Jordi Soler
El canon económico de la vida
Es necesario frenar, poner a raya la multitarea, hacer actividades que no representen ninguna ganancia, no expandirse ni crecer y quitarle a la vida esa connotación dineraria. Hay que generar ese espacio de silencio.
JORDI SOLER 05/02/2012
"Todo el mundo está obsesionado con el crecimiento, pero bien mirado, en un organismo maduro todo crecimiento se corresponde en esencia con un tumor". Esto lo dice Walter, uno de los personajes de Libertad, la fabulosa novela de Jonathan Franzen que ha sido saludada por la crítica estadounidense, y por buena parte de la española, como la novela más importante del año pasado. Walter explica a la familia de su novia, en una bochornosa escena que se desarrolla en un restaurante de Manhattan, en los años setenta, los pormenores del informe Los límites del crecimiento, que promovía entonces el Club de Roma.
La escena resulta bochornosa porque a nadie le interesa lo que ese joven intelectual, preocupado por el destino del planeta, se empeña en contar; la familia de su novia está más bien por beber vino y repetirse los chistes verdes de costumbre y la cuñada, después de la esforzada intervención de Walter, pregunta: el Club de Roma. ¿Eso es como un Club Playboy italiano?
La obsesión por el crecimiento, sobre la que sin ningún éxito ensaya Walter en esa cena de novela, y sobre todo el cuestionamiento de si todo lo que crece va necesariamente a mejor, viene muy a cuento en estos tiempos en los que el ciudadano común vive expandiéndose, cada vez con más frenesí, en ese territorio fragmentado, vasto y resbaladizo, que son las pantallas electrónicas. Como si todos estuviéramos capacitados para ello, nos entregamos a la multiplicación de las tareas que nos ofrece toda la gama existente de instrumentos electrónicos, y a ir consumiendo la información multiplicada, multifragmentada, que estos nos brindan, como si eso fuera, en efecto, una manera de crecer y de expandirse.
Un reciente estudio publicado por la Universidad de Stanford, nos cuenta que los estudiantes multitarea, esos que hacen los deberes mientras envían e-mails, o SMS o revisan su timeline en Twitter, "reducen su capacidad y efectividad, pierden concentración y tiempo, y terminan haciendo distintas cosas a medias". Además de que tienen dificultades para distinguir la información relevante de la que no lo es.
Vamos a obviar la parte en que esa obsesión colectiva por el crecimiento y la expansión desemboca en la virulenta crisis económica que ahora nos carcome, sin olvidar la exagerada atención que últimamente, y llevado de la mano por los medios de comunicación, está obligado a poner el ciudadano común en el crecimiento de la economía de su país. Los indicadores de este fenómeno se han convertido en el nuevo barómetro: cuando hay crecimiento económico del país, la gente sale contenta como si le hubieran pronosticado un día de sol, y cuando no lo hay parece que el hombre del tiempo hubiera pronosticado una borrasca. Desde la suspicacia podríamos pensar en lo mucho que conviene a los Estados tener en vilo al ciudadano con las noticias sobre el crecimiento o decrecimiento de la economía; el estrés que generan termina facilitando la implantación de medidas correctivas, de recortes, despidos e impuestos que la población, debidamente amedrentada, aceptará sin rechistar.
Las noticias sobre el pulso diario de la economía no solo han venido a amargarnos la existencia, también han consolidado esa idea de que lo que crece está bien, muy vivo y con mucho futuro, y en cambio lo que no crece adolece de algo, está enfermo y con un pie fuera de este mundo. Este planteamiento puede ser cierto pero no siempre ni en cualquier circunstancia, porque en un organismo ya crecido el crecimiento significa, como bien apunta Walter en la novela de Franzen, un elemento que perturba la vida en lugar de hacerla más rica.
Veamos lo que sucede en el ámbito cotidiano y doméstico, con ese crecimiento a partir de la multiplicación de una serie de actividades que hasta hace muy poco no existían: hoy una persona normal puede ir conduciendo su coche, con la radio de fondo, mientras habla por teléfono con el manos libres y, con la mano izquierda, vigilando con el ojo derecho que no lo mire un policía, escribiendo un tuit. La multiplicación de estos actos aparentemente mínimos afecta todos los estratos de la vida. Los niños, que ya han nacido con el chip de la multitarea, hablan entre ellos mientras juegan al FIFA en la PSP y simultáneamente ríen los gracejos de Bob Esponja en la televisión.
Por ejemplo, una actividad tan simple como oír música, que antes consistía en poner un disco, servirse un trago y sentarse en un sillón a escuchar, hoy ha sido arrollada por la multitarea, todos la oímos enchufados a unos audífonos mientras nos desplazamos de un lado a otro ejecutando otras actividades. La música ha dejado de ocupar la parte central, ahora es un fondo, un ambiente, un elemento más del paisaje frenético que nos rodea.
Practicando la multitarea se tiene la impresión de estar haciendo muchas cosas cuando, en realidad, se hacen muchos fragmentos de cosas, y en este frenesí de la expansión, nos encontramos con casos como el del blog: hasta hace muy poco, para publicar una idea por escrito, primero había que escribirla y después buscar un espacio donde publicarla. Hoy este orden ha sido subvertido, lo primero que se consigue es un espacio para publicar, y después se escribe lo que se puede, si es que se puede, para rellenar ese espacio. Cualquiera posee el instrumental para hacer público un texto, una idea, un ensayo, un cuento o una novela, el paradigmático know how está al alcance de todos, aunque este con frecuencia se vea anulado por el nothing to say.
El crecimiento, la expansión, el ejecutar tareas múltiples por la simple razón de que puedo hacerlas, mirados con un poco de distancia, son pulsiones que tienen que ver con la ambición, con la desmesura y la soberbia, con la vieja hýbris griega. El frenesí por el crecimiento y la expansión conecta, por lo que tiene de inmodestia y de supuesta rentabilidad, con la obsesión por la vida saludable, con la educación de los hijos en jornadas histéricas llenas de cursillos para que sean mejores, más crecidos y expandidos que los demás, o con la fatigosa corrección política, esa inmodesta pretensión de gustarle a todos, que en algún caso termina promoviendo, igual que estas otras ambiciones, el crecimiento, el beneficio, el rendimiento, el dividendo, la utilidad, el rédito, los intereses y las ganancias, es decir, el canon económico de la vida, que es el punto al que quería llegar.
Se impone pensar al margen de este sistema que lo envuelve todo las 24 horas del día y que nos invita ininterrumpidamente a tener más; hay que bajarse un momento de este viaje frenético y preguntarse, ¿necesito tantos aparatos?, ¿me hace falta tanta información?, ¿para qué sirve acumular tanta salud?, ¿no será que tanto cursillo no deja ser niños a los niños?, ¿será que tanta expansión, que esta apasionada multitarea, es más que crecer un proceso tumoral que me está conduciendo a la superficialidad, a la frivolidad, a la realidad alternativa y a la distopía?
Esto no es un alegato contra la tecnología, ni un suspiro nostálgico por ese mundo sin pantallas ni enchufes que se nos ha ido para siempre. Todo tiempo pasado, sin duda, ha sido peor. Sin embargo, habría que vigilar ese canon que nos ha impuesto la violenta irrupción de la economía en la cotidianidad. Hace una década ¿a quién le importaban las páginas de economía de los periódicos?, ¿o la sección de economía de los noticiarios? Le importaban a los economistas, a los banqueros y a los empresarios; no a los carniceros, ni a las porteras, ni a los novelistas, como nos importan ahora. Hay que hacer un alto, poner a raya la multitarea, privilegiar el pensamiento, hacer un esfuerzo por concentrarse en una sola cosa, hacer actividades que no representen ninguna ganancia, ya no expandirse ni crecer y quitarle a la vida esa nueva connotación dineraria que nos impele todo el tiempo a crecer y a multiplicarnos. Hay que parar de vez en cuando las máquinas, sentarse a no hacer nada y desde ahí pensar, sin pantallas alrededor, qué hacemos con la vida y con la crisis. Hay que generar ese espacio de silencio, de disponibilidad frente a la existencia, que más pronto que tarde será llenado por una idea genial.
Jordi Soler es escritor. Sus últimos libros son Diles que son cadáveres y Dalí y la más inquietante de las chicas yeyé (ambos en Mondadori).
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