En Babelia, LA CARA DE LA GUERRA, de Antonio Muñoz Molina:
Cuando era niño trabajé muchas veces en el campo junto a hombres que habían sido soldados en la guerra: mi abuelo paterno, alguno de sus hermanos, peones que ayudaban a recoger la aceituna o a los que mi padre contrataba en su huerta. Yo los escuchaba hablar mientras se afanaban inclinados sobre la tierra en alguna tarea, o cuando paraban para comer y para fumar un cigarrillo, en los veranos a la sombra de las higueras y de los granados, en invierno buscando el sol entre las hileras de olivos. Para mí la guerra eran las películas americanas de comandos y los tebeos todavía tan populares de Hazañas Bélicas. Por eso me intrigaba que aquellos hombres tan poco novelescos que pertenecían a mi familia o al círculo de sus conocidos hubieran participado también en una guerra, y no en los territorios fantásticos de los tebeos o del cine sino en el mismo país en el que yo vivía, en lugares que tenían nombres muchas veces cercanos. Para un niño son viejos todos los adultos un poco mayores que sus padres. Pero los hombres a los que yo escuchaba con una atención silenciosa en la que ellos no repararían rondaban entonces los cincuenta y tantos o los sesenta años, y todavía estaban fuertes y lúcidos.
Tan revelador como el testimonio de los que han preservado el recuerdo es el silencio de los que nunca quisieron hablar
En mi imaginación la guerra de la que hablaban había sucedido en un tiempo remoto, pero para ellos debía de ser tan próxima, tan clara en el recuerdo, como lo son ahora para mí los primeros años ochenta. Había grandes narradores y otros que hablaban muy poco o guardaban silencio y sólo asentían con la cabeza. Los relatos solían repetirse, igual que el tono en el que se contaban, despojado siempre de jactancia, de entusiasmo ideológico o bélico, o de animosidad hacia el enemigo. La guerra tenía algo de la inevitabilidad de las catástrofes naturales y el grado de sinrazón y de absurdo que los campesinos tendían a encontrar en cualquier clase de empeño que no fuera el de ganarse la vida con el esfuerzo físico y el trabajo de las manos. En las películas los soldados se lanzaban valientemente al combate contra el enemigo. En las historias que yo oía la principal ocupación de aquellos héroes improbables parecía haber sido la de buscar remedio al frío o al hambre, un buen chaquetón, unas botas aceptables, y el concepto del enemigo era tan impreciso como los presuntos ideales en cuyo nombre había sido preciso que muriera tanta gente y se ocasionara tanta destrucción. En las películas el enemigo era una horda con los cascos de acero y los uniformes grises del ejército alemán, o bien con las caras morenas y asiáticas de los terribles soldados japoneses, que daban más miedo porque lanzaban gritos agudos al atacar traidoramente en la jungla. En la realidad de la que aquellos hombres hablaban con tan burlesco escepticismo mientras cavaban la tierra o vareaban aceituna el enemigo era alguien a veces invisible y a veces exactamente idéntico a ellos, con el que hablaban de una trinchera a otra mientras se mataban los piojos o distraían el hambre o el tedio, con el que podían jugar partidos de fútbol con una pelota hecha de trapos viejos.
La guerra era el hambre y la falta de tabaco. En la zona republicana no había tabaco, porque las regiones donde se producía, Extremadura y Canarias, habían quedado en el lado de los nacionales. Pero el papel de fumar se fabricaba en Alcoy, en territorio de la República, de modo que a un lado de aquellas líneas de trincheras cavadas con tanta dificultad en la tierra seca y pedregosa el tabaco abundaba, pero no el papel para liarlo, así que usaban áspero papel de estraza o de periódico, y en el otro los librillos de papel de fumar no servían de casi nada por culpa de la mezquindad de las raciones de tabaco que se repartían. Como en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en las que está documentada la ira inútil de los oficiales ante los frecuentes gestos de fraternidad entre soldados enemigos, en las de la guerra española el desgarro de la matanza entre quienes no tenían ningún motivo personal para odiarse quedaba en suspenso para que pudiera celebrarse el rito inmemorial y mucho más sensato del intercambio y el regateo: el papel de fumar a cambio del tabaco, el alivio tan plácido del primer cigarrillo después de una larga privación, que ellos revivían fumando mientras conversaban en los descansos de las tareas extenuadoras del campo, repitiendo siempre un dicho que tenía algo de mandamiento sagrado:
-En todos los trabajos se fuma.
Leyendo la entrevista que le hizo aquí Guillermo Altares a Antony Beevor y su libro estremecedor sobre la batalla de Normandía en el verano de 1944 me he acordado de aquellos soldados de una guerra mucho más pobre pero no menos sanguinaria a los que escuché tantas veces cuando era niño. La razón por la que ellos callaban una parte de su experiencia, y sólo contaban, insistentemente, lo trivial o lo absurdo, se puede intuir en la crónica minuciosa de Beevor: en la guerra hay un grado de espanto que casi excluye la posibilidad de contar. En la tormenta de metal y metralla del amanecer del 6 de junio en Normandía el mundo era para los soldados que desembarcaban un caos terrorífico en el que antes de perder la vida muchos perdían sin remedio el sentido de la realidad. Las barcazas avanzaban sobre un oleaje embravecido en una negrura sin indicios del amanecer y los hombres rezaban y tiritaban y vomitaban los unos sobre los otros, y cuando les llegaba la orden de lanzarse a la playa resbalaban en los vómitos y caían a un agua demasiado profunda y se ahogaban bajo el peso enorme del equipo. Con la claridad del día y la playa gris batida por el viento venía la certeza de estar a punto de morir. Hombres que habían parecido valientes se encogían chillando y llorando de miedo y mordiéndose los puños hasta hacerse sangre cobijados en el cráter de una explosión. Otros enloquecían y les cortaban las orejas a los enemigos a los que acababan de matar y se las guardaban en los bolsillos chorreantes de sangre. La tripulación entera de un carro de combate alcanzado por un proyectil se convertía en pulpa quemada y grasa hirviente sobre planchas de hierro.
Beevor tiene un talento único para enhebrar las experiencias de la gente común en la panorámica atroz de una batalla que es sobre todo una abrumadora matanza. Pero tan revelador como el testimonio de los que han preservado el recuerdo es el silencio de los que nunca quisieron hablar. Lo más común es que quien sobrevive al espanto no cuente nada sobre él. En aquellas tertulias campesinas mi abuelo paterno, un hombre siempre muy callado, muy pocas veces despegaba los labios. Había pasado los tres años de la guerra yendo de un frente a otro como soldado de infantería. Lo único que le oí contar era que siempre disparaba con los ojos cerrados.
Tan revelador como el testimonio de los que han preservado el recuerdo es el silencio de los que nunca quisieron hablar
En mi imaginación la guerra de la que hablaban había sucedido en un tiempo remoto, pero para ellos debía de ser tan próxima, tan clara en el recuerdo, como lo son ahora para mí los primeros años ochenta. Había grandes narradores y otros que hablaban muy poco o guardaban silencio y sólo asentían con la cabeza. Los relatos solían repetirse, igual que el tono en el que se contaban, despojado siempre de jactancia, de entusiasmo ideológico o bélico, o de animosidad hacia el enemigo. La guerra tenía algo de la inevitabilidad de las catástrofes naturales y el grado de sinrazón y de absurdo que los campesinos tendían a encontrar en cualquier clase de empeño que no fuera el de ganarse la vida con el esfuerzo físico y el trabajo de las manos. En las películas los soldados se lanzaban valientemente al combate contra el enemigo. En las historias que yo oía la principal ocupación de aquellos héroes improbables parecía haber sido la de buscar remedio al frío o al hambre, un buen chaquetón, unas botas aceptables, y el concepto del enemigo era tan impreciso como los presuntos ideales en cuyo nombre había sido preciso que muriera tanta gente y se ocasionara tanta destrucción. En las películas el enemigo era una horda con los cascos de acero y los uniformes grises del ejército alemán, o bien con las caras morenas y asiáticas de los terribles soldados japoneses, que daban más miedo porque lanzaban gritos agudos al atacar traidoramente en la jungla. En la realidad de la que aquellos hombres hablaban con tan burlesco escepticismo mientras cavaban la tierra o vareaban aceituna el enemigo era alguien a veces invisible y a veces exactamente idéntico a ellos, con el que hablaban de una trinchera a otra mientras se mataban los piojos o distraían el hambre o el tedio, con el que podían jugar partidos de fútbol con una pelota hecha de trapos viejos.
La guerra era el hambre y la falta de tabaco. En la zona republicana no había tabaco, porque las regiones donde se producía, Extremadura y Canarias, habían quedado en el lado de los nacionales. Pero el papel de fumar se fabricaba en Alcoy, en territorio de la República, de modo que a un lado de aquellas líneas de trincheras cavadas con tanta dificultad en la tierra seca y pedregosa el tabaco abundaba, pero no el papel para liarlo, así que usaban áspero papel de estraza o de periódico, y en el otro los librillos de papel de fumar no servían de casi nada por culpa de la mezquindad de las raciones de tabaco que se repartían. Como en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, en las que está documentada la ira inútil de los oficiales ante los frecuentes gestos de fraternidad entre soldados enemigos, en las de la guerra española el desgarro de la matanza entre quienes no tenían ningún motivo personal para odiarse quedaba en suspenso para que pudiera celebrarse el rito inmemorial y mucho más sensato del intercambio y el regateo: el papel de fumar a cambio del tabaco, el alivio tan plácido del primer cigarrillo después de una larga privación, que ellos revivían fumando mientras conversaban en los descansos de las tareas extenuadoras del campo, repitiendo siempre un dicho que tenía algo de mandamiento sagrado:
-En todos los trabajos se fuma.
Leyendo la entrevista que le hizo aquí Guillermo Altares a Antony Beevor y su libro estremecedor sobre la batalla de Normandía en el verano de 1944 me he acordado de aquellos soldados de una guerra mucho más pobre pero no menos sanguinaria a los que escuché tantas veces cuando era niño. La razón por la que ellos callaban una parte de su experiencia, y sólo contaban, insistentemente, lo trivial o lo absurdo, se puede intuir en la crónica minuciosa de Beevor: en la guerra hay un grado de espanto que casi excluye la posibilidad de contar. En la tormenta de metal y metralla del amanecer del 6 de junio en Normandía el mundo era para los soldados que desembarcaban un caos terrorífico en el que antes de perder la vida muchos perdían sin remedio el sentido de la realidad. Las barcazas avanzaban sobre un oleaje embravecido en una negrura sin indicios del amanecer y los hombres rezaban y tiritaban y vomitaban los unos sobre los otros, y cuando les llegaba la orden de lanzarse a la playa resbalaban en los vómitos y caían a un agua demasiado profunda y se ahogaban bajo el peso enorme del equipo. Con la claridad del día y la playa gris batida por el viento venía la certeza de estar a punto de morir. Hombres que habían parecido valientes se encogían chillando y llorando de miedo y mordiéndose los puños hasta hacerse sangre cobijados en el cráter de una explosión. Otros enloquecían y les cortaban las orejas a los enemigos a los que acababan de matar y se las guardaban en los bolsillos chorreantes de sangre. La tripulación entera de un carro de combate alcanzado por un proyectil se convertía en pulpa quemada y grasa hirviente sobre planchas de hierro.
Beevor tiene un talento único para enhebrar las experiencias de la gente común en la panorámica atroz de una batalla que es sobre todo una abrumadora matanza. Pero tan revelador como el testimonio de los que han preservado el recuerdo es el silencio de los que nunca quisieron hablar. Lo más común es que quien sobrevive al espanto no cuente nada sobre él. En aquellas tertulias campesinas mi abuelo paterno, un hombre siempre muy callado, muy pocas veces despegaba los labios. Había pasado los tres años de la guerra yendo de un frente a otro como soldado de infantería. Lo único que le oí contar era que siempre disparaba con los ojos cerrados.
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