La actriz y cineasta Angelina Jolie habla con el director de fotografía, Dean Semier durante el rodaje de la película 'En tierra de sangre y miel' / Ken Regan / AP / Film District. ("El País")
En Domingo, suplemento de "El País":
Angelina Jolie, Bosnia en el corazón
'En tierra de sangre y miel' sitúa ese ángulo muerto de la historia del siglo XX, en ese momento de dolor absoluto, al mismo tiempo que de indignidad y vergüenza para las naciones que dejaron hacer: la guerra de Bosnia.
Bernard-Henri Lévy 26 FEB 2012
Cuando Angelina Jolie me pidió que me reuniera con ella, el jueves pasado, en París, para presentar el preestreno de su En tierra de sangre y miel, por supuesto, empecé por decir que quería ver la película, pero, después de verla, no lo dudé ni un segundo.
Porque ¡vaya historia!
Estamos ante una gran actriz hollywoodiense.
Estamos ante una de las estrellas más cotizadas y celebradas del cine mundial.
Estamos ante un gran nombre del que nadie dudaba que, si un día decidía pasar al otro lado de la cámara, tendría temas, financiación y guiones para elegir, así como actores que se pelearían por el privilegio de unirse a la aventura.
He aquí que Angelina Jolie, en efecto, pasa detrás de la cámara y ¿qué sucede?
Rueda una película de autor, con actores bosnios desconocidos, en un idioma, el bosnio, que, tanto en América como en Europa, parece bastante improbable, y sitúa su película en ese ángulo muerto de la historia del siglo XX, en ese momento de dolor absoluto, al mismo tiempo que de indignidad y vergüenza para las naciones que dejaron hacer: la guerra de Bosnia.
El resultado es una película que, para empezar, suena increíblemente verosímil. Yo vi, en la vida real, a hombres y mujeres que se parecían como hermanos y hermanas a Danijel y Ajla, los Romeo y Julieta de esta historia de amor con fondo de campo de concentración y horror. Y este asunto de la violación concebida como arma de guerra, la humillación de un pueblo a través de los cuerpos torturados de sus mujeres y la purificación étnica a través del vientre que constituyen, no el decorado, sino el tema de la película, yo ya los había filmado en Bosnia (mi documental de 1994). Pues bien, la obra de ficción que ella ha basado en estos dramas, su reconstitución, casi veinte años después, en unos estudios de Hungría, su paso a la escritura, a la realización y a la leyenda son de una veracidad sangrante y captan la exaltación y la violencia atroz que marcaron la realidad y de las que, desgraciadamente, puedo dar fe.
El resultado es un caso raro y muy emotivo de transmisión exitosa. Angelina Jolie era una adolescente en el momento de los hechos que narra. Seguramente, solo tuvo noticia de ellos tardíamente y de oídas. En la época en la que un puñado de intelectuales (en Alemania, Peter Schneider y Hans Christoph Buch; en Inglaterra, Salman Rushdie; en Estados Unidos, Christopher Hitchens o Susan Sontag; en Francia, el autor de estas líneas, entre otros) temían que en Sarajevo se estuviera anunciando el fin de una Europa que acababa de ofrendarle al siglo XXI su nueva y no menos espeluznante guerra de España, ella seguía soñando con sus papeles en Cyborg 2 y Hackers. Ahora, toma el relevo, la antorcha, continúa de algún modo el combate y, no contenta con revivir lo que nosotros vivimos, realiza el milagro, siempre abrumador cuando se produce, de convertir nuestra memoria en historia.
Y el resultado es, finalmente, un acto político de esos que el cine engendra cada vez menos. ¿Una película comprometida? ¿Parcial? ¿Una película que no teme dar la batalla ni arriesgarse, cuando es necesario, a que los cretinos la tachen de maniquea? Sí, por supuesto. Porque es una película que llama al pan, pan y al vino, vino. Porque es una película que, lejos del unanimismo borreguil que hubiéramos podido temernos de una criatura pura y dura de la industria hollywoodiense, llama “fascistas” a los milicianos serbios de la época y se cuida de distinguir, en la confusión de aquellos tiempos sombríos, a víctimas y verdugos. Y, por utilizar las palabras de Godard, no es solo una película, sino una película justa, que hace justicia a los muertos y rinde homenaje a los supervivientes.
Durante su proyección en Sarajevo, la víspera de su presentación en París, En tierra de sangre y miel fue acogida por una multitud que dudó por espacio de varios minutos entre las lágrimas y los vítores. Normal. Esas mujeres violadas que callaban desde hacía veinte años, los hijos de esas violaciones que, a punto de llegar a la edad adulta, vivían su genealogía como un oprobio, esa sociedad bosnia que tenía en tales hechos su secreto más doloroso... Y de pronto una gran actriz, que además es una gran dama, pone su prestigio a su servicio y, por primera vez, les permite volver a levantar un poco la cabeza.
Yo conocí una situación similar, hace cuarenta años, en Bangladesh, cuando un jefe de Estado musulmán, el presidente Mujibur Rahman, tomó la valiente decisión de nombrar “birangona”, literalmente “heroínas nacionales”, a las decenas de miles de jóvenes violadas por la soldadesca paquistaní, que habían sido marginadas de la sociedad así como, a menudo, de sus propias familias. Es, mutatis mutandis, el gesto de Angelina Jolie. Y en él radica la sombría grandeza de su película.
Nuestros caminos se cruzaron por primera vez en torno a la figura de Daniel Pearl, a cuya viuda encarnó en una película.
Después, una segunda vez, el 25 de febrero de 2007, en Bahai, al norte de Sudán, donde yo aguardaba la posibilidad de entrar clandestinamente en Darfur y adonde acudió para visitar los campos de refugiados.
Este tercer encuentro es el bueno, pues se produce en la encrucijada de un imprescriptible sufrimiento y de su inscripción en el registro de una obra de arte.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva.
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