Álvaro Valverde
UN VIAJE A LISBOA
Huíamos en vano de la ciudad cerrada
y acabamos perdidos en la ciudad perfecta.
El piso luminoso, el suelo blanco,
los cuartos despojados y en penumbra,
los pocos pero doctos libros juntos,
acogieron serenos el cansancio.
Luego llegaron días de paseos y calma
donde todo se hizo tan lento como suele
ser todo en un lugar acompasado a un río.
Tranvías y avenidas y barcos y comercios
fueron haciendo el resto.
Ya no éramos los mismos
que piensan desde el puente lo que cualquier suicida.
Los que ven desde el puerto parecidos naufragios.
Ni los que entre las ruinas de nobles edificios
se dan a ese discurso del fracaso y la muerte.
En la decrepitud, entre la suciedad, bajo la herrumbre,
lo que vimos fue el fuego de una vida distinta.
Todavía nos quema cuando hacemos recuento
y evocamos las tardes sosegadas de junio
en la casa de Ángel, y aquel sol de poniente
hundiéndose, muy rojo, sobre el Tajo.
Volvemos a menudo al sitio donde fuimos
si no felices siquiera afortunados.
Con la melancolía viaja una mirada
que nos devuelve aquello que ensayamos vencido.
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