Hoy, en el suplemento cultural Babelia, de "El País", aparece la crítica de Deseo de ser punk, la nueva novela de Belén Gopegui (ver entrada más abajo), junto con sus primeras páginas; ahí podemos enlazar, pero, para más facilidad, las reproducimos aquí:
1
Odiaba su música. Normalmente son los padres
los que odian la música de los hijos. Pero es que: uno,
yo no tenía música; dos, a ellos les daría igual que la
hubiera tenido porque yo no iba vendiéndoles a ellos
lo que me gustaba. A lo mejor no debía contártelo.
¿Qué importa? Tener dieciséis años y no tener música.
Hay chicas de mi edad que no tienen padres ni
familia, ni cama, yo qué sé. Vale, ¿y para qué sirve
comparar? Las cosas tienen que estar bien porque lo
están, no porque sean mejores o peores que ninguna
otra. Mi bolígrafo es perfecto. Plateado, de los que
aprietas para que baje la punta. Y tiene recambios.
Me gustan los recambios. Hacen que sepa que mi bolígrafo
es único, lleva cinco recambios puestos por
mí, dos de tinta azul y tres de tinta negra. Y ya está.
No lo comparo, no me da la gana. Estoy escribiéndote
con él y es todo lo que necesito. Creo que tener
dieciséis años, llamarse Martina y no haber tenido
música es un asqueroso desastre. Porque si la hubiera
tenido sentiría que pertenezco a algún sitio, supongo.
Tener música es como tener un código. Y es extraño
porque yo creo que sí tengo un código.
«You, who are on the road, must have a code,
that you can live by»: tú, que estás en la carretera, debes
tener un código según el cual puedas vivir. En inglés
suena mejor, y rima un poco. Es la letra de una
de las canciones que les gustan a mis padres. Creo
que me dan grima porque gastan frases que me importan.
O sea, desprecio, por ejemplo, a La Oreja de
Van Gogh. Pero no les odio, no se lo merecen, ¿sabes?:
«Mi corazón lleno de pena, y yo una muñeca de
trapo», puagh, es una estupidez, babosa, me imagino
a cualquiera oyéndolo mientras espera con el carro rebosante
de yogures, detergente y jamón york en la
cola del supermercado. Mi corazón, saco los yogures,
lleno de pena, cojo el detergente, y yo una muñeca de
trapo, saco la cartera. En realidad, no es música. Son
sonidos empaquetados, como esos juguetes de bebés
con pilas que dicen «pruébame» y aprietas y suenan
cosas. La música, la de verdad, no suena: te atraviesa
el cuerpo de parte a parte.
Es raro, mientras te escribo estoy viéndome escribirte
y no me veo desde la puerta, sino más bien como
si estuviera en la casa de arriba y el suelo fuera de cristal.
Me tumbo en el suelo de los vecinos para ver
cómo te escribo, con un codo apoyado en la mesa y el
pelo tapándome la cara. Aquí arriba no hay nadie. Ni
los vecinos, ni el perro de los vecinos. Y al mismo
tiempo sigo abajo, en el cuaderno, contigo. Creo que
me pasa esto porque desde hace unos días me he sali-
do de la historia: la de mis padres, la del instituto, la
de mi vida; la de lo que se supone que es mi vida,
quiero decir.
Yo al principio pensaba que la vida era una de
esas fiestas con piscina donde todo el mundo se baña
desnudo pero alguien se queda vestido, o sea, yo.
Pero últimamente he estado sintiéndome al revés: me
había quitado la ropa, me había tirado al agua en bolas
tan confiada y resulta que todos seguían vestidos,
y alguno como mucho parecía dispuesto a venirse al
agua conmigo pero con un superbañador bermudas o
un bikini blanco. Así que me he largado, ¿sabes? O
sea, no he vuelto a salir y he pedido una toalla y he
puesto cara de pues qué buena el agua y aquí estamos.
No. Lo que he hecho ha sido coger mis cosas,
secarme sí, vestirme, pero luego coger mis cosas y pirarme;
ahora voy por ahí con el pelo mojado y el verano
en el cuerpo aunque nieve.
Mis padres hace tiempo que decidieron que yo era
rara, igual que, según ellos, la mayoría de los adolescentes
y un poco más. Creen que suspendí por eso,
por una adolescencia mal llevada o algo parecido. Pero
mi historia tiene un principio, fue el día 4 de diciembre,
me acuerdo muy bien. Dejé de estar en clase. O
sea, como yo iba, rellenaba los exámenes, no hacía
barbaridades, todo el mundo tranquilo. Premio: es
como si dijeran hoy es martes, así que siempre va a ser
martes. No era martes. Yo iba pero no estaba ahí. Puedes
mirar y escuchar y haberte ido, eso lo sabe cualquiera.
Llega un momento en que las cosas dejan de
importarte. Cuando los que te hablan no tienen acti-
tud, oyes llover todo el rato. Como no la tienen, ya
pueden venirte con el día de mañana, la materia interestelar
o con la historia mundial del hip-hop, no me
lo creo. Me parece que si me acerco a cualquiera de
esos profesores o profesoras y les pongo un dedo en el
hombro, mi dedo índice en su hombro, y empujo un
poco, así, y otro poco, pues van y se caen. Y lo mismo
mis padres: hablan y oyen canciones pero luego, cuando
algo pasa, no se mantienen de pie, se piran o corren
a esconderse detrás de una frase. Así que, bueno,
resulta que aquí no hay nadie, unos hacen que hablan,
otros hacen que escuchan, pero ¿dónde estamos?
La semana siguiente al día 4 hubo exámenes y me
suspendieron. Aprobé dos exámenes, no sé ni cómo,
la verdad; en los demás tuve un 2, un 1, un 2,5, un
4,3 y un 3,9. Yo siempre sacaba buenas notas. Crisis.
Primero llega mi padre y me pregunta qué me ha pasado:
–Pues que he suspendido. Me han salido mal.
–Martina.
Esto del nombre me mosquea, ¿sabes? Es como
una especie de conjuro: miras a alguien y sólo dices
cómo se llama. Es fuerte, pero debería usarse muy pocas
veces. Malgastan las frases, malgastan la música,
es que lo pierden todo. Recojo mi nombre del suelo,
y de paso el de mi padre, que también se le ha caído,
y se lo doy:
–Juan.
Le sentó fatal. Yo no sé si quería que le sentara
tan fatal. Pero tengo dieciséis años. A mi edad los perros
están para el asilo. Y dicen que en Estados Uni-
dos te dejan conducir. Llevar un coche es como llevar
una pistola cargada. Te da un ataque de rabia: bang,
disparas a alguien que te está molestando. Pues con el
coche puedes hacer lo mismo: estás ahí, en el paso de
cebra, y ves al típico padre de familia con un paquete
de pasteles y cara de que sus hijos han ganado todos
los torneos y han sacado las mejores notas, o sea, con
cara de no haberles mirado a los ojos en toda su vida,
y sueltas el freno y aceleras: se acabó, lo has arrollado
junto con sus pasteles, adiós. Con dieciséis años, si él
dice Martina, yo digo Juan.
–¿Quieres perder el curso? Te parecería divertido
repetir.
No le contesté. Te juro que no quería hurgar en
la herida. Sólo me quedé mirándole como si siguiera
esperando a que me dijera algo y es que realmente estaba
esperando. Porque hablar es decir algo, ¿no? La
Oreja de Van Gogh no canta aunque cante, no tiene
música ni letra ni nada dentro. Y hay veces que las
personas tampoco hablan, aunque hablen. Así que
me quedé callada, esperando a que dijese algo que saliera
de él y llegara a mí, no algo que se quedara flotando
como el hilo musical en una sala de espera. Seguimos
así, mirándonos. Él estaba muy enfadado, se
le notaba. Pasó como medio minuto y se fue. Pero yo
no me moví ni un milímetro. En vez de a mi padre
ahora veía un trozo de estantería y medio sillón rojo.
Me fijé en que una parte de la oreja del sillón estaba
muy gastada, parecía de color naranja claro y se veían
las rayas de los hilos horizontales y verticales que la
atravesaban, como cuando hay un archivo de vídeo
defectuoso y en la pantalla se ve una parte con píxeles
rectangulares.
Estuve unos diez minutos en mitad del salón. Al
cabo de dos o tres ya no esperaba que mi padre me
dijera algo, pero es que no tenía ni puta idea de adónde
ir. ¿A mi cuarto? La verdad es que últimamente mi
cuarto me parece una caja de zapatos y estoy cogiendo
complejo de gusano de seda. ¿A la cocina? Ahí
igual me encontraba con mi padre otra vez, o con mi
madre. ¿A la calle? Alguna vez ya lo he hecho. Me he
ido de casa porque nada encajaba, porque habría querido
«soplar y soplar y la casa derribar». Pero luego,
en la calle, ¿qué? Cruzo, voy de una calle a otra, las
que están cerca me las sé de memoria. Una vez cogí
un autobús que no sabía bien dónde paraba. Y todo
es igual aunque sea distinto. Te bajas en cualquier calle
y vuelves a ver bares, tiendas y puertas cerradas. Es
lo que más hay, puertas y más puertas y más puertas,
todas cerradas. Hasta me habría metido dentro de
una iglesia si no tuviera la sensación de que detrás, en
algún sitio, siempre hay un cura mirando que tarde o
temprano se me acercará para preguntarme si estoy
bien.
Pues ahí me quedé, de pie. Que me haga invisible,
que me haga invisible. Y luego me fui al ascensor.
Me dio por ahí. Me gustan los ascensores. Suben y
bajan. O están quietos. Son como un cuarto que no
pertenece a nadie. Me puse en cuclillas, la espalda
apoyada contra la pared. Lo llamaron una vez. Entonces
me levanté e hice que estaba subiendo. Saludé,
sonreí, buenas tardes, hola. ¡Qué frío hace, eh! Adiós,
adiós. Y otra vez me metí dentro. Como a la media
hora ya estaba más tranquila, así que volví a casa.
Pero, claro, imagina, ahora le tocaba a mi madre. Poli
malo, poli bueno. ¿No es todo asquerosamente triste?
Yo me había metido en mi cuarto. Me puse a mirar
por la ventana. Como nuestra calle es estrecha, las
casas de enfrente están bastante cerca. Y vivimos en
un tercero. Pisos de la casa de enfrente, un poco de
cielo si me inclino y estiro el cuello, y si miro para
abajo las aceras y una fila de coches aparcados: gris,
verde oscuro, azul, negro, gris, blanco. Estaba contando
los colores de los coches cuando los nudillos de
mi madre golpearon con suavidad la puerta. Es educado,
llamar. Es civilizado, se supone que yo podría
estar haciendo de todo, ¿no?, y si abre de golpe... Patada
en la puerta, como los policías de las pelis: no
habría sido educado, pero habría sido sincero. Bah,
no quiero decir esto. Normalmente me gusta que llame
a la puerta. Pero hoy no me ha gustado. Supongo
que es por todo lo que dijo luego.
–¿Hablamos un rato, Martina?
–Ya estamos hablando.
–Sentadas.
Me senté en la silla. Toda la cama para ella, lo
que no quería era que se sentara a mi lado. ¿Por qué?
Pues no sé, pero no quería.
Ella se sentó en la cama.
–Si no tienes ganas de hablar ahora, dímelo.
Vale, no tengo ganas. Tenía que habérselo dicho.
Pero lo malo de los padres es que encima les tienes
que consolar.
–Me han suspendido. Casi siempre apruebo y no
hemos hablado de que he aprobado. A lo mejor también
teníamos que hablar cuando apruebo. «Martina,
has aprobado, vas a pasar de curso, ¿te divierte la idea?
Luego vas a tener un horrible trabajo y te pasarás la
vida diciendo que sí. ¿Te das cuenta? ¿Eres consciente
de ello?»
–Muy agudo. Pero ahora me gustaría que me explicaras
por qué has suspendido.
–Los exámenes me han salido mal, a todo el
mundo le pasa alguna vez.
–¿Hay algo que te preocupe?
No contesté.
–A lo mejor prefieres hablarlo con otras personas,
no con nosotros. Pero si necesitas ayuda, sabes que
estamos aquí. Y todo eso de que vas a tener un horrible
trabajo es una excusa. Ahora tu deber es aprobar.
Más adelante, ya podrás elegir qué haces con tu vida.
En la parte que puedas. Porque no todo se elige.
–Vale.
No lo digas, no lo digas, no lo digas. Pues lo dijo:
–Martina.
–Vale, mamá. Si necesito ayuda os aviso. No
todo en la vida se elige. Desde luego, ya puestos, yo
habría elegido medir quince centímetros más. ¿Qué
quieres? ¿Que te diga que voy a estudiar y voy aprobar
y que sólo ha sido una mala racha? Pues te lo
digo. Es más. Voy a empezar a estudiar ya. Ahora
mismo. ¿Puedes salir, por favor?
Me levanté y empecé a sacar los libros de la mochila.
Mi madre se fue de la habitación sin decir
nada. Supongo que le hice daño. Supongo que antes
también había hecho daño a mi padre. ¿Cómo se coloca
todo bien? ¿Cómo lo consiguen las personas? Porque
si te callas demasiadas cosas, un día estallan o se
pudren. Pero si las dices, haces daño. Y a veces mueves
la mano y sin querer tiras el vaso y se rompe y hay
agua y cristales; dicen que eso es fácil de arreglar con
una bayeta y barriendo cristales. Lo que no se arregla
es que te gustaría clavarte uno, que saliera sangre y no
llorar.
En vez de estudiar, me he puesto a escribirte. No
eres un puto personaje inventado ni eres mi puto
amor platónico. Te he encontrado y tú sí tienes música.
Odiaba su música. Normalmente son los padres
los que odian la música de los hijos. Pero es que: uno,
yo no tenía música; dos, a ellos les daría igual que la
hubiera tenido porque yo no iba vendiéndoles a ellos
lo que me gustaba. A lo mejor no debía contártelo.
¿Qué importa? Tener dieciséis años y no tener música.
Hay chicas de mi edad que no tienen padres ni
familia, ni cama, yo qué sé. Vale, ¿y para qué sirve
comparar? Las cosas tienen que estar bien porque lo
están, no porque sean mejores o peores que ninguna
otra. Mi bolígrafo es perfecto. Plateado, de los que
aprietas para que baje la punta. Y tiene recambios.
Me gustan los recambios. Hacen que sepa que mi bolígrafo
es único, lleva cinco recambios puestos por
mí, dos de tinta azul y tres de tinta negra. Y ya está.
No lo comparo, no me da la gana. Estoy escribiéndote
con él y es todo lo que necesito. Creo que tener
dieciséis años, llamarse Martina y no haber tenido
música es un asqueroso desastre. Porque si la hubiera
tenido sentiría que pertenezco a algún sitio, supongo.
Tener música es como tener un código. Y es extraño
porque yo creo que sí tengo un código.
«You, who are on the road, must have a code,
that you can live by»: tú, que estás en la carretera, debes
tener un código según el cual puedas vivir. En inglés
suena mejor, y rima un poco. Es la letra de una
de las canciones que les gustan a mis padres. Creo
que me dan grima porque gastan frases que me importan.
O sea, desprecio, por ejemplo, a La Oreja de
Van Gogh. Pero no les odio, no se lo merecen, ¿sabes?:
«Mi corazón lleno de pena, y yo una muñeca de
trapo», puagh, es una estupidez, babosa, me imagino
a cualquiera oyéndolo mientras espera con el carro rebosante
de yogures, detergente y jamón york en la
cola del supermercado. Mi corazón, saco los yogures,
lleno de pena, cojo el detergente, y yo una muñeca de
trapo, saco la cartera. En realidad, no es música. Son
sonidos empaquetados, como esos juguetes de bebés
con pilas que dicen «pruébame» y aprietas y suenan
cosas. La música, la de verdad, no suena: te atraviesa
el cuerpo de parte a parte.
Es raro, mientras te escribo estoy viéndome escribirte
y no me veo desde la puerta, sino más bien como
si estuviera en la casa de arriba y el suelo fuera de cristal.
Me tumbo en el suelo de los vecinos para ver
cómo te escribo, con un codo apoyado en la mesa y el
pelo tapándome la cara. Aquí arriba no hay nadie. Ni
los vecinos, ni el perro de los vecinos. Y al mismo
tiempo sigo abajo, en el cuaderno, contigo. Creo que
me pasa esto porque desde hace unos días me he sali-
do de la historia: la de mis padres, la del instituto, la
de mi vida; la de lo que se supone que es mi vida,
quiero decir.
Yo al principio pensaba que la vida era una de
esas fiestas con piscina donde todo el mundo se baña
desnudo pero alguien se queda vestido, o sea, yo.
Pero últimamente he estado sintiéndome al revés: me
había quitado la ropa, me había tirado al agua en bolas
tan confiada y resulta que todos seguían vestidos,
y alguno como mucho parecía dispuesto a venirse al
agua conmigo pero con un superbañador bermudas o
un bikini blanco. Así que me he largado, ¿sabes? O
sea, no he vuelto a salir y he pedido una toalla y he
puesto cara de pues qué buena el agua y aquí estamos.
No. Lo que he hecho ha sido coger mis cosas,
secarme sí, vestirme, pero luego coger mis cosas y pirarme;
ahora voy por ahí con el pelo mojado y el verano
en el cuerpo aunque nieve.
Mis padres hace tiempo que decidieron que yo era
rara, igual que, según ellos, la mayoría de los adolescentes
y un poco más. Creen que suspendí por eso,
por una adolescencia mal llevada o algo parecido. Pero
mi historia tiene un principio, fue el día 4 de diciembre,
me acuerdo muy bien. Dejé de estar en clase. O
sea, como yo iba, rellenaba los exámenes, no hacía
barbaridades, todo el mundo tranquilo. Premio: es
como si dijeran hoy es martes, así que siempre va a ser
martes. No era martes. Yo iba pero no estaba ahí. Puedes
mirar y escuchar y haberte ido, eso lo sabe cualquiera.
Llega un momento en que las cosas dejan de
importarte. Cuando los que te hablan no tienen acti-
tud, oyes llover todo el rato. Como no la tienen, ya
pueden venirte con el día de mañana, la materia interestelar
o con la historia mundial del hip-hop, no me
lo creo. Me parece que si me acerco a cualquiera de
esos profesores o profesoras y les pongo un dedo en el
hombro, mi dedo índice en su hombro, y empujo un
poco, así, y otro poco, pues van y se caen. Y lo mismo
mis padres: hablan y oyen canciones pero luego, cuando
algo pasa, no se mantienen de pie, se piran o corren
a esconderse detrás de una frase. Así que, bueno,
resulta que aquí no hay nadie, unos hacen que hablan,
otros hacen que escuchan, pero ¿dónde estamos?
La semana siguiente al día 4 hubo exámenes y me
suspendieron. Aprobé dos exámenes, no sé ni cómo,
la verdad; en los demás tuve un 2, un 1, un 2,5, un
4,3 y un 3,9. Yo siempre sacaba buenas notas. Crisis.
Primero llega mi padre y me pregunta qué me ha pasado:
–Pues que he suspendido. Me han salido mal.
–Martina.
Esto del nombre me mosquea, ¿sabes? Es como
una especie de conjuro: miras a alguien y sólo dices
cómo se llama. Es fuerte, pero debería usarse muy pocas
veces. Malgastan las frases, malgastan la música,
es que lo pierden todo. Recojo mi nombre del suelo,
y de paso el de mi padre, que también se le ha caído,
y se lo doy:
–Juan.
Le sentó fatal. Yo no sé si quería que le sentara
tan fatal. Pero tengo dieciséis años. A mi edad los perros
están para el asilo. Y dicen que en Estados Uni-
dos te dejan conducir. Llevar un coche es como llevar
una pistola cargada. Te da un ataque de rabia: bang,
disparas a alguien que te está molestando. Pues con el
coche puedes hacer lo mismo: estás ahí, en el paso de
cebra, y ves al típico padre de familia con un paquete
de pasteles y cara de que sus hijos han ganado todos
los torneos y han sacado las mejores notas, o sea, con
cara de no haberles mirado a los ojos en toda su vida,
y sueltas el freno y aceleras: se acabó, lo has arrollado
junto con sus pasteles, adiós. Con dieciséis años, si él
dice Martina, yo digo Juan.
–¿Quieres perder el curso? Te parecería divertido
repetir.
No le contesté. Te juro que no quería hurgar en
la herida. Sólo me quedé mirándole como si siguiera
esperando a que me dijera algo y es que realmente estaba
esperando. Porque hablar es decir algo, ¿no? La
Oreja de Van Gogh no canta aunque cante, no tiene
música ni letra ni nada dentro. Y hay veces que las
personas tampoco hablan, aunque hablen. Así que
me quedé callada, esperando a que dijese algo que saliera
de él y llegara a mí, no algo que se quedara flotando
como el hilo musical en una sala de espera. Seguimos
así, mirándonos. Él estaba muy enfadado, se
le notaba. Pasó como medio minuto y se fue. Pero yo
no me moví ni un milímetro. En vez de a mi padre
ahora veía un trozo de estantería y medio sillón rojo.
Me fijé en que una parte de la oreja del sillón estaba
muy gastada, parecía de color naranja claro y se veían
las rayas de los hilos horizontales y verticales que la
atravesaban, como cuando hay un archivo de vídeo
defectuoso y en la pantalla se ve una parte con píxeles
rectangulares.
Estuve unos diez minutos en mitad del salón. Al
cabo de dos o tres ya no esperaba que mi padre me
dijera algo, pero es que no tenía ni puta idea de adónde
ir. ¿A mi cuarto? La verdad es que últimamente mi
cuarto me parece una caja de zapatos y estoy cogiendo
complejo de gusano de seda. ¿A la cocina? Ahí
igual me encontraba con mi padre otra vez, o con mi
madre. ¿A la calle? Alguna vez ya lo he hecho. Me he
ido de casa porque nada encajaba, porque habría querido
«soplar y soplar y la casa derribar». Pero luego,
en la calle, ¿qué? Cruzo, voy de una calle a otra, las
que están cerca me las sé de memoria. Una vez cogí
un autobús que no sabía bien dónde paraba. Y todo
es igual aunque sea distinto. Te bajas en cualquier calle
y vuelves a ver bares, tiendas y puertas cerradas. Es
lo que más hay, puertas y más puertas y más puertas,
todas cerradas. Hasta me habría metido dentro de
una iglesia si no tuviera la sensación de que detrás, en
algún sitio, siempre hay un cura mirando que tarde o
temprano se me acercará para preguntarme si estoy
bien.
Pues ahí me quedé, de pie. Que me haga invisible,
que me haga invisible. Y luego me fui al ascensor.
Me dio por ahí. Me gustan los ascensores. Suben y
bajan. O están quietos. Son como un cuarto que no
pertenece a nadie. Me puse en cuclillas, la espalda
apoyada contra la pared. Lo llamaron una vez. Entonces
me levanté e hice que estaba subiendo. Saludé,
sonreí, buenas tardes, hola. ¡Qué frío hace, eh! Adiós,
adiós. Y otra vez me metí dentro. Como a la media
hora ya estaba más tranquila, así que volví a casa.
Pero, claro, imagina, ahora le tocaba a mi madre. Poli
malo, poli bueno. ¿No es todo asquerosamente triste?
Yo me había metido en mi cuarto. Me puse a mirar
por la ventana. Como nuestra calle es estrecha, las
casas de enfrente están bastante cerca. Y vivimos en
un tercero. Pisos de la casa de enfrente, un poco de
cielo si me inclino y estiro el cuello, y si miro para
abajo las aceras y una fila de coches aparcados: gris,
verde oscuro, azul, negro, gris, blanco. Estaba contando
los colores de los coches cuando los nudillos de
mi madre golpearon con suavidad la puerta. Es educado,
llamar. Es civilizado, se supone que yo podría
estar haciendo de todo, ¿no?, y si abre de golpe... Patada
en la puerta, como los policías de las pelis: no
habría sido educado, pero habría sido sincero. Bah,
no quiero decir esto. Normalmente me gusta que llame
a la puerta. Pero hoy no me ha gustado. Supongo
que es por todo lo que dijo luego.
–¿Hablamos un rato, Martina?
–Ya estamos hablando.
–Sentadas.
Me senté en la silla. Toda la cama para ella, lo
que no quería era que se sentara a mi lado. ¿Por qué?
Pues no sé, pero no quería.
Ella se sentó en la cama.
–Si no tienes ganas de hablar ahora, dímelo.
Vale, no tengo ganas. Tenía que habérselo dicho.
Pero lo malo de los padres es que encima les tienes
que consolar.
–Me han suspendido. Casi siempre apruebo y no
hemos hablado de que he aprobado. A lo mejor también
teníamos que hablar cuando apruebo. «Martina,
has aprobado, vas a pasar de curso, ¿te divierte la idea?
Luego vas a tener un horrible trabajo y te pasarás la
vida diciendo que sí. ¿Te das cuenta? ¿Eres consciente
de ello?»
–Muy agudo. Pero ahora me gustaría que me explicaras
por qué has suspendido.
–Los exámenes me han salido mal, a todo el
mundo le pasa alguna vez.
–¿Hay algo que te preocupe?
No contesté.
–A lo mejor prefieres hablarlo con otras personas,
no con nosotros. Pero si necesitas ayuda, sabes que
estamos aquí. Y todo eso de que vas a tener un horrible
trabajo es una excusa. Ahora tu deber es aprobar.
Más adelante, ya podrás elegir qué haces con tu vida.
En la parte que puedas. Porque no todo se elige.
–Vale.
No lo digas, no lo digas, no lo digas. Pues lo dijo:
–Martina.
–Vale, mamá. Si necesito ayuda os aviso. No
todo en la vida se elige. Desde luego, ya puestos, yo
habría elegido medir quince centímetros más. ¿Qué
quieres? ¿Que te diga que voy a estudiar y voy aprobar
y que sólo ha sido una mala racha? Pues te lo
digo. Es más. Voy a empezar a estudiar ya. Ahora
mismo. ¿Puedes salir, por favor?
Me levanté y empecé a sacar los libros de la mochila.
Mi madre se fue de la habitación sin decir
nada. Supongo que le hice daño. Supongo que antes
también había hecho daño a mi padre. ¿Cómo se coloca
todo bien? ¿Cómo lo consiguen las personas? Porque
si te callas demasiadas cosas, un día estallan o se
pudren. Pero si las dices, haces daño. Y a veces mueves
la mano y sin querer tiras el vaso y se rompe y hay
agua y cristales; dicen que eso es fácil de arreglar con
una bayeta y barriendo cristales. Lo que no se arregla
es que te gustaría clavarte uno, que saliera sangre y no
llorar.
En vez de estudiar, me he puesto a escribirte. No
eres un puto personaje inventado ni eres mi puto
amor platónico. Te he encontrado y tú sí tienes música.
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