José Ángel Cilleruelo
Reseco por los años, como piel
de un ofidio gigante, el viejo hangar
junto al castillo comparte el silencio
de las ruinas. Entonces, los maderos
se apilaban en grandes torres blancas,
y el silbido hiriente de las sierras
rebotaba en las laderas del valle.
Una nube de limaduras
y serrín se elevaba cada día
y brillaba al anochecer
sobre los muros, las ventanas
y las terrazas del castillo.
Al zumbido se unían las canciones
de los obreros, que tras el almuerzo
se tumbaban a la sombra apretada
de aquellas piedras medievales. Hoy
la maleza reúne aserradero
y fortaleza. La chiquillería
ha reventado tapias y saltado
almenas. Sólo algún lector de Rilke
continúa mirando con rencor
el silencioso hangar. Un gesto inútil:
también ha muerto el tiempo de la muerte.
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