Lezama Lima
FUGADOS No era un aire desligado, no se nadaba en el aire. Nos olvidábamos del límite de su color, hasta parecer arena indivisible que la respiración trabajosamente dejaba pasar. Llovía, llovía más, y entre lluvia y lluvia lograba imponerse un aire mojado, que aislaba, que hacía que nos enredásemos en las columnas, o que mirásemos a los hombres iguales que pasaban a nuestro lado durante muchos días y en muchos cuerpos distintos. Hubo una pausa que fue aprovechada por Luis Keeler, para dirigirse a la escuela apresurando el paso; no obstante se detuvo para contemplar cómo el agua lentísima recorriendo las letras de un escudo que anunciaba una joyería había recurvado hacia la última letra, pareciendo que allí se estancaba, adquiría después una tonalidad verde cansado, se replegaba, giraba asustada, sin querer bordear el contorno del escudo, donde tendría que esperar que la brisa se dirigiese -podía también coger otro rumbo- directamente al escudo, cuyas letras desmemoriadas surgían ya con esfuerzo, ante la nivelación impuesta por la brisa y por las lluvias, y por último la gota después de recorrer las murallas y los desiertos desdibujados del escudo saltaba desapareciendo.
Armando Sotomayor había aprovechado también la pausa colocada entre las lluvias para dirigirse al colegio, que ofrecía un aspecto deslustrado, como si la voz de los profesores hubiera ido formando una costra húmeda que separaba la pared de las miradas. El recuerdo de la lluvia y del agua enfermiza que saltaba de las casas al suelo azafranado, donde se iba borrando, como si la suela de los zapatos limpiase las caras inverosímiles grabadas sobre el asfalto blanduzco. Era como si una idea se dirigiese recta a adivinar el objeto enfrentado, y al encontrar las paredes, verde, amarillo escamoso, del colegio, saltase al mar para borrarse a sí misma.
Luis y Armando se miraron. Armando observó que, al mismo tiempo que ya empezaba a sentir la humedad del agua evaporándose de su chaqueta azul oscuro, con rayas blancas, desde lejos grises, también asomaban con nuevos colores que se secaban lentamente, como después de pensarlo mucho, dejando en las paredes mareadas, patas de moscas, caras viejas, casi resquebrajadas. Armando ya no miraba las paredes húmedas, mareadas, como si la lluvia se hubiese entretenido en extender sobre las paredes piel estirada de gamo, soplado estrellas, trazando una esfumada cartografía sideral. Los ojos de Armando giraron lentamente, los dejó caer sobre Luis que llegaba. Sin saludarlo le dijo: No entremos, en el malecón las olas están furiosas, quiero verlas.
Luis, más joven, alegre por la primera palabra de Armando, lo saludó primero con alegría disimulada, después rápidamente respondió: Vamos.
La humedad persistía, se notaba, más que en los zapatos húmedos, en el sudor de la cara de Luis. La última gota se demoraba en el escudo de la joyería, hasta que al fin caía tan rápidamente que la absorción de la tierra daba un grito. Luis parecía fijarse en el peligro de la próxima lluvia, en la disculpa que daría en su casa si sus padres descubrían el improvisado paseo. Aunque cualquier pregunta de Armando fuese demasiado brusca, no se fijaba en la cara de él, como quien goza la presencia de un espejo empañado o se imagina muy espesa la atmósfera lunar o demora la papilla de puré en la lengua. La emoción de escaparse del colegio tenía demasiada importancia para dirigir su mirada a la cara de Armando, aunque es casi seguro que la fijase en sus ojos. Sin embargo, cada palabra de éste era una mirada, hasta casi pensaríamos que hablaba para encontrar en los ojos de Luis la colmación de sus palabras, más que necesaria respuesta.
No deberíamos, pensaba, nada más que ir al colegio por la mañana, todo lo demás sobra. Es cierto que las mañanas casi siempre son húmedas, que ablandan las cosas, que inutilizan las palabras. Cuando veo venir a mi tía, oleaginosa blancura y humedad de la mañana, con los ojos pinchados, con la ropa bruscamente lanzada contra el cuerpo inmóvil, me parece que la veo llegar montando en una vaca y descendiendo muy lentamente -como si quitásemos paños sudorosos de una estatua de yeso- del globo de la mañana. La contemplación del café con leche mañanero produce una voluptuosidad dividida, que se convierte en poca cosa cuando los garzones van penetrando en las academias. Un sabor espeso va penetrando por cada uno de los poros que se resisten, una paloma muere al chocar con la columna de humo de un cigarro, las aguas algosas van alzando el cadáver de un marinero ciego que deja caer pesadamente las manos, ostentando en las narices tatuadas el esfuerzo por querer sobrevivir en aquellas aguas espesadas por las salivas y por los papeles mojados.
Habían llegado ya al lugar esperado, las olas entraban por la mirada, luego se producía una desesperada oquedad ocupada rápidamente por las nubes. El paisaje estrenaba una apariencia distinta frente al estilo o la manera distinta de las miradas. Las olas saltaban aceradas alrededor de un puño que les prestaba un esqueleto férreo y algoso. Se formaba el público que sobra siempre en las ciudades para bostezar en los incendios, para encender un quinqué en las inundaciones. Luis y Armando habían llegado frente a las olas un tanto desmemoriados, aquello parecía no ser su finalidad. Momentáneamente había servido, pero les golpeaba un secreto más escurridizo. Las huidas del colegio son el grito interior de una crisis, de algo que abandonamos, de una piel que ya no nos disculpa. Habían perdido una tarde de colegio, ahora dejaban caer las manos, ladeaban un poco la cabeza, todos corrían y Luis se dejaba mojar los zapatos sin levantar la mirada de la próxima ola. Comprendía que el día era gris, que se habían fugado de la escuela, que Armando estaba a su lado ocupando un espacio maravilloso, doblemente cerrado, espacio rítmico, pues de vez en cuando se llevaba la mano a los cabellos como para obligarlos a mantener una postura irreal, movediza. Los cabellos le desobedecían, huían, como si aquél no fuese el sitio indicado para su sueño, rehusando el dominio de la mano que no reconocían como suya. Luis adivinaba que unas cuantas gotas eran poca cosa para sus zapatos. No había oído los gritos, los menudos papeles blanquísimos que al huir le tiraban a la ola, que cortés volvía después a olvidar y a recogerlos. La curvatura de las olas, la grosera asimilación de la ola por otra ola producía una onda de vapores exenta de recuerdos. Como si las nubes se fuesen extendiendo entre ellos y convirtiesen a los niños fugados en unos archipiélagos húmedos. Un barco los golpea suavemente y se ve lentamente rechazado por las manecillas de un reloj. Cambiaron de rumbo, la finalidad que los había unido se perdía invisiblemente. Se iban a mantener más tensas y secretas las palabras que los enlazaban. Los dos se fueron replegando, ignorándose. Se alejaban de las olas creyendo que cansadas de estilizar el litoral se perderían en una aventura más comprometedora. Más que ver las olas las habían adivinado entrando en la atmósfera acuosa que desalojaban, les llegaba un ruido lejano, una ola empujaba a la otra, impulsando curvados sonidos que se adelgazaban para penetrar en la bahía algodonosa de los oídos. Ya habían decidido pasear. La incitación primera se había convertido en el tedio llevadero del tener que pasear. Armando se fijaba en uno de los dos botones que se apartaban de la coloración azul con rayas blancas del traje de Luis, invariablemente uno le parecía distinto, después empezaba el nuevo agrado descubriendo que los dos eran iguales. Ya no esperaba la próxima ola, sino la cambiante atracción de los botones azulosos, iguales, desiguales, aparecían, se sumergían. La ola que se tendía, después la fijeza de uno de los botones, el otro era tan improbable. La mirada humedecida alargaba peces asfaltados. Era como si una grulla, ave blanda, fuese absorbida por el asfalto exigente que podía lucir así su nueva marca de grulla asfaltada. Todo tan diluido que no se diría la grulla escudo sobre el asfalto, como aquel que demoraba la última gota en el anuncio de la joyería. Luis se estremeció, como si hubiese chocado con una nube o como si se hubiese despertado. Se oyó una voz más espesa, menos infiltrada de humedad. Se sintió aterrorizado como cuando nos enteramos que el escaro, pescado exquisito, sólo tiene los intestinos comestibles. Luis sentía la humedad invisible en su paseo con Armando. Ningún punto fijo podía obligarlo, cualquier línea clareadora era tan alargada que moría en el agua electrizada. Verde de luna palustre, adivinando verdor de juncos enlunados.
Había surgido Carlos -la obligación con el nombre, la esclavitud a la línea y al punto-, mayor que Armando, diciéndole imperiosamente, era esa la palabra que Luis no decía, pero que sentía, pero que oía desgarrándole: ¿No habíamos quedado en ir al cine? Todavía podemos ir. Armando, secamente, sin mirar a Luis, que ha tomado una figura insignificante, le dice: Adiós, me voy. Secamente, sin la mirada decisiva, sin intentar por última vez discriminar el colorido de los botones de su chaqueta azul con rayas blancas. Nuevos pájaros nevados dejan caer sus picos sobre las mandolinas que silabean numeradas elegías. El sueño se va espesando en el recuerdo de aquella última ola que definitivamente se marmolizó. La ola es el monstruo que busca el tazón de alabastro cuando dos manos viajeras deciden desembarcar a la misma hora.
Siguió con la mirada la curva de los paredones, que parecían inútiles, pues las olas desmemoriadas se detenían en un punto prefijado, trazado en el vértice de la ola y de la gaviota. Vio también cómo su brazo giraba, se perdía, hasta que adormecido lentamente se iba curvando, obligado por el girar de las gaviotas que trazaban círculos invisibles, no tan invisibles, pues al querer extender el brazo sentía las picadas de los peces-arañas, y al alzar los ojos veía a la gaviota esconderse en un punto geométrico, o entrar como flecha albina en un gran globo de cristal soplado. Ya no podía aislar el recuerdo de los peces-arañas, ni el brazo lentamente curvado de la mansa compasión de las gaviotas. No podía aislar en su cajita de níquel cromo los fósforos de las agujas. Ni el libro de las preguntas de las respuestas madreselvas, de los grupos de corales, de las más podridas anémonas. Las nubes se abrían rápidamente mostrando el castillo que se desangraba. Las nubes destetadas hacían un poco más rosado el nácar de aquella agonía. Siguiendo las vueltas de las gaviotas aparecían una docena de adolescentes ocultando en las arenas sus flautas cremosas, dejando en recuerdo sus orejas enterradas. En el centro de la pecera se ven flotar, diminutos, otra docena de guerreros romanos.
Se sentó en el muro, el agua ya no rebotaba en las piedras. Se dirigía a los oídos con pasos secretos, rebotando contra el castillo, sin timbre o lebrel que partiesen aquella humedad, que avivasen la oportunidad de aquel secreto oleaje. Vio cómo la uniformidad marina se abría en un remolino somnoliento, vislumbró un alga verde cansado, gris perla, adivinanza congelada, secreto que fluye. Llegaba una olita, fabricada por los juncos tejidos, guiada tan sólo por el ruido que forman los peces al virarse para pellizcarse el cuello; parecía que avisada el alga, ya empezaba a oír su nombre indistinto, iba a incrustarse en la piedra. Insatisfecho momento y el alga diferenciada, un tanto mareada, volvía a ocupar el mismo sitio. Luis Keeler sintió la fijeza del alga, sintió también su carrera invisible hacia el paredón musgoso. Quedando así el alga, como una corona que desciende hasta la raíz del castillo que se desangra sobre el río. El alga clamaba por la monarquía del sueño interminable. Entre los pasos de la codorniz y la raíz del castillo, la fotografía tomada a la sombra del húmedo ruido y a la ligereza, podía garantizar el surgimiento de las algas diferenciadas.
Cuando el alga rebotó por última vez contra la piedra ablandada, Luis Keeler se fue hundiendo en el sueño. Un sueño blando, rodeado de algas, algodones, de manos que tocan blandamente un saco de arena y de puntillas. Cartas persas, las codornices de servicios domésticos, las peceras volcadas después del crimen. En su afán de buscar la última palabra y el nivel del sueño la codorniz tiraba desesperadamente de los labios. En el paraíso el agua corría de nuevo y se fabrica el cielo. La línea del paredón se alargaba, y él fue también estirando, adelgazando. Sintió que el pensamiento se le escapaba como había sentido los pasos de la codorniz, para ocupar el centro de aquella alga nombrada, diferente, que podía ostentar su orgullo y sus voluntarios paseos. El tacto insatisfecho ya no podía prolongarse en la mirada o en aquel último fragmento de sus labios. Espeso sueño como de quien pudiese hablar con la boca llena de agua. Absolutista alga que separaba el cristal de la divagación de los recuerdos y de las nubes.
Traspasó una línea marinera, que había sido trazada por los juncos antes de convertirse en pájaromoscas. La última se extendió por el cuerpo de Luis Keeler, quedando también adormecida en la arborescencia de sus nervios. Uno de sus ojos, traspasando el globo de porcelana, que había sido traído junto con el taladro de los granates, se fijó en la punta del dedo de un bandolero agilísimo. Triunfó, una ruedecilla recorría la distancia que separaba la mirada del objeto ceniciento.
Después el otro ojo se fijó en la condecoración dejada por el carapacho de las aguas quemantes, de las lavas y de los punzones. Puesto ya de pie, todas las algas huidas y borrado el límite de los paredones, la noche le empapaba las entrañas, creciendo como un árbol que sacude la tinta de sus ramas. Hubiera sido decoroso dar un grito, pero en aquel momento se vaciaba la jaula de los cines y de la vida clamante de las algas había surgido un absoluto sistema de iluminación. Dar un grito le hubiera costado partirse un pie o adivinar los últimos cabeceos de las algas o cómo circula la sangre en los granates.
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