la peste que enmarca a los narradores (y a la narración misma) se convierte en una suerte de memento mori, recordándoles a la vez su propia mortalidad y su inescapable condición de seres conscientes en un mundo difícil e injusto. Boccaccio consideraba la Comedia de Dante como la obra literaria más perfecta; componiendo El Decamerón quiso tal vez responder a esa sublime visión ultraterrena con la suya, humildemente arraigada en este mundo.
Pocos asocian a Boccaccio con la noción de humildad: agreguemos a esta la compasión. En sus diversas obras magistrales, Boccaccio investiga las aventuras y desventuras de personajes imaginarios e históricos, de héroes y seres comunes, y también de los dioses, y en todos ellos el lector siente que Boccaccio se apiada de la condición de todos estos seres.
Hablando de su querido Dante, apunta en uno de sus comentarios que el autor de la Comedia “demuestra compasión no sólo hacia las almas que oye confesarse, sino más bien hacia sí mismo”. Boccaccio entiende que en las almas del otro mundo, Dante reconoce sus propias flaquezas y sufrimientos. Implícita en la alabanza, está la confesión que Boccaccio también se reconoce en sus hombres y mujeres. En la dedicatoria de Acerca de mujeres famosas, Boccaccio pide a la Condesa de Altavilla que se atreva a descubrir en las acciones de ciertas heroínas paganas un ejemplo de su propia conducta. Es una forma de decir que él, su autor, se sabe reflejado en sus criaturas hechas de palabras, palabras que han sobrevivido ocho siglos para servir ahora, en otra época no menos sufrida e injusta que la suya, de necesario espejo a sus nuevos lectores.
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