viernes, 31 de diciembre de 2010

POESÍA. "¿Dónde vas, carpintero?", de Gloria Fuertes (1917-1998)

Gloria Fuertes

¿DÓNDE VAS, CARPINTERO?
                                         (VILLANCICO)

-¿Dónde vas, carpintero,
con la nevada?
-Voy al monte por leña
para dos tablas.

-¿Dónde vas, carpintero,
con esta helada?
-Voy al monte por leña,
mi Padre aguarda.

-¿Dónde vas con tu amor,
Niño del Alba?
-Voy a salvar a todos
los que no me aman.

-¿Dónde vas, carpintero,
tan de mañana?
-Yo me marcho a la guerra
para pararla.

SOLEDAD PUÉRTOLAS. Fragmento final del Discurso de ingreso en la Real Academia de la Lengua

Soledad Puértolas

Los humanos hablamos y hablamos y escribimos y escribimos, como si nos creyéramos capaces de dominar las lágrimas, los desgarros y las decepciones, y de distanciarnos de los salvajes accesos de alegría y regocijo. En el fondo de tanta palabra, de tanta narración, de tanto contar y tanto escuchar, late siempre la esperanza de que en algún momento sobrevenga el milagro del mutuo entendimiento y se vislumbre la luz de una verdad.

PRENSA CULTURAL. "Babelia". LOS LIBROS DEL AÑO (6): "Retratos y encuentros", de Gay Talese (EE.UU., 1932)

Gay Talese
Retratos y encuentros
Gay Talese
Traducción de Carlos José Restrepo
Alfaguara. Madrid, 2010
312 páginas. 19,50 euros

   En la época en la que muchos gritan la muerte del reporterismo por el doble ataque de la crisis y el asalto de las nuevas tecnologías, la aparición de libros como Retratos y encuentros, compuesto por piezas de oro del periodismo escrito, la desmiente. Ese elegante señor mayor que aparece en la portada, siempre con corbata y casi siempre con chaleco y tocado de sombrero, es Guy Talese, uno de los últimos mohicanos del 'Nuevo Periodismo', aquellos que hicieron de la no ficción un arte y que han creado escuela siempre que aquél no devenga en un ejercicio de manierismo. Precursor de un modo de escribir en la prensa haciendo literatura del reportaje y periodismo de la literatura, Talese forma parte de ese selecto club estadounidense de plumas de oro que componen Mailer, Capote o Wolfe, etcétera. Cada vez que practica la artesanía con ese género denominado perfil (como por ejemplo, los de Frank Sinatra o Joe Louis), asciende a los cielos y nos deja a los lectores (y a los aspirantes a hacer buen periodismo) el sabor de lo inalcanzable. Y cuando se pone minimalista y explica el mundo a través de los pequeños detalles (como cuando escribe que todas las noches saca a pasear a sus perros durante el tiempo que le dura fumar el habano con el que sueña toda la jornada), comprendes bien lo que Talese entiende por escribir: "Es como conducir un camión por la noche sin luces, perderse en medio de la carretera y pasar más de una década en una zanja".
                                                             Joaquín Estefanía

PRENSA. 31 diciembre 2010

En "El País":

1. (Des)Propósitos. Columna de Juan José Millás.

2. Baudelaire. David Trueba, sobre la televisión.

3. Bajo la madriguera de la dictadura. Reportaje de Tereixa Constenla. Renacen las historias de 'topos' con la reedición del libro de Manu Leguineche y Jesús Torbado y la biografía sobre el alcalde oculto que impactó a Arthur Miller.

4. Solo el 28% de las asesinadas había denunciado a su agresor. Por María R. Sahuquillo. La dependencia económica, la emocional y los hijos dificultan pedir ayuda - En 2010 ha habido 15 mujeres muertas más que el año pasado.

5. Nuevas formas de morir y donación de órganos. Artículo de Rafael Matesanz, director de la Organización Nacional de Trasplantes del Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad.

6. Rosas en invierno. Artículo del arquitecto Luis Fernández-Galiano. La crisis parecía perfecta para limpiar un aire muy contaminado, pero su violencia ha sido tal que ha creado más bien un desorden selvático. Acaso solo podamos capearla arrojando por la borda lo superfluo.

jueves, 30 de diciembre de 2010

POESÍA. "La cocina de los ángeles", de Pablo García Baena (Córdoba, 1923)

Pablo García Baena

LA COCINA DE LOS ÁNGELES
                                   Bartolomé Esteban Murillo

¡Qué ir y venir esa Noche
por las cocinas del cielo!
Clara, en el punto de nieve,
Teresa, entre los pucheros.
La Carmen Soto vigila
calderetas y torreznos,
en tanto tocan a laudes
almireces y morteros.
Sumiller de mesa y boca,
pejes en nácar de Méjico,
Tobías el caminante
porta en azafates bellos
y adobado en pepitoria
el corzo de San Huberto
flamea entre las canelas
que inciensan fulvos braseros.
Amarguillos y perrunas
pizcan los franciscos legos
y los ángeles peinándose
el almíbar del cabello
rompen el alinde cande
de cornucopias de yelo.
Pinches son los serafines
y con albos pañizuelos
espejean como plata
los platos en los plateros.
Francolines de Milán,
plumas de rojo capelo
en horno de palosanto
doran pechugas al fuego.
Los pastores, que son hombres
de recental paramento,
cuecen habas, hierven gachas,
majan sal de salmorejos
y la majada se niebla
al humo de los espetos.
Parihuelas con salvillas,
frutas de sartén, buñuelos,
alfajores, bartolillos,
alojas de caramelo,
bechamelas, mostachones
capuchinas, borrachuelos,
colman bandejas de azófar,
enmelan los lienzos duendos
y como hostiarios relucen
dulceras en los chineros.
El caldo de la Parida,
en áureo grial enhiesto,
al dar en punto las doce
sirve el Maestresala atento.

La Virgen, como es ayuno,
un suspiro es su alimento,
y al Niño recién nacido,
en níveo pórfido cuenco
que vela mano de ámbar,
da la leche de su pecho.

NOVELA: "Inés y la alegría" (fragmento), de Almudena Grandes

Almudena Grandes

   Toulouse, un día de agosto, quizás aún julio, tal vez en los comienzos de septiembre de 1939.
   Una mujer camina por la calle con los labios apretados, la actitud apresurada, ensimismada a la vez, de quien está en apuros o tiene una larga lista de tareas que cumplir. Se llama Carmen, y es muy joven. Lo más probable es que ese día, cuya fecha exacta se desconoce, no haya cumplido aún veintitrés años. Sin embargo, ha vivido mucho.
   –Bonjour, monsieur.
   –Bonjour, madame!
   El panadero, quizás el carnicero, o el frutero apoyado en el quicio de la puerta por la que Carmen acaba de pasar, saluda con acento satisfecho a una clienta a la que no ha visto en los últimos días, quizás porque ha estado veraneando. En 1939 los franceses aún veraneaban, aún vivían en un mundo donde existían los puestos de trabajo, las vacaciones, las playas con casetas y sombrillas clavadas en la arena, las olas mansas del Mediterráneo, las majestuosas mareas del Atlántico.
   Carmen pensaría en eso y, quizás, en un archipiélago de azoteas con sábanas tendidas o parras deformadas por el peso de los racimos verdes, el sol rebotando contra la cal de las paredes en el silencio perezoso de la siesta, una mosca mareada de sobrevolar durante horas y horas el redondo misterio del mismo botijo, y niños medio desnudos con sonrisas de higo, o de sandía, el agua azucarada de la fruta dibujando alegres ríos de placer sobre sus barbillas. Eso fue en otro tiempo, veranos recientes que ahora le parecen lejanísimos, un país que existe y no existe, que ha desaparecido pero seguirá teniendo las ventanas cerradas, las persianas bajadas como escudos contra el calor, y en las ciudades, terrazas repletas de noctámbulos cantarines y borrachos, felices de ver amanecer otro día en plena calle. En la costa, también seguirán existiendo pueblos con cuestas vertiginosas, como toboganes de albero polvoriento y sin aceras, que dejan ver al fondo retazos de un mar propio, tan limpio, tan hermoso, tan azul como nunca podrá ser un mar extranjero. Mejor no saber, no recordar. Mientras escucha a lo lejos la voz de una clienta desconocida, que le pregunta al tendero el precio de esto o de aquello, Carmen piensa en España y aprieta aún más el paso, los labios, esa exasperada variante de la determinación que es el único patrimonio de los desesperados.
   –Écoute, Marcel! Où vas-tu tellement...? –el ruido del pedaleo, los engranajes moviéndose a toda prisa con un grueso estrépito de chirridos metálicos, le impiden entender el resto de la pregunta.
   –Salut! –pero escucha a cambio la respuesta, una expresión neutra que el acento travieso, malicioso, del ciclista, ha convertido en una clave que ella no logra descifrar.
   Cuando sus caminos se cruzan, el adolescente que anda por la acera sigue riéndose, aunque hace un par de minutos que la bicicleta de su amigo se ha perdido por una bocacalle. Él seguramente no sabe que la mujer joven que avanza en dirección contraria pronuncia aún, todos los días, casi siempre en voz baja, una expresión casi idéntica, ¡salud!, aunque ya nadie se ríe al escucharla. Si lo supiera, tampoco le importaría, así que Carmen prefiere no pensar tampoco en eso mientras camina deprisa y procura fijarse en lo que sucede a su alrededor, sin llamar la atención de los transeúntes. Eso, al menos, nunca ha resultado demasiado difícil para esta chica bajita, ancha de caderas, más bien culibaja, con una cara simpática, los ojos pequeños, vivos, y la sonrisa fácil, que no es ni siquiera fea, que es incluso agradable para quien tenga tiempo o ganas de mirarla dos veces, pero que sobre todo es, por fuera como por dentro, una mujer corriente, incluso vulgar, una del montón. Así había sido siempre Carmen de Pedro. Así fue hasta que ella, aunque quizás sea más justo y más preciso escribirlo con mayúscula, Ella, la escogió entre todos para confiarle una tarea que estaba muy por encima de su ambición, y aún mucho más allá de sus capacidades.
   Desde aquel día, Carmen no duerme bien. Desde aquel día, tiene miedo de todo, y sobre todo de sí misma, de su previsible fracaso en el cumplimiento de una misión mucho más grande que ella. Cuando ingresó en el Partido, una muchacha entonces, casi una niña, jamás se atrevió a imaginar la enormidad de la carga que algún día llegaría a abrumar sus hombros, que anularía su imaginación y estremecería su conciencia, esa responsabilidad que siente ahora como una roca inmensa de aristas afiladas que le desgarra la piel a cada paso y siembra monstruos, peligros como monstruos, en cada instante que pasa despierta, y en los sombríos pliegues de sus sueños sombríos.
   Eso es lo que ve mientras camina por Toulouse, Rue des Jacobins quizás, Rue Mirepoix, Rue Léon Gambetta, calles estrechas de casas de piedra y ninguna playa al fondo, esta buena chica que nunca pretendió ser otra cosa, la mecanógrafa del Comité Central de Madrid, que conocía en persona a casi todos los dirigentes del Partido Comunista de España, sí, pero sólo porque había transcrito a máquina sus intervenciones, porque había pasado a limpio sus cartas para que ellos las firmaran después, porque les abría la puerta cuando llegaban, y la cerraba tras ellos después de despedirles con la misma sonrisa entre los labios. Eso es lo que ella sabe hacer, ese había sido siempre su trabajo y nunca había aspirado a otro. Ahora, mientras Toulouse disfruta de otro día amable, templado, de la vida aburrida de una Francia que no quiere saber nada, ni dónde está, ni en qué día vive, ni quiénes son sus vecinos, ni a qué juegan, ni qué pretenden, Carmen de Pedro camina por sus calles con un infierno a cuestas, un tormento portátil, otra maldita bendición española.
   –À tout à l’heure, madame!
   Au revoir, Marie, à dimanche!
   La campanilla instalada en el quicio de la puerta tintinea como un crótalo jubiloso y exótico, un lujo sonoro, acorde con la imagen de la anciana enjoyada, bien peinada, bien vestida, con aspecto de haber sido rica toda su vida, que atraviesa el umbral con una bandeja de pasteles entre las manos mientras una niña grande, de unos diez años, mantiene la puerta abierta para ella.
   –Au revoir, Nicole! –el saludo hace sonreír a la niña con labios manchados de azúcar, el bollo que ha escogido al salir del colegio a medio morder en la mano derecha.
   –Au revoir, madame!
   Tras el cristal, su madre, con un inmaculado delantal blanco, el nombre de su establecimiento, Pâtisserie du Capitole, bordado en letras azules de florida caligrafía, espera a que su clienta se pierda de vista antes de ordenar a su hija que suba inmediatamente a casa y se ponga a hacer los deberes. La Rue Gambetta se ensancha apenas durante unos metros antes de desembocar en la Place du Capitole, vasta y armoniosa como el mar que no llega a Toulouse. Allí, bajo uno de los soportales, semiescondido en la entrada de una tienda, simulando mirar con interés un escaparate que exhibe una cuidada selección de paraguas, o de quesos, o de libros que no le interesan en absoluto, él la está esperando.
   Hace ya varios días que la sigue a distancia sin ser descubierto. Sabe dónde vive, con quién se relaciona, a qué hora suele salir de casa y por qué camino, dónde come, con quién, a qué hora vuelve, y que vuelve sola. Podría haberla abordado el día anterior, o al día siguiente, con el mismo aplomo, la misma asombrosa naturalidad con la que decide que no, que va a ser hoy, mira tú por dónde, mientras estudia un momento su reflejo en el cristal, corrige levemente el ángulo del ala del sombrero sobre su frente, se mete las manos en los bolsillos y da la vuelta de pronto, para cruzar la plaza con los ojos fijos en el suelo y una apariencia de la prisa que no tiene, cortando la trayectoria de la mujer en línea recta hasta que consigue tropezar con ella.
   –Excusez-moi –y al tenerla delante, sólo al tenerla delante, levanta la cabeza, la mira a los ojos, abre la boca en una mueca ensayada para expresar un asombro sin límites–. ¡Carmen!
   –Jesús... –ella tarda un instante en reconocerle, mira a su izquierda, a su derecha, detrás de él, comprueba que está solo, vuelve a mirarle, le ve sonreír, sonríe por fin.
   –¡Carmen, qué sorpresa! –él alarga sus manos hacia ella, toma las suyas, la besa tal vez en la mejilla–. ¿Cómo estás?
   No es fácil describir a este hombre, y difícil compararle con sus camaradas, con sus compatriotas, con sus contemporáneos. Fácil de amar y difícil de olvidar, por dentro, pero también por fuera. Alto, corpulento, con hombros anchos, manos grandes, algún indicio, tal vez, de una futura obesidad que ahora no nos interesa porque es incompatible con su condición de refugiado político en Francia, en agosto, quizás julio, tal vez septiembre de 1939, Jesús Monzón Reparaz es, en este instante, sobre todo un hombre acogedor, grande como una casa.

POESÍA. "Píos deseos para empezar el año", de Jaime Gil de Biedma (1929-1990)

Jaime Gil de Biedma

Píos deseos para empezar el año

Pasada ya la cumbre de la vida,
justo del otro lado, yo contemplo
un paisaje no exento de belleza
en los días de sol, pero en invierno inhóspito.
Aquí sería dulce levantar la casa
que en otros climas no necesité,
aprendiendo a ser casto y a estar solo.
Un orden de vivir, es la sabiduría.
Y qué estremecimiento,
purificado, me recorrería
mientras que atiendo al mundo
de otro modo mejor, menos intenso,
y medito a las horas tranquilas de la noche,
cuando el tiempo convida a los estudios nobles,
el severo discurso de las ideologías
-o la advertencia de las constelaciones
en la bóveda azul...
Aunque el placer del pensamiento abstracto
es lo mismo que todos los placeres:
reino de juventud.

PRENSA CULTURAL. "Babelia". LOS LIBROS DEL AÑO (5): "El amor verdadero", de José María Guelbenzu

José María Guelbenzu
El amor verdadero
José María Guelbenzu
Siruela. Madrid, 2010
585 páginas. 21,95 euros

   Uno se ha acostumbrado desde el ya lejano 1968, año de El mercurio, cuya primera edición de Barral Editores por el diseño y las ilustraciones parece ahora un objeto arqueológico, a estar acompañado de José María Guelbenzu. Desde entonces, nos ha ofrecido una obra variada y atrevida siempre en busca de nuevos horizontes como, por poner ejemplos muy distintos, el efectivo y original diálogo de Un peso en el mundo o la serie de novelas policiacas de la juez Mariana de Marco. En El amor verdadero, novela que transmite una gran sabiduría de la vida, el título define el tema principal. En la relación entre Clara y Andrés, el amor, "una cosa bastante misteriosa", es sentimiento, pasión, sexo y camaradería, pero no se reduce a ninguna de estas cosas. El autor propone varias aproximaciones entre las que escojo dos. Una, la elección más o menos racional. Clara decide y, en consecuencia, espera y acepta, una actitud insólita que resulta sorprendente y puede parecer excesiva, pero es coherente con la propuesta novelística. La otra cuestión es el ingreso en la trama del halo poético de Camelot y la caballería mediante el recurrente motivo del anillo mágico que une milagrosamente a los amantes junto a otros acontecimientos y a tres anacrónicos personajes de gran calado literario.
                                                                 Lluís Satorras

PRENSA. 30 diciembre 2010

En "El País":

1. 'Obispollo'. Columna de Maruja Torres.

2. Con velo contra el cliché. Reportaje de Naiara Galarraga. Las hermanas francesas Tighanimine, con su 'blog' 'Hijab & the city', y la holandesa Esmaa Alariachi, habitual en la tele, luchan contra los estereotipos.

3. Supremo diseño del huevo. Por Vicente Verdú.

4. La aceituna china. Artículo de Xulio Ríos, director del Observatorio de la Política China.

5. Costa de Marfil: símbolo del mal gobierno. Artículo de Jendayi E. Frazer, que fue secretaria de Estado adjunta para Asuntos Africanos en el Gobierno de EE UU entre 2005 y 2009. En la actualidad es catedrática de Servicios Distinguidos en la 'Carnegie Mellon University'; y Nicolas Berggruen, presidente y director ejecutivo del 'Nicolas Berggruen Institute', dedicado a investigar nuevas ideas para el buen gobierno. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. © Global Viewpoint Network/Tribune Media Services. La lucha por el poder entre Laurent Gbagbo y Alassane Ouattara refleja graves problemas africanos. Uno de ellos son unas instituciones políticas poco democráticas y desconectadas de las tradiciones del continente.

6. Billy el Niño espera el perdón. Reportaje de David Alandete. El gobernador de Nuevo México decidirá antes de fin de año si concede un indulto simbólico al famoso pistolero.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

POESÍA. Villancico de Lope de Vega (1562-1635)

Lope de Vega
Pues andáis en las palmas,
ángeles santos,
que se duerme mi niño,
tened los ramos.

Palmas de Belén
que mueven airados
los furiosos vientos
que suenan tanto:
no le hagáis ruido,
corred más paso,
que se duerme mi Niño,
tened los ramos.

El Niño divino,
que está cansado
de llorar en la tierra
por su descanso,
sosegar quiere un poco
del tierno llanto.
Que se duerme mi niño,
tened los ramos.

Rigurosos hielos
le están cercando;
ya veis que no tengo
con qué guardarlo.
Ángeles divinos
que vais volando,
que se duerme mi Niño,
tened los ramos.

PRENSA CULTURAL. "Babelia". LOS LIBROS DEL AÑO (4): "El sueño del celta", de Mario Vargas Llosa (Perú, 1936)

El sueño del celta
Mario Vargas Llosa
Alfaguara. Madrid, 2010
454 páginas. 22 / 28 (estuche) euros

   El sueño del celta es la historia del funcionario irlandés del 'Foreing Office' Roger Casement. Y lo hace en su doble condición de funcionario valiente por denunciar los crímenes masivos cometidos en el Congo por los esbirros del rey Leopoldo II de Bélgica y de patriota irlandés. El lector podría preguntarse si se trata de una novela histórica o de historia novelada. Es verdad que el escritor utiliza el método alterno de relato, el mismo, aunque más osado, que le dio tan magistrales resultados en Conversación en La Catedral. Pero la sensación que se tiene es que Vargas Llosa quiso imprimir a este libro algo más que un desafío literario: registra con fidelidad documental las tinieblas del colonialismo, el alma perversa del poder y la codicia. Y para ello se sirvió del casi olvidado Casement, un experto en detectar atrocidades en el mundo. Lo literario en El sueño del celta estriba en su diáfana y enérgica escritura y en el espíritu de los caracteres contradictorios descritos. El héroe de este libro ofrece otras facetas de su biografía: la del servicial funcionario del Imperio Británico que un día descubre que es irlandés: un irlandés independentista y homosexual. Dos tabúes que Vargas Llosa destripa con extremo tacto literario y comprensión histórica.
                                                            J. Ernesto Ayala-Dip

NOVELA. AVANCE EDITORIAL. "El caso Mao", de Qiu Xiaolong

   COMIENZO DE LA NOVELA:
    El inspector jefe Chen Cao no estaba de humor para intervenir en la reunión sobre estudios políticos organizada por el comité del Partido del Departamento de Policía de Shanghai.
   Su malhumor se debía al asunto que debatían aquel día: la imperiosa necesidad de construir la civilización espiritual en China.
"Civilización espiritual" era un eslogan político que aparecía con frecuencia en los periódicos del Partido desde mediados de 1990. El Diario del Pueblo acababa de publicar otro editorial sobre el tema aquella misma mañana. En el mismo número, sin embargo, se destapaba un nuevo caso de corrupción protagonizado por un alto cargo del Partido.
   ¿De dónde podría surgir esta "civilización espiritual"? No iba a aparecer por arte de magia, como el conejo que sale de la chistera de un mago. De todas formas, a Chen no le quedaba más remedio que permanecer sentado a la mesa de la sala de reuniones, muy tieso y con el semblante serio, y asentir como un robot mientras los otros hablaban.
   "No puedes unir nada con nada si tienes las uñas rotas".
   Chen no podía recordar si esta imagen tan sombría provenía de un poema que había leído hacía mucho, tendido al sol en alguna playa.   
   Pese a toda la propaganda política del Partido, el materialismo se estaba extendiendo por toda China. Circulaba el chiste de que la antigua consigna política "Mirad hacia el futuro" se había convertido en una máxima aún más popular, "Mirad el dinero", porque la palabra china qian se pronuncia exactamente igual para referirse al futuro y al dinero. Pero eso no era un chiste, o no exactamente. Entonces, ¿de dónde surgiría la "civilización espiritual"?
   –Hoy en día, la gente no ve más allá de sus propios pies –dijo con voz solemne el secretario del Partido Li Guohua, el cargo más alto del Partido dentro del Departamento. Mientras hablaba, las abultadas ojeras de Li no dejaban de temblar–. Tenemos que hacer hincapié una vez más en la gloriosa tradición de nuestro Partido. Tenemos que reconstruir el sistema de valores comunista. Tenemos que reeducar al pueblo...
   ¿Era el pueblo el culpable de lo que estaba sucediendo? Chen encendió un cigarrillo mientras se frotaba el caballete de la nariz con los dedos índice y corazón. Después de todos los movimientos políticos surgidos bajo el régimen de Mao, después del inicio de la Revolución Cultural en 1966, después del agitado verano de 1989, después de los numerosos casos de corrupción dentro del Partido...
   –Al pueblo sólo le importa el dinero –intervino en voz alta el inspector Liao, jefe de la brigada de homicidios–. Permítanme que les dé un ejemplo. La semana pasada fui a un restaurante. Un antiguo restaurante de cocina de Hunan que lleva abierto muchos años pero que, de pronto, se ha convertido en un restaurante temático dedicado a la figura de Mao. Todas las paredes están cubiertas de fotografías de Mao y de sus cautivadoras secretarias personales. La carta está llena de especialidades que, supuestamente, fueron los platos favoritos de Mao. Y las Hermanas Camareras de Xiang, enfundadas en corpiños de estilo dudou con citas de Mao impresas, se contoneaban por el restaurante como si fueran putas. El restaurante está aprovechándose descaradamente de la memoria de Mao, quien debe de estar revolviéndose en su tumba.
   –Y circula una anécdota –añadió el subinspector Jiang– sobre la llegada de Mao a la plaza Tiananmen, donde un astuto hombre de negocios fotografiaba a los turistas junto a Mao, ganando así un montón de dinero. Una auténtica vergüenza.
   –Dejen en paz a Mao –interrumpió el secretario del Partido Li sin ocultar su enfado.
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SINOPSIS
   Cuando aún no se ha repuesto de la noticia de que su antigua novia, Ling, se ha casado, el inspector jefe Chen Cao recibe la llamada de un ministro que le insta a encargarse, sin demora y personalmente, de una delicada investigación relacionada con el presidente Mao. Las autoridades temen que Jiao, la nieta de una actriz que mantuvo una "relación especial" con Mao y fue perseguida durante la Revolución Cultural, haya heredado algún documento que, de salir a la luz, empañe la figura de Mao, "intocable" aun décadas después de su fallecimiento. Jiao acaba de dejar un empleo mal pagado como recepcionista, se ha mudado a una lujosa vivienda y se ha integrado en un nuevo círculo de amistades que sólo anhela revivir nostálgicamente las costumbres y modas de la dorada Shanghai precomunista. Chen deberá infiltrase en el círculo, recuperar el comprometedor material –si existe– y evitar el escándalo, en un caso trepidante en el que se entrecruzan la fuerza de los mitos, la corrupción de la élite política y la historia reciente de China.
EN TUSQUETS EDITORES. Col. Andanzas. Enero 2011
Traducción de Victoria Ordóñez Diví.

PRENSA. 29 diciembre 2010

En "El País":

1. Bailando en la oscuridad. Por Manuel Rodríguez Rivero.

2. El duelo compartido con los desconocidos. Reportaje de Naiara Galarraga. Tras la muerte de un allegado, algunos escriben una canción, un libro o un 'blog' porque les alivia - La sociedad arropa poco tiempo al doliente y presiona para volver a la normalidad cuanto antes. Sintamos lo que sintamos, es normal. Análisis de Mónica Pereira, psicóloga del grupo de emergencias del Colegio Oficial de Psicólogos de Madrid. Para más información: http://montedeoya.homestead.com/duelos.html

3. "La democracia no pedirá perdón por ser sanamente relativista". Por Julio M. Lázaro. La Abogacía del Estado rebate ante el Constitucional la campaña contra Educación para la Ciudadanía - La enseñanza "no es monopolio de los padres".

4. ¿Qué le pasa al alma de los progresistas? Artículo de Luis Arroyo, presidente de Asesores de Comunicación Pública y autor de El poder en escena.

5. Universalizar la excelencia. Artículo de Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y Directora de la Fundación ÉTNOR.

6. La conspiración del talento. Artículo de Joan B. Culla i Clarà, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona. En política, cine, literatura o música, muchas de las bajas del año que termina han sido personalidades judías. No es que 2010 haya sido particularmente mortífero para los judíos, es que su aportación es asombrosa.

martes, 28 de diciembre de 2010

POESÍA. "El ángel confitero", de Rafael Alberti (1902-1999)

Rafael Alberti

EL ÁNGEL CONFITERO

De la gloria, volandero,
baja el ángel confitero.

-¡Para ti, Virgen María,
y para ti, Carpintero,
toda la confitería!

-¿Y para mí?
-Para ti,
granitos de ajonjolí.

A la gloria, volandero,
sube el ángel confitero.

PRENSA CULTURAL. "Babelia". LOS LIBROS DEL AÑO (3): "Blanco nocturno", de Ricardo Piglia (Argentina, 1940)

Ricardo Piglia
Blanco nocturno
Ricardo Piglia
Anagrama. Barcelona, 2010
302 páginas. 19 euros

   Quizá lo más notable de la obra de Ricardo Piglia es que escribe libros (sean de narrativa, de crítica o un híbrido de ambos) de los que, una vez publicados, no podemos prescindir. Esto no es un elogio, sino una constatación. Los apenas cuatro meses transcurridos desde la aparición de Blanco nocturno parecen desenvolver un tiempo mucho más amplio, como si la novela llevara ya años publicada. Sin duda es fruto de su repercusión. Pero también se trata del efecto exclusivo de una obra que, a la vez que se rige por el apremio de la convención, desborda esos límites y problematiza su propuesta. Aquí la convención es la novela policiaca y de investigación (que no se reduce a la aclaración del crimen) y la recuperación (sin alarde reivindicativo) de lo rural como un espacio cerrado que incrimina a los personajes con sus chismorrerías y equívocos. Un pueblo de la llanura argentina que concentra el laberinto de la gran ciudad. En la obra de Piglia no hay situación narrativa que no requiera agregar alguna nota discordante a la exhibición de sus códigos. En esta ocasión le ha tocado dejar en el aire la apostilla de descubrir al criminal. Para los partidarios de la novela policiaca al uso, Blanco nocturno tal vez defraude sus expectativas. Pero la novela prescinde de esa necesidad de reordenación moral porque no quiere tranquilizar al lector. Quien busque sosegar sus nervios se ha equivocado de texto. La trama criminal no se implanta aquí con la reclamación de despejar incógnitas, sino para revelar la admirable maquinaria con que se construye una novela. Imprescindible, ya se dijo.
                                                                       Francisco Solano

LITERATURA ESPAÑOLA Y UNIVERSAL (FRAGMENTOS). "Aurora roja", de Pío Baroja (1872-1956)

Pío Baroja

Prólogo.
Cómo Juan dejó de ser seminarista

   Habían salido los dos muchachos a pasear por los alrededores del pueblo, y a la vuelta, sentados en un pretil del camino cambiaban a largos intervalos alguna frase indiferente.
   Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresión jovial; el otro, bajo, raquítico, de cara manchada de roséolas y de mirar adusto y un tanto sombrío.
   Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenían aire de seminaristas; el alto grababa con el cortaplumas en la corteza de una vara una porción de dibujos y de adornos; el otro, con las manos en las rodillas en actitud melancólica, contemplaba, entre absorto y distraído, el paisaje.
   El día era de otoño, húmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre una colina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres más negras aún. En el cielo gris, como lámina mate de acero, subían despacio las tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aire estaba silencioso; el río, escondido tras del boscaje, resonaba vagamente en la soledad.
   Se oía el tintineo de las esquilas y un lejano tañer de campana. De pronto resonó el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca humareda entre los árboles, que pronto se convirtió en neblina suave.
   —Vámonos ya —dijo el más alto de los mozos.
   —Vamos —repuso el otro.
   Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y comenzaron a andar en dirección del pueblo.
   Una niebla vaga y melancólica comenzaba a cubrir el campo. La carretera, como cinta violácea, manchada por el amarillo y el rojo de las hojas muertas, corría entre los altos árboles, desnudos por el otoño, hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las ráfagas de aire hacían desprenderse de las ramas a las hojas secas, que correteaban por el camino.
   —Pasado mañana ya estaremos allí —dijo el mocetón alegremente.
   —Quién sabe —replicó el otro.
   —¿Cómo quién sabe? Yo lo sé, y tú, también.
   —Tú sabrás que vas a ir; yo, en cambio, sé que no voy.
   —¿Que no vas?
   —No.
   —¿Y por qué?
   —Porque estoy decidido a no ser cura.
   Tiró el mozo al suelo la vara que había labrado, y quedó contemplando a su amigo con extrañeza.
   —¡Pero tú estás loco, Juan!
   —No; no estoy loco, Martín.
   —¿No piensas volver al seminario?
   —No.
   —¿Y qué vas a hacer?
   —Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocación.
   —¡Toma! ¡Vocación!, ¡vocación! Tampoco la tengo yo.
   —Es que yo no creo en nada.
   El buen mozo se encogió de hombros cándidamente.
   —Y el padre Pulpon, ¿cree en algo?
   —Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador —dijo el más bajo de los dos con vehemencia—, y yo no quiero engañar a la gente, como él.
   —Pero hay que vivir, chico. Si yo tuviera dinero, ¿me haría cura? No; me iría al campo y viviría la vida rústica, y trabajaría la tierra con mis propios bueyes, como dice Horacio: Paterna rura bobis, exercet suis; pero no tengo un cuarto, y mi madre y mis hermanas están esperando a que acabe la carrera. ¿Y qué voy a hacer? Lo que harás tú también.
   —No; yo no. Tengo la decisión firme, inquebrantable, de no volver al seminario.
   —¿Y cómo vas a vivir?
   —No sé; el mundo es grande.
   —Eso es una niñada. Tú estás bien, tienes una beca en el seminario. No tienes familia. Los profesores han sido buenos para ti..., podrás doctorarte..., podrás predicar..., ser canónigo..., quizá obispo.
   —Aunque me prometieran que había de ser Papa no volvería al seminario.
   —Pero ¿por qué?
   —Porque no creo; porque ya no creo; porque no creeré ya más.
   Calló Juan y calló su compañero, y siguieron caminando uno junto a otro.
   La noche se entraba a más andar, y los dos muchachos apresuraron el paso. El mayor, después de un largo momento de silencio, dijo:
   —¡Bah!... Cambiarás de parecer.
   —Nunca.
   —Apuesto cualquier cosa a que eso que me dijiste del padre Pulpon te ha hecho decidirte.
   —No; todo eso ha ido soliviantándome; he visto las porquerías que hay en el seminario; al principio lo que vi me asombró y me dio asco; luego, me lo he explicado todo. No es que los curas son malos; es que la religión es mala.
   —Tú no sabes lo que dices, Juan.
   —Cree lo que quieras. Yo estoy convencido; la religión es mala, porque es mentira.
   —Chico, me asombra oírte. Yo que te creía casi un santo. ¡Tú, el mejor discípulo del curso! ¡El único que tenía verdadera fe, como decía el padre Modesto!
   —El padre Modesto es un hombre de buen corazón, pero es un alucinado.
   —¿Tampoco crees en él? Pero ¿cómo has cambiado de ese modo?
   —Pensando, chico. Yo mismo no me he dado cuenta de ello. Cuando comencé a estudiar el cuarto año con don Tirso Pulpon todavía tenía alguna fe. Aquel año fue el del escándalo que dio el padre Pulpon con uno de los chicos del primer curso, y, te digo la verdad, para mí, fue como si me hubiesen dado una bofetada. Al mismo tiempo que con don Tirso, estudiaba con el padre Belda, que, como dice el lectoral, es un ignorante profeso. El padre Belda le odia al padre Pulpon, porque Pulpon sabe más que él, y encargó a otro chico y a mí que nos enteráramos de lo que había pasado. Aquello fue como meterse en una letrina. ¡Yo, qué había de sospechar lo que pasaba! No sé si tú lo sabrás; pero si no lo sabes, te lo digo: el seminario es una porquería completa.
   —Sí, ya lo sé.
   —Un horror. Desde que me enteré de estas cosas, no sé lo que me pasó; al principio sentí asombro; luego, una gran indignación contra toda esa tropa de curas viciosos que desacreditan su ministerio. Luego leí libros, y pensé y sufrí mucho, y desde entonces ya no creo.
   —¿Libros prohibidos?
   —Sí.
   —Últimamente, en la época de los exámenes dibujé una caricatura brutal, horrorosa, del padre Pulpon, y algún amiguito suyo se la entregó. Estábamos a la puerta del seminario hablando, cuando se presentó él: "Quién ha hecho esto?", dijo, enseñando el dibujo. Todos se callaron; yo me quedé parado. "¿Lo has hecho tú?", me preguntó. "Sí, señor". "Bien, ya tendremos tiempo de vernos". Te digo que con esa amenaza los primeros días que estuve aquí no podía ni dormir. Estuve pensando una porción de cosas para sustraerme a su venganza, hasta que se me ocurrió que lo más sencillo era no volver al seminario.
   —Y esos libros que has leído, ¿qué dicen?
   —Explican cómo es la vida, la verdadera vida, que nosotros no conocemos.
   —¡Malhaya ellos! ¿Cómo se llaman esos libros?
   —El primero que leí fue Los Misterios de París; después, El judío errante y Los Miserables.
   —¿Son de Voltaire?
   —No.
   Martín sentía una gran curiosidad por saber qué decían aquellos libros.
   —¿Dirán barbaridades?
   —No.
   —¡Cuenta! ¡Cuenta!
   En Juan habían hecho las lecturas una impresión tan fuerte, que recordaba todo con los más insignificantes detalles. Comenzó a narrar lo que pasaba en Los Misterios de París, y no olvidó nada; parecía haber vivido con el Churiador y la Lechuza, con el Maestro de Escuela, el príncipe Rodolfo y Flor de María; los presentaba a todos con sus rasgos característicos.
   Martín escuchaba absorto; la idea de que aquello estaba prohibido por la Iglesia, le daba mayor atractivo; luego, el humanitarismo declamador y enfático del autor, encontraba en Juan un propagandista entusiasta.
   Ya había cerrado la noche. Comenzaron los dos seminaristas a cruzar el puente. El río, turbio, rápido, de color de cieno, pasaba murmurando por debajo de las fuertes arcadas, y más allá, desde una alta presa cercana, se derrumbaba con estruendo, mostrando sobre su lomo haces de cañas y montones de ramas secas.
   Y mientras caminaban por las calles del pueblo, Juan seguía contando.
   La luz eléctrica brillaba en las vetustas casas, sobre los pisos principales, ventrudos y salientes, debajo de los aleros torcidos, iluminando el agua negra de la alcantarilla que corría por en medio del barro. Y el uno contando y el otro oyendo, recorrieron callejas tortuosas, pasadizos siniestros, negras encrucijadas...
   Tras de los héroes de Eugenio Sue, fueron desfilando los de Víctor Hugo, monseñor Bienvenido, Juan Valjean, Javert, Gavroche, Fantina, los estudiantes y los bandidos de Patron Minette.
   Toda esta fauna monstruosa bailaba ante los ojos de Martín una terrible danza macabra.
   —Después de esto —terminó diciendo Juan—he leído los libros de Marco Aurelio y los Comentarios, de César, y he aprendido lo que es la vida.
   —Nosotros no vivimos —murmuró con cierta melancolía Martín—. Es verdad; no vivimos.
   Luego, sintiéndose seminarista, añadió:
   —Pero, bueno; ¿tú crees que habrá ahora en el mundo un metafísico como santo Tomás?
   —Sí —afirmó categóricamente Juan.
   —¿Y un poeta como Horacio?
   —También.
   —Y entonces, ¿por qué no los conocemos?
   —Porque no quieren que los conozcamos. ¿Cuánto tiempo hace que escribió Horacio? Hace cerca de dos mil años; pues, bien, los Horacios de ahora se conocerán en los seminarios dentro de dos mil años. Aunque dentro de dos mil años ya no habrá seminarios.
   Esta conjetura, un tanto audaz, dejó a Martín pensativo. Era, sin duda, muy posible lo que Juan decía; tales podían ser las mudanzas y truecos de las cosas.
   Se detuvieron los dos amigos un momento en la plaza de la iglesia, cuyo empedrado de guijarros manchaba a trozos la hierba verde. La pálida luz eléctrica brillaba en los negros paredones de piedra, en los saledizos, entre los lambrequines, cintas y penachos de los escudos labrados en los chaflanes de las casas.
   —¡Eres muy valiente, Juan! —murmuró Martín.
   —¡Bah!
   —Sí, muy valiente.
   Sonaron las horas en el reloj de la iglesia.

CINE: "El discurso del rey", de Tom Hooper

   Muy recomendable.
   El tráiler:


Declaraciones del actor Colin Firth, que encarna al rey Jorge VI:


Fuente

PRENSA. 28 diciembre 2010

En "El País":

1. Indiferencia. Columna de Rosa Montero.

2. No todo es policiaco en Escandinavia. Reportaje de Carles Geli. El 'boom' de las letras nórdicas va más allá de los libros de intriga - La clave de su éxito es un realismo crudo que aborda sin tapujos los problemas individuales. "Los autores de novela negra no suelen escribir bien". Entrevista al escritor Kjell Johansson. Por J. M. Martí Font.

3. Fin de años. Por Fernando Savater.

4. En busca de la justicia pictórica. Por Daniel Verdú. Atribuciones como la reciente de una piedad a Goya encienden debates entre los estudiosos - Es un proceso duro, largo y casi siempre controvertido.

5. Tanto estudiar para esto. reportaje de Joaquina Prades. El 25% de los universitarios españoles ocupa empleos muy por debajo de su preparación - Los trabajadores 'sobreeducados' no son más productivos.

6. Derechos humanos en el Sáhara Occidental. Artículo de Fouad Abdelmoumni, miembro de la 'Asociación Marroquí de Derechos Humanos'. Traducción de José Luis Sánchez-Silva.

7. Un cuento de Navidad. Artículo del economista Carlos Arenillas. Inquieta el escaso reconocimiento de los errores y excesos cometidos por el sector financiero, que están en el origen de la crisis. Y sorprenden los modestos ajustes realizados en su sistema de remuneraciones.

lunes, 27 de diciembre de 2010

POESÍA. "Navidad en el Hudson", de Federico García Lorca (1898-1936)

García Lorca en la Universidad de Columbia (Nueva York)

Navidad en el Hudson

¡Esa esponja gris!
Ese marinero recién degollado.
Ese río grande.
Esa brisa de límites oscuros.
Ese filo, amor, ese filo.
Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo.
Con el mundo de aristas que ven todos los ojos,
con el mundo que no se puede recorrer sin caballos.
Estaban uno, cien, mil marineros
luchando con el mundo de las agudas velocidades,
sin enterarse de que el mundo
estaba solo por el cielo.

El mundo solo por el cielo solo.
Son las colinas de martillos y el triunfo de la hierba espesa.
Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.
El mundo solo por el cielo solo
y el aire a la salida de todas las aldeas.
Cantaba la lombriz el terror de la rueda
y el marinero degollado
cantaba al oso de agua que lo había de estrechar;
y todos cantaban aleluya,
aleluya. Cielo desierto.
Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.

He pasado toda la noche en los andamios de los arrabales
dejándome la sangre por la escayola de los proyectos,
ayudando a los marineros a recoger las velas desgarradas.
Y estoy con las manos vacías en el rumor de la desembocadura.
No importa que cada minuto
un niño nuevo agite sus ramitos de venas,
ni que el parto de la víbora, desatado bajo las ramas,
calme la sed de sangre de los que miran el desnudo.
Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo. Desembocadura.
Alba no. Fábula inerte.
Sólo esto: desembocadura.
¡Oh esponja mía gris!
¡Oh cuello mío recién degollado!
¡Oh río grande mío!
¡Oh brisa mía de límites que no son míos!
¡Oh filo de mi amor, oh hiriente filo!
                        New York, 27 de diciembre de 1929

RELATO: "Petronio", de Marcel Schwob (1867-1905)

PETRONIO
Novelista

   Nació en los días en que saltimbanquis vestidos con trajes verdes hacían pasar a cerditos amaestrados por aros de fuego; cuando porteros barbudos, con túnica cereza, desgranaban legumbres en una bandeja de plata, delante de los mosaicos galantes a la entrada de las quintas; cuando los libertos, llenos de sestercios, maniobraban en las ciudades de provincia para obtener cargos municipales; cuando los rapsodas, a los postres, cantaban poemas épicos; cuando el lenguaje estaba relleno de vocablos de ergástulo y redundancias ampulosas venidas de Asia.
   Su infancia transcurrió entre elegancias como esas. No se ponía dos veces seguidas una lana de Tiro. La platería que caía en el atrio se hacía barrer junto con la basura. Las comidas estaban compuestas por cosas delicadas e inesperadas y los cocineros variaban sin cesar la arquitectura de las vituallas. No había que asombrarse si al abrir un huevo se encontraba una pasa de higo, ni temer cortar una estatuilla imitación de Praxíteles esculpida en foiegras. El yeso que tapaba las ánforas estaba diligentemente dorado. Cajitas de marfil indio encerraban perfumes ardientes destinados a los convidados. Los aguamaniles estaban perforados de diversas maneras y llenos de aguas coloreadas que sorprendían al surgir. Toda la cristalería representaba monstruosidades irisadas. Al asir ciertas urnas las asas se rompían en los dedos y los flancos se abrían para dejar caer flores artificiales pintadas. Pájaros de África de cabeza escarlata cacareaban en jaulas de oro. Detrás de rejas incrustadas en las ricas paredes de las murallas, chillaban muchos monos de Egipto que tenían caras de perro. En receptáculos preciosos reptaban animales delgados que tenían flexibles escamas rutilantes y ojos con rayas de azur.
   Así Petronio vivió blandamente, pensando que hasta el aire que aspiraba había sido perfumado para su uso. Cuando hubo llegado a la adolescencia, luego de haber encerrado su primera barba en un cofre ornado, comenzó a mirar alrededor de él. Un esclavo cuyo nombre era Siro, que había servido en el circo, le enseñó cosas desconocidas. Petronio era pequeño, negro y bizqueaba de un ojo. No era de ningún modo de raza noble. Tenía manos de artesano y un espíritu culto. De ahí que le fuese placentero darles forma a las palabras e inscribirlas. Estas no se parecían en nada a lo que los poetas antiguos habían imaginado. Porque se esforzaban por imitar a todo lo que rodeaba a Petronio. Y no fue sino más tarde cuando tuvo la fastidiosa ambición de componer versos.
   Conoció entonces a gladiadores bárbaros y charlatanes de feria, hombres de miradas oblicuas que parecían echar el ojo a las legumbres y descolgaban pedazos de carne, niños de cabellos rizados que paseaban a senadores, viejos parlanchines que discurrían sobre los asuntos de la ciudad en las esquinas, lacayos lascivos y rameras advenedizas, vendedores de frutas y patrones de albergues, poetas lamentables y sirvientas pícaras, sacerdotisas equívocas y soldados errantes. Fijaba en ellos su ojo bizco y captaba con exactitud sus modales y sus intrigas. Siro lo llevaba a los baños de esclavos, a las celdas de las prostitutas y a los reductos subterráneos donde los figurantes de circo se ejercitaban con sus espadas de madera. A las puertas de la ciudad, entre las tumbas, le confió las historias de los hombres que cambian de piel, que los negros, los sirios, los taberneros y los soldados guardianes de las cruces de tortura se pasaban de boca en boca.
   Alrededor de los treinta años, Petronio, ávido de esa libertad diversa, comenzó a escribir la historia de esclavos errantes y disipados. Reconoció sus costumbres en medio de las transformaciones del lujo; reconoció sus ideas y su lenguaje en medio de las conversaciones elegantes de los festines. Solo ante su pergamino, apoyado en una mesa olorosa de madera de cedro, dibujó con la punta de su cálamo las aventuras de un populacho ignorado. A la luz de sus altas ventanas, bajo las pinturas de los artesones, imaginó las antorchas humeantes de las hosterías y ridículos combates nocturnos, molinetes de candelabros de madera, cerraduras forzadas a hachazos por esclavos de la justicia, camastros grasientos recorridos por chinches y recriminaciones de procuradores de islote en medio de aglomeraciones de pobre gente vestida con cortinas desgarradas y trapos sucios.
   Se dice que cuando acabó los dieciséis libros de su invención, mandó llamar a Siro para leérselos, y que el esclavo reía y gritaba muy fuerte golpeando sus manos. En ese momento maquinaron el proyecto de llevar a la práctica las aventuras compuestas por Petronio. Tácito refiere mentirosamente que Petronio fue arbitro de la elegancia en la corte de Nerón y que Tigelino, celoso, le hizo enviar la orden de muerte. Petronio no se desvaneció delicadamente en una bañera de mármol, murmurando versitos lascivos. Huyó con Siro y terminó su vida recorriendo los caminos.
   Su apariencia le permitía disfrazarse con facilidad.
   Siro y Petronio cargaron un poco cada uno el pequeño saco de cuero que contenía sus enseres y sus denarios. Durmieron a la intemperie, junto a los túmulos de las cruces. Vieron brillar tristemente en la noche las pequeñas lámparas de los monumentos fúnebres.
   Comieron pan agrio y aceitunas blandas. No se sabe si volaron. Fueron magos ambulantes, charlatanes de campaña y compañeros de soldados vagabundos. Petronio olvidó completamente el arte de escribir tan pronto como vivió la vida que había imaginado. Tuvieron jóvenes amigos traidores a los que amaron, y que los abandonaron en las puertas de los municipios quitándoles hasta su último as. Se entregaron a toda clase de desenfrenos con gladiadores evadidos. Fueron barberos y mozos de baños. Durante varios meses vivieron de panes funerarios que sustraían de los sepulcros. Petronio aterrorizaba a los viajeros con su ojo opaco y su negrura que parecía maliciosa. Desapareció una noche. Siro pensó que lo encontraría en una celda roñosa donde habían conocido a una ramera de cabellera enredada. Pero un carnicero ebrio le había hundido una ancha hoja en el pescuezo, cuando yacían juntos, a campo raso, en las losas de una sepultura abandonada.
                                              Del libro Vidas imaginarias