Almudena Grandes
Una mujer camina por la calle con los labios apretados, la actitud apresurada, ensimismada a la vez, de quien está en apuros o tiene una larga lista de tareas que cumplir. Se llama Carmen, y es muy joven. Lo más probable es que ese día, cuya fecha exacta se desconoce, no haya cumplido aún veintitrés años. Sin embargo, ha vivido mucho.
–Bonjour, monsieur.
–Bonjour, madame!
El panadero, quizás el carnicero, o el frutero apoyado en el quicio de la puerta por la que Carmen acaba de pasar, saluda con acento satisfecho a una clienta a la que no ha visto en los últimos días, quizás porque ha estado veraneando. En 1939 los franceses aún veraneaban, aún vivían en un mundo donde existían los puestos de trabajo, las vacaciones, las playas con casetas y sombrillas clavadas en la arena, las olas mansas del Mediterráneo, las majestuosas mareas del Atlántico.
Carmen pensaría en eso y, quizás, en un archipiélago de azoteas con sábanas tendidas o parras deformadas por el peso de los racimos verdes, el sol rebotando contra la cal de las paredes en el silencio perezoso de la siesta, una mosca mareada de sobrevolar durante horas y horas el redondo misterio del mismo botijo, y niños medio desnudos con sonrisas de higo, o de sandía, el agua azucarada de la fruta dibujando alegres ríos de placer sobre sus barbillas. Eso fue en otro tiempo, veranos recientes que ahora le parecen lejanísimos, un país que existe y no existe, que ha desaparecido pero seguirá teniendo las ventanas cerradas, las persianas bajadas como escudos contra el calor, y en las ciudades, terrazas repletas de noctámbulos cantarines y borrachos, felices de ver amanecer otro día en plena calle. En la costa, también seguirán existiendo pueblos con cuestas vertiginosas, como toboganes de albero polvoriento y sin aceras, que dejan ver al fondo retazos de un mar propio, tan limpio, tan hermoso, tan azul como nunca podrá ser un mar extranjero. Mejor no saber, no recordar. Mientras escucha a lo lejos la voz de una clienta desconocida, que le pregunta al tendero el precio de esto o de aquello, Carmen piensa en España y aprieta aún más el paso, los labios, esa exasperada variante de la determinación que es el único patrimonio de los desesperados.
–Écoute, Marcel! Où vas-tu tellement...? –el ruido del pedaleo, los engranajes moviéndose a toda prisa con un grueso estrépito de chirridos metálicos, le impiden entender el resto de la pregunta.
–Salut! –pero escucha a cambio la respuesta, una expresión neutra que el acento travieso, malicioso, del ciclista, ha convertido en una clave que ella no logra descifrar.
Cuando sus caminos se cruzan, el adolescente que anda por la acera sigue riéndose, aunque hace un par de minutos que la bicicleta de su amigo se ha perdido por una bocacalle. Él seguramente no sabe que la mujer joven que avanza en dirección contraria pronuncia aún, todos los días, casi siempre en voz baja, una expresión casi idéntica, ¡salud!, aunque ya nadie se ríe al escucharla. Si lo supiera, tampoco le importaría, así que Carmen prefiere no pensar tampoco en eso mientras camina deprisa y procura fijarse en lo que sucede a su alrededor, sin llamar la atención de los transeúntes. Eso, al menos, nunca ha resultado demasiado difícil para esta chica bajita, ancha de caderas, más bien culibaja, con una cara simpática, los ojos pequeños, vivos, y la sonrisa fácil, que no es ni siquiera fea, que es incluso agradable para quien tenga tiempo o ganas de mirarla dos veces, pero que sobre todo es, por fuera como por dentro, una mujer corriente, incluso vulgar, una del montón. Así había sido siempre Carmen de Pedro. Así fue hasta que ella, aunque quizás sea más justo y más preciso escribirlo con mayúscula, Ella, la escogió entre todos para confiarle una tarea que estaba muy por encima de su ambición, y aún mucho más allá de sus capacidades.
Desde aquel día, Carmen no duerme bien. Desde aquel día, tiene miedo de todo, y sobre todo de sí misma, de su previsible fracaso en el cumplimiento de una misión mucho más grande que ella. Cuando ingresó en el Partido, una muchacha entonces, casi una niña, jamás se atrevió a imaginar la enormidad de la carga que algún día llegaría a abrumar sus hombros, que anularía su imaginación y estremecería su conciencia, esa responsabilidad que siente ahora como una roca inmensa de aristas afiladas que le desgarra la piel a cada paso y siembra monstruos, peligros como monstruos, en cada instante que pasa despierta, y en los sombríos pliegues de sus sueños sombríos.
Eso es lo que ve mientras camina por Toulouse, Rue des Jacobins quizás, Rue Mirepoix, Rue Léon Gambetta, calles estrechas de casas de piedra y ninguna playa al fondo, esta buena chica que nunca pretendió ser otra cosa, la mecanógrafa del Comité Central de Madrid, que conocía en persona a casi todos los dirigentes del Partido Comunista de España, sí, pero sólo porque había transcrito a máquina sus intervenciones, porque había pasado a limpio sus cartas para que ellos las firmaran después, porque les abría la puerta cuando llegaban, y la cerraba tras ellos después de despedirles con la misma sonrisa entre los labios. Eso es lo que ella sabe hacer, ese había sido siempre su trabajo y nunca había aspirado a otro. Ahora, mientras Toulouse disfruta de otro día amable, templado, de la vida aburrida de una Francia que no quiere saber nada, ni dónde está, ni en qué día vive, ni quiénes son sus vecinos, ni a qué juegan, ni qué pretenden, Carmen de Pedro camina por sus calles con un infierno a cuestas, un tormento portátil, otra maldita bendición española.
–À tout à l’heure, madame!
–Au revoir, Marie, à dimanche!
La campanilla instalada en el quicio de la puerta tintinea como un crótalo jubiloso y exótico, un lujo sonoro, acorde con la imagen de la anciana enjoyada, bien peinada, bien vestida, con aspecto de haber sido rica toda su vida, que atraviesa el umbral con una bandeja de pasteles entre las manos mientras una niña grande, de unos diez años, mantiene la puerta abierta para ella.
–Au revoir, Nicole! –el saludo hace sonreír a la niña con labios manchados de azúcar, el bollo que ha escogido al salir del colegio a medio morder en la mano derecha.
–Au revoir, madame!
Tras el cristal, su madre, con un inmaculado delantal blanco, el nombre de su establecimiento, Pâtisserie du Capitole, bordado en letras azules de florida caligrafía, espera a que su clienta se pierda de vista antes de ordenar a su hija que suba inmediatamente a casa y se ponga a hacer los deberes. La Rue Gambetta se ensancha apenas durante unos metros antes de desembocar en la Place du Capitole, vasta y armoniosa como el mar que no llega a Toulouse. Allí, bajo uno de los soportales, semiescondido en la entrada de una tienda, simulando mirar con interés un escaparate que exhibe una cuidada selección de paraguas, o de quesos, o de libros que no le interesan en absoluto, él la está esperando.
Hace ya varios días que la sigue a distancia sin ser descubierto. Sabe dónde vive, con quién se relaciona, a qué hora suele salir de casa y por qué camino, dónde come, con quién, a qué hora vuelve, y que vuelve sola. Podría haberla abordado el día anterior, o al día siguiente, con el mismo aplomo, la misma asombrosa naturalidad con la que decide que no, que va a ser hoy, mira tú por dónde, mientras estudia un momento su reflejo en el cristal, corrige levemente el ángulo del ala del sombrero sobre su frente, se mete las manos en los bolsillos y da la vuelta de pronto, para cruzar la plaza con los ojos fijos en el suelo y una apariencia de la prisa que no tiene, cortando la trayectoria de la mujer en línea recta hasta que consigue tropezar con ella.
–Excusez-moi –y al tenerla delante, sólo al tenerla delante, levanta la cabeza, la mira a los ojos, abre la boca en una mueca ensayada para expresar un asombro sin límites–. ¡Carmen!
–Jesús... –ella tarda un instante en reconocerle, mira a su izquierda, a su derecha, detrás de él, comprueba que está solo, vuelve a mirarle, le ve sonreír, sonríe por fin.
–¡Carmen, qué sorpresa! –él alarga sus manos hacia ella, toma las suyas, la besa tal vez en la mejilla–. ¿Cómo estás?
No es fácil describir a este hombre, y difícil compararle con sus camaradas, con sus compatriotas, con sus contemporáneos. Fácil de amar y difícil de olvidar, por dentro, pero también por fuera. Alto, corpulento, con hombros anchos, manos grandes, algún indicio, tal vez, de una futura obesidad que ahora no nos interesa porque es incompatible con su condición de refugiado político en Francia, en agosto, quizás julio, tal vez septiembre de 1939, Jesús Monzón Reparaz es, en este instante, sobre todo un hombre acogedor, grande como una casa.
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