El escritor Luis Landero, en su casa madrileña. / BERNARDO PÉREZ ("El país")
“Con cada novela hay un tiempo de idilio. Con esta se está prolongando”
El escritor Luis Landero narra una disparatada búsqueda del bienestar en 'Absolución'
Su padre, con quien tuvo una tormentosa relación, vuelve a colarse como personaje
TEREIXA CONSTENLA Madrid 26 ENE 2013
La primera pregunta que el hijo de Cipriano Landero recuerda en boca de su padre le noqueó como un derechazo al mentón: “¿Qué quieres ser de mayor?”. El niño, cinco años escasos, zozobró. Esa cuestión vital marcó la relación entre padre e hijo de tal modo que, en cuanto pudo, el hijo comenzó a defraudar todas las expectativas del padre en colegios privados destinados a hacer de él un hombre de provecho. Nada más ingresar en la adolescencia se convirtió en “un golfillo de la Prospe”.
Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948) plantó los estudios mientras trapicheaba con trabajos y se enfrentaba a su padre, un campesino acomodado que se mudó a Madrid con su familia, sus trastos de cobre y su gallinero para darle a sus descendientes –y en especial al único varón- una oportunidad de progreso que en el campo extremeño no veía. En realidad fue una adolescencia convencional: Luis se aferró a la rebeldía y a la lírica. Las mil mejores poesías de lengua castellana fue el primer libro que compró, el primero que entró en su casa. “No había ninguno, casi todos en mi familia eran analfabetos o semianalfabetos, aunque mi padre tenía un talento especial para muchas cosas, conservo sus cartas y escribía muy bien”, relata el escritor.
El padre murió pronto. Landero, que tenía 16 años, cambió “radicalmente”. Trabajó en serio, estudió en serio, asumió la culpa también en serio. “En la vida de uno hay hechos fundacionales. Un día se lo conté a [Carlos] Castilla del Pino y me dijo: ‘Eso no lo vas a curar nunca’. Pero eso ya es un remedio en sí, ya sabes que tienes que vivir con ello toda tu vida y lo relativizas. En parte mis temas como novelista han sido impuestos por aquella experiencia con mi padre. Se ha convertido en mi musa, que era lo último que hubiera deseado”.
Cuenta lo último entre risas porque, pese al lumbago, el escritor rezuma alegría antes que penitencia. Pero es cierto que arrastra –o atesora, según se mire- varias herencias de su “tormentosa” relación paternofilial. La alergia a la presión, al exceso de responsabilidad –que le atenazó al comienzo de su carrera literaria- es una de ellas. La inclusión de su padre como personaje de sus obras es otra. En la última, Absolución (Tusquets), ahí está de nuevo Cipriano Landero apropiándose de la personalidad del padre de Lino, el protagonista, para convertirse, tullido, filósofo y disparatado, en un personaje único.
Le está pasando algo raro al autor con esta novela. Han transcurrido tres meses desde su publicación y ahí sigue, aferrado a ella, mirándola con cierto arrobo, sin deseo de traicionarla con otra criatura de su imaginación. Inconformista vocacional como es, Landero confiesa que ante Absolución se siente razonablemente insatisfecho. “Con cada novela hay un tiempo de idilio, la miras y dices ‘eres la mejor novela del mundo’ y ella te mira y te dice que eres el mejor escritor. Y luego vienen las broncas y ya le dices que no es la más guapa y ella te dice que no eres el mejor y que era un espejismo. Con esta el idilio se está prolongando más de lo debido. Durará hasta que me ponga a escribir otra. Pero es que si no estás enamorado de tu novela, ¿para qué seguir?”, reflexiona entre bromas.
Absolución no solo convence a su autor. La crítica la ha recibido como la mejor –o la segunda mejor: el club de fans de Juegos de la edad tardía es poderoso– obra de Landero. Este aplauso universal no ensordece al escritor: alguien de un club de lectura la ha considerado aburrida y le ha preocupado. “Somos un poco como actores, que necesitamos sentirnos reconocidos. La opinión ajena te influye más de lo que uno quisiera, uno es vulnerable, pero diría que por poco tiempo, en el fondo soy fuerte”, sostiene.
El juicio de los demás le sobrecargó de responsabilidad después de Juegos de la edad tardía, cuando era un desconocido profesor de Literatura de 40 años que deslumbraba con su primer libro. Accedió al club de víctimas de la maldición del segundo título. “Escribí aquella novela [Caballeros de fortuna], con la que nunca me identifiqué mucho, con exceso de responsabilidad, vigilado, pensando si gustaría o no. Eso atenta contra la libertad. Uno tiene que ser soberano y príncipe. Sentía el peso, inseguridad, la escribí en un estado distinto a esta”, compara.
Lino, el protagonista de Absolución, es un nómada de la cotidianeidad, un insatisfecho crónico, atrapado entre la telaraña del tedio y la de la frustración. Aunque Landero, juguetón, decidió arrancar el libro con un truco de cuento infantil, con un momento de suprema felicidad, con su protagonista a punto de casarse y entrar en una vida de confort y amor que le alejará de la molicie existencial que le había aprisionado hasta entonces. Luego pasa lo que pasa en los cuentos, que la placidez se disipa con los monstruos y Lino se hace plenamente merecedor de la frase de Pascal, que Landero usó de fuerza motriz de la narración: “Todos los infortunios del hombre vienen de no saber estarse quieto en un lugar”.
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