El caso del joven soldado republicano
Tano Ramos Madrid 28 FEB 2012
Quiero aclarar aquí que yo no he escrito la historia de Antonio Lozano. La de ese joven soldado republicano que al terminar la guerra civil regresó confiado a su pueblo porque no había hecho nada malo y que al poco fue detenido, encarcelado durante casi tres años y enviado después a un campo de concentración. No, yo no he escrito sobre Antonio Lozano. Sobre ese joven que abandonó la prisión para ser encerrado otros tres años junto a Tarifa, en un lugar en el que los reclusos trabajaban todo el día a pico y pala, pasaban frío, dormían en chozas que se construían ellos mismos, estaban tan hambrientos que comían hasta raíces y lagartijas y recibían palizas si no cumplían el objetivo laboral de la jornada.
No, yo no he relatado esa historia; quiero aclararlo para quienes estos últimos meses oyeron de boca de Antonio Lozano que yo había escrito un libro en el que contaba su vida. Antonio Lozano creía que a su yerno le habían dado un premio por un libro que relataba su historia. Y lo iba diciendo por ahí con orgullo, con satisfacción, con esa alegría que le entra a uno cuando se ve justamente recompensado. Pero lo cierto es que no era así, que yo no escribí en ese libro la historia de Antonio Lozano.
Ya me hubiese gustado hacerlo. Qué más hubiese querido yo que oír de primera mano y relatar luego la vida de Antonio Lozano. De ese joven que en 1936 abandonó su pueblo de Granada con sus padres y hermanos y que después sobrevivió a la carretera de la muerte, que huyó con su familia desde Málaga hacia Almería caminando y escondiéndose de las bombas que masacraban a las columnas de civiles. Qué no daría yo por haber podido contar la historia de ese chaval que mintió sobre su edad para poder alistarse como voluntario en el Ejército de la República, que luchó en varios frentes y que terminada la guerra oyó lo que muchos otros: que podían volver tranquilos a sus casas, a sus pueblos, que había paz en España.
Antonio Lozano regresó en 1939 a su pueblo. Lo sabemos con certeza. Pero sobre lo que le ocurrió en los siguientes seis años apenas tenemos su hija y yo datos dispersos. Muy pocos. Antonio Lozano vivió en esos años de paz en España una experiencia tan demoledora, tan tremenda, que la borró de su memoria de tanto ocultarla después, cuando fue liberado y se instaló en Jerez.
No quería Antonio Lozano que se supiese que había estado primero preso y luego en un campo de concentración. No quería que nadie conociese su historia de represaliado, y se empleó a fondo en conseguirlo. Hasta tal punto lo logró, que su hija, ya entonces licenciada en Historia, se quedó pasmada un día, hace solo veinte años, cuando oyó a su padre referir que lo habían encarcelado al terminar la guerra, que las había pasado canutas después en un campo de concentración.
La hija de Antonio Lozano pudo atar cabos a partir de ese momento. Empezó a entender por qué su padre mentía a veces cuando alguien le preguntaba de qué localidad de Granada provenía. Y rescató de la memoria algún episodio. Como uno del que ella había sido testigo al poco de morir Franco. Fue en el pueblo de su padre. En una reunión de amigos y familiares, la charla evocó la guerra civil y algunos recordaron padecimientos y otras historias. Entonces, Jiménez, que aún vive y compartió cárcel y campo de concentración con Antonio Lozano, se quitó la camisa y enseñó los verdugones que le cruzaban la espalda.
En 1945, superviviente del maltrato, Antonio Lozano llegó a Jerez. Tuvo la suerte de que un teniente coronel de los batallones disciplinarios se lo llevase con él y le diese trabajo durante años. Hasta que él mismo hizo camino y acabó abriendo una tienda de comestibles en la ciudad que muchos vecinos de Icovesa recordarán. Una tienda que ofrecía precios populares y en la que todo el mundo era bien atendido por Antonio Lozano y por su esposa.
Antonio Lozano era un hombre honrado. Tenía dentro esa honradez republicana que aprendió de los discursos que oía cuando era un joven soldado, de las enseñanzas de otros presos en la cárcel de Granada. Probablemente marcado por haber vivido como prisionero, bajo la bota militar franquista, desde los 19 a los 25 años, Antonio Lozano era, en fin, un hombre en alerta, esclavo de un pasado demasiado cruel. Y había aprendido que para sobrevivir en la dictadura tenía que callar, moverse con cautela, ocultar de dónde venía.
Les tenía miedo Antonio Lozano. Temía caer de nuevo en sus manos. Por eso callaba cuando cada Navidad unos policías acudían a su tienda y se llevaban jamones y un buen surtido de todo lo que les daba la gana. Por eso le pidió a su hija que le hiciese caso y se casase por la Iglesia cuando ella le anunció su boda civil. Cuidado, que siguen ahí.
Cuando a principios de los noventa el Gobierno que presidía Felipe González decidió conceder una indemnización a los represaliados por el franquismo, la hija de Antonio Lozano presentó la solicitud. Le respondieron que su padre no alcanzaba el mínimo de tres años encarcelado para poder ser indemnizado, que los años de estancia en un campo de concentración, en los llamados batallones disciplinarios, no contaban. Con esa respuesta, Antonio Lozano dio en pensar que era mejor seguir disciplinadamente callado, que ni siquiera la izquierda sabía ya en este país qué había sucedido en la posguerra. Años después, la Junta de Andalucía también quiso indemnizar a los represaliados y entonces sí que contaron los años de trabajos forzados. Antonio Lozano fue indemnizado. Pero también entonces algo le dijo que debía seguir callado, que era mejor ser cauto. Porque ocurrió que meses después, lo llamaron de Hacienda y le reclamaron una parte de la indemnización. Le reprocharon que no hubiese declarado ese ingreso y Antonio Lozano se vio tratado como un defraudador y se convenció definitivamente de que recordar el pasado solo le traería complicaciones.
De modo que Antonio Lozano prefirió seguir ocultando. Y no quiso ni acudir a un homenaje a los represaliados en El Puerto de Santa María cuando fue invitado por la Junta de Andalucía y su hija lo animaba a que, como otros, él contase su historia. No te fíes, respondió, siguen ahí.
Hace pocos años, Antonio Lozano asistió a la aprobación de la Ley de Memoria Histórica. Y luego vio cómo el juez Garzón abría una investigación sobre los crímenes del franquismo, de los que él fue testigo directo como superviviente de un campo de concentración en el que muchos morían extenuados y enfermos, incapaces de soportar el trato al que eran sometidos por los militares vencedores.
No obstante, Antonio Lozano siguió callado, prudente, en alerta. Pero tal vez algo le caló de ese intento de resarcir a las víctimas, porque el caso es que el pasado septiembre, en cuanto supo que a su yerno le habían premiado un libro, salió a la calle y comenzó a decirles a todos que yo había escrito su historia y que me habían dado un premio. Su cuidadora le explicó varias veces que no era así, que el libro hablaba de los sucesos de Casas Viejas, de otro asunto. No hubo manera. El hombre que durante décadas escondió su pasado y que ni siquiera se sintió seguro en democracia, ese hombre por fin se mostraba orgulloso de su historia y de que fuese aireada. Nayis, su cuidadora, recuerda que estos últimos meses, Antonio Lozano repetía feliz en la barbería, en el parque, en el bar y en casa y en todas partes que yo había escrito su historia. Para entonces, hacía ya un tiempo que andaba con la cabeza perdida, que tenía lagunas y a veces ni reconocía a la gente.
El pasado enero, una mañana, Antonio Lozano falleció en su casa de pronto, en unos segundos. Murió creyendo que habías escrito su historia, me recuerda Nayis de vez en cuando. Se libró finalmente del terror, Antonio Lozano. Pero para lograrlo, tuvo que pagar el precio de perder la memoria. Solo así, con 92 años, recuperó su juventud perdida, esa olvidada Historia de España que tanto molesta a tantos. La nunca reconocida y verídica historia del joven soldado republicano.
Tano Ramos. Periodista. Autor de El caso Casas Viejas.
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