Iglesia de Santa Sofía, en Estambul.- FATIH SARIBAS / Reuters ("El País")
Cuánto debe Europa a los bizantinos
CARLOS GARCÍA GUAL 15/05/2010
Judith Herrin denuncia la injusticia histórica contra una civilización con más luces que la sombra de su fama
El diccionario de la RAE de la Lengua Española (edición de 1970) define "bizantinismo" como "corrupción por lujo en la vida social, o por exceso de ornamentación en el arte", y, en segunda acepción: "Afición a discusiones bizantinas". Respecto a "bizantino", nos advierte: "Dícese de las discusiones baldías, intempestivas o demasiado sutiles". El sentido despectivo del término es común a otras lenguas; y se funda en un viejo estereotipo, heredado de la Ilustración, junto a la imagen de un mundo bizantino "corrupto" de figuras rígidas, joyas y ropas de oro, iconos, cúpulas, mosaicos, sedas, eunucos, una corte de intrigas sangrientas y discusiones teológicas infinitas en monasterios, plazas y mercados. (Una imagen decadente evocada por Hegel, Voltaire y Gibbon, y sus contemporáneos).
Pero esa imagen deformada no hace justicia al refinado y milenario imperio que defendió a Europa de los ataques árabes durante siglos, y civilizó y cristianizó el mundo eslavo, y mantuvo y transmitió el gran legado cultural del helenismo y a través de los exiliados y los textos clásicos impulsó el Humanismo del Renacimiento. "Sin Bizancio no habría existido Europa", afirma Judith Herrin al tiempo que denuncia esa perversa fama y su difusión europea. Los europeos no sólo cometieron una de las más infames traiciones de la historia al lanzar la Cuarta Cruzada a conquistar y saquear impíamente la espléndida Constantinopla, sino que más tarde rehusaron socorrer a la aislada Bizancio en 1453, cuando Mehmet II acometió su conquista. Con feroz codicia asesinaron a muchos bizantinos en 1204, dos siglos más tarde abandonaron la ciudad a los turcos, y, luego, acaso con mala conciencia, insultaron a los vencidos. "Las sistemáticas calumnias dirigidas hacia Bizancio como imperio que continúan aún hoy", escribe J. Herrin, "se originaron en el intento de los cruzados de justificar su codicia y pillaje contra sus correligionarios cristianos". (Los bizantinos eran hermanos en la fe, pero cismáticos, algo heréticos y encima arruinados. Ni los monarcas europeos ni el Papado les tenían ninguna simpatía. Tampoco los intelectuales del XVIII, ya se ve, por otras razones).
No faltan libros recientes con una perspectiva más justa de los méritos y logros de la civilización bizantina, corrigiendo el tópico tradicional, y subrayando los avances y los claros rasgos de modernidad en aquel prolongado y versátil imperio, que también, como otros, tuvo sus tiempos siniestros y una triste decadencia. Como ha escrito G. Cavallo: "Bizancio anticipa el estado centralizado de la edad moderna, experimenta formas estatutarias de asistencia pública y privada a la pobreza, se abre a modos capitalistas de expansión económica, concede a la mujer -aunque sea bajo el ropaje de un difundido antifeminismo- una dignidad y un papel desconocidos hasta nuestro siglo, y anticipa prácticas de trabajo intelectual (ediciones de textos, formas de lectura) de la edad moderna". Mucho antes, Hans Freyer destacaba, en su Historia universal de Europa, cómo había ejercido de dique y filtro espiritual entre Oriente y Occidente: "Bizancio recibe los poderosos efectos del Oriente y, en sentido positivo, ha impermeabilizado al Occidente contra ellos, o al menos, como un filtro, ha dejado pasar poco hacia él. Muy varia sabiduría de la sangre, viejas experiencias del cuerpo y el alma, mucho arte del goce y de la ascesis se han perdido con ello para Occidente, y sólo gracias a ello es éste tan inquieto, tan inteligente, tan falto de sabiduría y tan laborioso ahora".
El Bizancio de Judith Herrin es "una historia distinta" sin el habitual esquema cronológico. Enfoca en capítulos sueltos sus aspectos más característicos, sugestivos y fascinantes, en un relato espléndido por su amenidad, colorido dramático y fresco estilo. Trata, en sabias viñetas, de Constantinopla, la mayor ciudad de Europa, Santa Sofía, los iconos, los mosaicos de Rávena, la ortodoxia, los eunucos, la corte, la sociedad cosmopolita y el bastión contra el islam; también de Cirilo y Metodio, las cruzadas, la iconoclasia, el "fuego griego", Venecia y el tenedor (joyel de una princesa bizantina), el Monte Athos, el asedio de 1453 y, en fin, de "la grandeza y el legado de Bizancio".
Al comienzo Judith Herrin cita una nota reciente de prensa sobre la Unión Europea y sus "regulaciones tributarias de una complejidad manifiestamente bizantina". Luego comenta: "Si necesitamos una palabra para describir la mendacidad de nuestros actuales líderes políticos, la estrafalaria incompetencia de nuestras burocracias, el taimado egoísmo y las maquinaciones ilegales de nuestras grandes empresas, o bien el enrevesado atractivo de los pasillos globales de la fama, debemos encontrar un término apropiado, y no es el de bizantino. No es que el imperio estuviera libre de corrupción, de crueldad y de barbaridades, pero al proyectar en él las ideas que todavía evoca el término bizantino, estamos sugiriendo que todos esos defectos pertenecen a una sociedad remota y condenada, ajena a nuestro carácter y desvinculada absolutamente de nuestras propias tradiciones".
El adjetivo "bizantino" merece otras connotaciones, y Bizancio otra mirada.
Bizancio. El imperio que hizo posible la Europa moderna
Judith Herrin
Traducción: J. Ramos Mena. Debate.
2009. 495 páginas. 27,90 euros.
El hombre bizantino
Guglielmo Cavallo (editor).
Traducción de P. Bádenas y otros. Alianza. Madrid, 1994.
356 páginas. 26,30 euros.
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