lunes, 21 de septiembre de 2009

LECTURA. "El insigne cohete", cuento de Oscar Wilde


EL INSIGNE COHETE

El hijo del rey iba a casarse, así es que los regocijos eran generales. Había esperado un año entero a la novia, y por fin había llegado. Era una princesa rusa, y había hecho todo el camino desde Finlandia en un trineo tirado por seis renos. El trineo tenía la forma de un gran cisne dorado, y entre las alas del cisne iba la princesa misma. Su largo manto de armiño le caía hasta los pies y en la cabeza llevaba un gorrito diminuto de tisú de plata. Era tan pálida como el palacio de nieve en el que había vivido siempre. Tan pálida era que al recorrer las calles toda la gente se quedaba admirada.
-Es como una rosa blanca -exclamaba la gente.
Y le arrojaban flores desde los balcones.
A la entrada del castillo estaba esperando el príncipe para recibirla. Tenía ojos soñadores color violeta y ca­bellos como oro fino. Cuando la vio, hincó una rodilla en tierra y le besó la mano.
-Vuestro retrato era hermoso -musitó-, pero sois más hermosa que vuestro retrato.
Y la princesita se ruborizó.
-Antes parecía una rosa blanca -dijo un joven paje al que tenía más próximo-, pero ahora parece una rosa roja.
Y toda la corte estaba complacida.
Durante los tres días que siguieron todo el mundo iba diciendo:
-Rosa blanca, rosa roja; rosa roja, rosa blanca.
Y el rey dio la orden de que doblaran la paga del paje. Como no recibía paga alguna, esto no le sirvió de mucho, pero se consideró un gran honor, y se publicó debidamente en la Gaceta de la Corte.
Transcurridos tres días se celebraron las bodas. Fue una ceremonia magnífica, y los novios iban de la mano andando bajo un palio de terciopelo púrpura bordado con pequeñas perlas. Luego se celebró un banquete ofi­cial que duró cinco horas. El príncipe y la princesa se sentaron a la cabecera del gran salón y bebieron en copa de claro cristal. Sólo los verdaderos enamorados podían beber en esa copa, pues, si la tocaran labios falaces, se em­pañaría, tornándose gris y turbia.
-Está claro que se aman -dijo el pajecillo-, ¡tan claro como el cristal!
-¡Qué honor! -exclamaron todos los cortesanos. Después del banquete iba a haber un baile. La novia tenía que bailar la danza de la rosa con el novio, y el rey había prometido tocar la flauta. La tocaba muy mal, pero nadie se había atrevido a decírselo nunca, porque era el rey. En verdad, sólo sabía dos melodías, y nunca estaba completamente seguro de cuál de las dos estaba tocando, pero daba lo mismo, pues hiciera lo que hiciera todo el mundo exclamaba:
-¡Encantador!, ¡encantador!
El final del programa era una gran quema de fuegos artificiales, que debían dispararse exactamente a media­noche. La princesita no había visto nunca fuegos artifi­ciales, así es que el rey había ordenado que el pirotécnico de palacio estuviera de servicio en el día de la boda.
-¿Cómo son los fuegos artificiales? -había pregun­tado ella al príncipe una mañana cuando paseaba por la terraza.
-Son como la aurora boreal -dijo el rey, que siempre respondía a las preguntas que se hacía a los demás-, sólo que mucho más naturales. Yo los prefiero a las es­trellas, pues siempre se sabe cuándo van a aparecer, y son tan deliciosos como las melodías que yo toco con mi flauta. Ciertamente, debéis verlos.
Así es que al fondo de los jardines reales habían le­vantado un gran tablado. Y, tan pronto como el pirotéc­nico de palacio hubo puesto cada cosa en su sitio, los fue­gos artificiales empezaron a charlar.
-El mundo es ciertamente muy hermoso -exclamó un pequeño buscapiés-. Y si no, mirad esos tulipanes amarillos; si fueran petardos de verdad, no podrían ser más bonitos de lo que son. Me alegro mucho de haber viajado; viajar desarrolla el espíritu de un modo asom­broso, y acaba con todos los prejuicios.
-El jardín del rey no es el mundo, necio buscapiés -dijo una gran candela romana-; el mundo es un lugar enorme y tardarías tres días en verlo del todo.
-Cualquier lugar que se ame es el mundo para uno -exclamó una girándula taciturna, que de jovencita había estado muy unida a un viejo cajón de madera de pino, y hacía alarde de tener el corazón hecho pedazos-; pero el amor ya no está de moda, lo han matado los poe­tas. Han escrito tanto sobre él, que nadie les cree, y a mí no me sorprende. El amor verdadero sufre y guarda si­lencio. Yo recuerdo que una vez... Pero no importa ahora. Lo romántico pertenece al pasado.
-¡Qué tontería! -dijo la candela romana-, lo ro­mántico nunca muere. Es como la luna, y vive siempre. Los recién casados, por ejemplo, se aman tiernamente. Se lo oí decir esta mañana a un cartucho de papel de es­traza, que estaba casualmente en el mismo cajón que yo, y que sabía las últimas noticias de la corte.
Pero la girándula negó con la cabeza:
-Lo romántico ha muerto, lo romántico ha muerto, lo romántico ha muerto, musitaba.
Era una de esas que piensan que, si se dice la misma cosa una y otra vez, repitiéndolo muchísimas veces, acaba siendo verdad.
De pronto, se oyó una tos fuerte y seca, y todos mi­raron a su alrededor.
Procedía de un cohete alto y de porte arrogante, que estaba atado al extremo de una larga varilla. Siempre to­sía antes de hacer alguna observación, con el fin de lla­mar la atención.
-¡Ejem!, ¡ejem! -dijo.
Y todo el mundo se puso a escuchar, excepto la pobre girándula, que estaba todavía meneando la cabeza y mur­murando:
-Lo romántico ha muerto.
-¡Orden!, ¡orden en la sala! -gritó un petardo. Tenía algunas cualidades de político, y siempre había desempeñado un papel relevante en las elecciones loca­les, de modo que sabía usar las expresiones parlamenta­rias convenientes.
-Muerto y bien muerto -susurró la girándula; y se quedó dormida.
En cuanto hubo un completo silencio, el cohete tosió por tercera vez y empezó a hablar. Hablaba con voz muy clara y lenta, como si estuviera dictando sus memorias, y siempre miraba por encima del hombro a la persona a quien se dirigía. Realmente tenía unos modales suma­mente distinguidos.
-¡Qué afortunado es el hijo del rey -observó-, que va a casarse el mismo día en que me van a disparar a mí! Verdaderamente, ni aunque lo hubieran dispuesto de an­temano hubiera podido resultar mejor para él; pero es que los príncipes siempre tienen suerte.
-¡Válgame Dios! -dijo el pequeño buscapiés-, yo creía que era justo lo contrario, y que nos iban a disparar en honor del príncipe.
-Puede que sea ese tu caso -respondió-; a decir verdad, no me cabe duda de que es así, pero en el mío es diferente. Yo soy un cohete extraordinario, y des­ciendo de padres insignes. Mi madre fue la girándula más célebre de su tiempo, y era famosa por su grácil danza. Cuando hizo su gran aparición en público, giró diecinueve veces antes de dispararse, y cada vez que lo hacía lanzaba al aire siete estrellas color de rosa. Tenía tres pies y medio de diámetro, y estaba cargada con pólvora de pri­mera calidad. Mi padre era un cohete, como yo, y de ori­gen francés. Voló tan alto que la gente temía que no vol­viera a bajar. Bajó, sin embargo, pues era amable por na­turaleza, e hizo un descenso muy brillante, en una cascada de lluvia de oro. Los periódicos dieron cuenta de su actuación en términos muy halagüeños; de hecho, la Gaceta de la Corte lo llamó un triunfo del arte pilotécnico.
-Pirotécnico, pirotécnico, querrás decir -corrigió una bengala-. Sé que se dice pirotécnico porque lo he visto escrito en mi caja de hojalata.
-Bien, pilotécnico es lo que he dicho -respondió el cohete en tono severo.
Y la bengala se sintió tan humillada que al punto em­pezó a intimidar a los pequeños buscapiés, para mostrar que era todavía una persona de cierta importancia.
-Estaba diciendo -prosiguió el cohete-, estaba di­ciendo... ¿Qué estaba yo diciendo?
-Estabas hablando de ti mismo -replicó la candela romana.
-Naturalmente; ya sabía yo que estaba tratando de algún asunto interesante cuando fui tan descortésmente interrumpido. Detesto la descortesía y cualquier falta de educación, pues soy sensible en extremo. No hay nadie en el mundo entero tan sensible como yo, estoy comple­tamente seguro de ello.
-¿Qué es una persona sensible? -preguntó el pe­tardo a la candela romana.
-Una persona que porque tiene ella callos siempre pisa a los demás -respondió la candela romana en un susurro apenas audible.
Y el petardo casi explotó de risa.
-Haz el favor de decirme de qué te ríes -preguntó el cohete-; yo no me estoy riendo.
-Me río porque soy feliz -replicó el petardo.
-Esa es una razón muy egoísta -dijo el cohete ai­radamente-. ¿Qué derecho tienes a ser feliz? Debieras pensar en los demás; de hecho, debieras estar pensando en mí. Yo siempre pienso en mí, y espero que todos los demás hagan lo mismo; eso es lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud, y yo la poseo en alto grado. Supón, por ejemplo, que me ocurriera algo esta noche, ¡qué desgracia sería para todos! El príncipe y la princesa no volverían a ser felices, toda su vida matrimonial se echaría a perder; y, en cuanto al rey, yo sé que no lo so­portaría. Realmente, cuando me pongo a reflexionar sobre la importancia de mi posición social me conmuevo hasta casi derramar lágrimas.
-Si quieres agradar a los demás -exclamó la candela romana-, harías bien en mantenerte seco.
-Ciertamente -corroboró la bengala, que estaba ya de mejor humor-; eso es de sentido común.
-¡Sentido común!, ¡vaya cosa! -dijo el cohete indig­nado-; olvidas que yo no soy común, sino extraordina­rio. Cualquiera puede tener sentido común, con tal de que no tenga imaginación, pero yo sí tengo imaginación, pues no pienso nunca en las cosas como son en realidad; siempre pienso en ellas como si fueran completamente diferentes. En cuanto a mantenerme seco, evidentemente no hay nadie aquí que pueda apreciar en absoluto un ca­rácter emotivo. Por fortuna para mí, me tiene sin cui­dado. Lo único que le sostiene a uno en la vida es el ser consciente de la inmensa inferioridad de todos los demás, y este es un sentimiento que yo he cultivado siempre. Pero ninguno de vosotros tiene corazón; aquí estáis rién­doos y divirtiéndoos precisamente como si los príncipes no acabaran de casarse.
-Bueno, en realidad, ¿y por qué no? -exclamó un pequeño globo de fuego-. Es una ocasión del mayor re­gocijo, y cuando yo me remonte en el aire tengo la in­tención de contárselo a las estrellas. Veréis cómo par­padean cuando yo les hable de la linda novia.
-¡Ah, qué modo tan trivial de considerar la vida! -dijo el cohete-; pero es justo lo que yo me esperaba. No hay nada dentro de vosotros, estáis huecos y vacíos. ¡Cómo!, tal vez el príncipe y la princesa se vayan a vivir a un país en que haya un río profundo, y acaso tengan sólo un hijo, un niño de cabello rubio y ojos violeta como los del príncipe, y quizá un día salga a pasear con la ni­ñera; y tal vez la niñera se quede dormida al pie de un gran saúco; y quizá el niño se caiga al río profundo y se ahogue. ¡Qué desgracia tan terrible! ¡Pobre gente!, ¡per­der a su único hijo! ¡Es verdaderamente demasiado te­rrible! Yo nunca podré soportarlo.
-Pero no han perdido a su hijo único -dijo la can­dela romana-; no les ha ocurrido ninguna desgracia.
-Yo nunca dije que les hubiera ocurrido -replicó el cohete-; dije que pudiera ocurrirles. Si hubieran perdido a su hijo único, no serviría de nada hablar más sobre el asunto. Detesto a la gente que llora por el cántaro roto, como en el cuento de la lechera. Pero, cuando pienso que pudieran perder a su único hijo, ciertamente me siento muy afectado.
-¡Ciertamente, afectado lo eres! -exclamó la ben­gala-. En realidad eres la persona más afectada que he visto en mi vida.
-Y tú eres la persona más grosera que he visto yo en la mía -dijo el cohete-, y no puedes entender mi amis­tad con el príncipe.
-¡Cómo, si ni siquiera le conoces! -rezongó la can­dela romana.
-Yo nunca dije que le conociera -respondió el co­hete-. Me atrevo a decir que si le conociera no sería amigo suyo de ningún modo. Es muy peligroso conocer a los amigos.
-Realmente, sería mejor que no te mojaras -dijo el globo de fuego-. Eso es lo importante.
-Muy importante para ti, no me cabe duda -replicó el cohete-, pero yo lloraré si me place.
Y, en efecto, rompió a llorar con auténticas lágrimas que rodaban por su varilla como gotas de lluvia, y casi ahogaron a dos pequeños escarabajos que estaban pre­cisamente pensando en crear un hogar, y buscaban un bo­nito lugar seco para vivir.
-Debe ser verdaderamente romántico por naturaleza -dijo la girándula-, pues llora cuando no hay nada por que llorar.
Y lanzó un hondo suspiro, y pensó en el cajón de ma­dera de pino.
Pero la candela romana y la bengala estaban muy in­dignadas, y no hacían más que decir lo más alto que po­dían:
-¡Paparruchas!, ¡paparruchas!
Eran extremadamente prácticas, y siempre que tenían algo que objetar llamaban a las cosas paparruchas. Entonces salió la luna, semejante a un maravilloso es­cudo de plata; y comenzaron a brillar las estrellas, y llegó del palacio el sonido de la música.
El príncipe y la princesa dirigían el baile. Danzaban de un modo tan hermoso que los esbeltos lirios blancos se asomaban a verlos por la ventana, y las grandes amapolas rojas movían la cabeza llevando el compás.
Luego dieron las diez, y después las once, y más tarde las doce, y a la última campanada de medianoche todo el mundo salió a la terraza, y el rey mandó llamar al pi­rotécnico de palacio.
-¡Que empiecen los fuegos artificiales! -dijo el rey.
Y el pirotécnico de palacio hizo una profunda reveren­cia y fue al fondo del jardín. Le acompañaban seis ayu­dantes, cada uno de los cuales llevaba una antorcha en­cendida al extremo de una larga vara.
Fue ciertamente un espectáculo magnífico.
-¡Ssss! ¡Ssss! -silbó la girándula, mientras giraba y giraba.
-¡Bum! ¡Bum! -tronó la candela romana.
Luego los buscapiés danzaron por todas partes, y las bengalas hicieron que todo pareciera escarlata.
-¡Adiós! -gritó el globo de fuego, mientras se re­montaba dejando caer diminutas chispas azules.
-¡Bang! ¡Bang! -respondieron los petardos, que es­taban divirtiéndose muchísimo.
Todos tuvieron un gran éxito, menos el cohete insigne. Estaba tan mojado por el llanto que no pudo dispararse. Lo mejor de él era la pólvora, y esta estaba tan húmeda por las lágrimas que era inservible. Todos sus parientes pobres, a quienes nunca dirigía la palabra si no era con desdén, se dispararon al cielo como maravillosas flores de oro con corazón de fuego.
-¡Bravo! ¡Bravo! -gritaba la corte.
Y la princesa reía de placer.
-Supongo que me reservan para alguna gran ocasión -dijo el cohete-; indudablemente, eso es lo que esto significa.
Y tomó un aire más arrogante que nunca.
Al día siguiente fueron los obreros a limpiar y a or­denar las cosas.
-Esto es evidentemente una comisión -se dijo el co­hete-; les recibiré con la dignidad que conviene.
Irguió, pues, la cabeza, y empezó a fruncir el entrecejo con aire grave, como si estuviera pensando en algún asunto muy importante. Pero no le prestaron atención al­guna hasta que no estaban a punto de irse. Entonces uno de ellos se fijó en él.
-¡Caramba! -exclamó-, ¡aquí tenemos un mal co­hete!
Y lo tiró por encima del muro a la acequia.
-¿Mal cohete? ¿mal cohete? -se dijo, mientras daba vueltas vertiginosas por el aire-; ¡imposible! ¡Gran co­hete!, eso es lo que ha dicho el hombre. Mal y gran sue­nan muy parecido, y, a decir verdad, con frecuencia son la misma cosa.
Y cayó en el lodo.
-No se está cómodo aquí -observó-, pero induda­blemente es algún balneario de moda, y me habrán enviado a recobrar la salud. Tengo los nervios destrozados, y necesito descanso.
Entonces llegó hasta él nadando una ranita de ojos como joyas brillantes y vestida con un verde manto jas­peado.
-¡Recién llegado, ya veo! -dijo la rana-. ¡Bueno!, después de todo no hay nada como el barro. ¡Dadme un tiempo lluvioso y una acequia y soy completamente feliz! ¿Crees que va a ser una tarde de agua? Yo no he perdido las esperanzas de que sea así; pero el cielo está entera­mente azul y despejado. ¡Qué lástima!
-¡Ejem!, ¡ejem! -dijo el cohete airadamente, ponién­dose a toser.
-¡Qué voz tan deliciosa tienes! -exclamó la rana-. Realmente parece como si croaras, y desde luego el so­nido que se hace al croar es el más musical del mundo. Ya oirás nuestro orfeón esta noche. Nos instalamos en el viejo estanque de los patos, muy cerca de la casa de la­branza, y en cuanto sale la luna empezamos. Es tan de­licioso que todo el mundo se queda despierto para es­cucharnos. De hecho, ayer mismo oí a la mujer del la­brador decir a su madre que no había podido pegar un ojo en toda la noche por nuestra causa. Es muy agradable saberse tan popular.
-¡Ejem!, ¡ejem! -dijo el cohete airadamente. Estaba muy molesto por no poder decir una palabra.
-Una voz deliciosa, ciertamente -prosiguió la rana-. Espero que vengas a vernos al estanque de los patos. Me voy en busca de mis hijas. Tengo seis bellas hijas, y me da mucho miedo que las encuentre el lucio; es un verdadero monstruo, y no vacilaría en comérselas para desayunar. Bueno, ¡adiós!; he disfrutado mucho con nuestra conversación, te lo aseguro.
-Conversación -dijo el cohete-. Si has estado tú ha­blando todo el tiempo. Eso no es conversación.
-Alguien tiene que escuchar -respondió la rana-, y a mí me gusta decirlo todo; eso ahorra tiempo y evita las discusiones.
-Pero a mí me gustan las discusiones -dijo el cohete.
-Confío en que no -repuso la rana con aire satis­fecho-. Las discusiones son extremadamente vulgares, pues toda la gente de la buena sociedad tiene exacta­mente las mismas opiniones. Adiós por segunda vez; estoy viendo a mis hijas allá lejos.
Y la ranita se fue nadando.
-Eres una persona irritante -dijo el cohete-, y muy mal educada. Odio a la gente que habla de sí misma, como haces tú, cuando uno quiere hablar de sí mismo, como me ocurre a mí. Eso es lo que yo llamo egoísmo, y el egoísmo es algo absolutamente detestable, en espe­cial para alguien que tenga mi temperamento, pues yo soy muy conocido por ser amable por naturaleza. De hecho, deberías tomarme como ejemplo; no podrás tener un modelo mejor. Ahora que se te presenta la ocasión harías bien en aprovecharla, pues me voy a volver a la corte casi inmediatamente. Soy un gran favorito de la corte; de hecho, los príncipes se casaron ayer en honor mío. Naturalmente tú no sabes nada de estas cosas, pues eres una provinciana.
-Es inútil que hables con ella -dijo una libélula, que estaba posada en lo alto de una elevada espadaña parda-, absolutamente inútil, pues se ha ido.
-Bueno, peor para ella, no para mí -respondió el co­hete-. No voy a dejar de hablarle simplemente porque no preste atención. Me gusta escucharme cuando hablo; es uno de mis grandes placeres. A menudo sostengo largas conversaciones conmigo mismo, y soy tan inteligente que a veces no entiendo ni una sola palabra de lo que me digo.
-Entonces debieras dar conferencias sobre filosofía, ciertamente -dijo la libélula.
Y extendió un par de hermosas alas de gasa y se re­montó en el cielo.
-¡Qué tonta es no quedándose aquí! -dijo el co­hete-. Estoy seguro de que no tiene a menudo la oca­sión de cultivar su mente. Sin embargo, no me importa nada; un genio como el mío ha de apreciarse algún día, con toda seguridad.
Y se hundió un poco más en el cieno.
Al cabo de un rato llegó nadando hasta él una gran pata blanca. Tenía patas amarillas y pies palmeados, y se la consideraba una gran belleza por su modo de andar contoneándose.
-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! -dijo-. ¡Qué tipo tan curioso tienes! ¿Puedo preguntarte si es de nacimiento o es el resultado de un accidente?
-Es evidente que has vivido siempre en el campo -respondió el cohete-, de otro modo sabrías quién soy. Sin embargo, disculpo tu ignorancia. No sería justo es­perar que los demás fueran tan extraordinarios como uno mismo. Sin duda te sorprenderá oír que puedo subir vo­lando al cielo y bajar en una cascada de lluvia dorada.
-No me parece nada extraordinario -dijo la pata-, pues no veo de qué le sirve eso a nadie. Ahora bien, si supieras arar los campos, como el buey, o tirar de un ca­rro, como el caballo, o cuidar de las ovejas, como el perro del pastor, eso sí que sería algo.
-¡Pero, criatura -exclamó el cohete en un tono de voz muy altanero-, veo que perteneces a las clases más bajas! Una persona de mi rango no es nunca útil. Tenemos ciertas dotes y eso es más que suficiente. En cuanto a mí, no tengo simpatía por el trabajo de ninguna clase, y mucho menos por la clase de trabajos que parece que recomiendas. A decir verdad, yo he opinado siempre que los trabajos de carga son simplemente el refugio de la gente que no tiene otra cosa que hacer.
-Bueno, bueno -repuso la pata, que era de carácter muy pacífico, y nunca reñía con nadie-, cada cual tiene sus gustos. Espero, de cualquier modo, que fijes tu resi­dencia aquí.
-¡Oh, no! -exclamó el cohete-; soy solamente un visitante, un visitante distinguido. La verdad es que en­cuentro este lugar bastante aburrido. Aquí no hay ni so­ciedad ni soledad. De hecho, es un lugar esencialmente suburbano. Volveré probablemente a la corte, pues sé que estoy destinado a causar sensación en el mundo.
-Yo tuve una vez pensamientos de entrar en la vida pública -observó la pata-. ¡Hay tantas cosas que ne­cesitan reforma! Por cierto, presidí una asamblea hace algún tiempo, y aprobamos resoluciones condenando todo lo que no nos gustaba. Sin embargo, no parece que hayan tenido mucho efecto. Ahora me he metido en casa, y cuido a mi familia.
-Yo estoy hecho para la vida pública -dijo el co­hete-, lo mismo que todos mis parientes, incluso los más humildes. Siempre que aparecemos atraemos una gran atención. Yo en realidad no he hecho todavía mi apa­rición, pero cuando la haga será un espectáculo mag­nífico. En cuanto a meterse en casa, le hace a uno envejecer rápidamente, y distrae la mente de cosas más altas.
-¡Ah, las cosas más altas de la vida, qué bellas son! -dijo la pata-, y eso me recuerda qué hambre tengo.
Y se fue nadando corriente abajo, diciendo:
-¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac!
-¡Vuelve, vuelve! -gritó el cohete-; tengo muchas cosas que decirte.
Pero la pata no le prestó atención.
-Me alegro de que se haya ido -se dijo para sí-, tiene una mentalidad claramente de clase media.
Y se hundió un poco más aún en el cieno. Y estaba empezando a pensar en la soledad de los genios cuando, de pronto, dos niños vestidos con delantal blanco llega­ron corriendo por la orilla, con una marmita y algo de leña.
-Esta debe de ser la comisión -dijo el cohete, e in­tentó adoptar un porte muy digno.
-¡Eh! -gritó uno de los niños-, ¡mira este palo viejo! Me pregunto cómo ha venido a parar aquí.
Y cogió el cohete sacándolo de la acequia.
-¡Palo viejo! -dijo el cohete-, ¡imposible! ¡Palo egre­gio! (1), eso es lo que dijo. Palo egregio es un cumplido. ¡Realmente me confunde con uno de los dignatarios de la corte!
-¡Echémoslo al fuego! -dijo el otro muchacho-, ayudará a que hierva la marmita.
Así que apilaron la leña y pusieron el cohete en lo alto, y encendieron el fuego.
-Esto es magnífico -exclamó el cohete-, van a dis­pararme a plena luz del día, para que pueda verme todo el mundo.
-Vamos a echarnos a dormir ahora -dijeron los ni­ños-, y cuando despertemos habrá hervido la marmita.
Y se tendieron en la hierba y cerraron los ojos.
El cohete estaba muy mojado, así es que tardó mucho tiempo en arder. Por fin, sin embargo, le prendió el fuego.
-¡Ahora me voy a disparar! -gritó.
Y se puso muy tieso y derecho.
-Sé que voy a subir mucho más alto que las estrellas, mucho más alto que la luna, mucho más alto que el sol. Sí, subiré tan alto que...
-¡Fiss! ¡Fiss! ¡Fiss! -silbó, y se fue derecho por los aires.
-¡Delicioso! -gritó-, seguiré así para siempre. ¡Qué éxito el mío!
Pero no le vio nadie.
Entonces empezó a sentir una sensación extraña de hormigueo por todo el cuerpo.
-Ahora voy a explotar -gritó-. Incendiaré el mundo entero, y haré tal ruido que nadie hablará de otra cosa durante todo un año.
Y ciertamente explotó.
¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!, hizo la pólvora.
No cabía ninguna duda.
Pero nadie lo oyó, ni siquiera los dos niños, pues es­taban profundamente dormidos.
Luego, todo lo que quedó de él fue la varilla, y esta le cayó encima a una oca que estaba dando un paseo a lo largo de la acequia.
-¡Cielo santo! -gritó la oca-. Van a llover palos. Y se metió precipitadamente en el agua.
-Sabía que iba a causar una gran sensación -dijo el cohete dando las últimas bocanadas.
Y se apagó.

(1) Hemos empleado el adjetivo "egregio" por su relativo parecido fónico con "viejo". En el texto original se dice gold (oro), parófono de old (viejo). Palo de oro (Gold Stick) es además el nombre que se dan Gran Bretaña al jefe de la guardia noble, que, llevando un bastón dorado, abre la comitiva en las ceremonias oficiales.

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