Zarité es el nuevo personaje que ha creado Isabel Allende para su nueva novela sobre la esclavitud: La isla bajo el mar (Plaza & Janés). Allende ha creado una narración coral que se desarrolla en el Santo Domingo (República Dominicana) del siglo XVIII para relatar la vida de una joven esclava que no se resigna a su destino. Historia, sufrimiento, azar, pero sobre todo libertad es la palabra clave en el libro número 19 de la autora de obras como La casa de los espíritus. Isabel Allende es uno de los escritores en español más exitosos: 51 millones de libros vendidos.
(De "El País")
Así comienza la novela:
Zarité
En mis cuarenta años, yo, Zarité Sedella, he tenido mejor suerte que
otras esclavas. Voy a vivir largamente y mi vejez será contenta porque
mi estrella —mi z’etoile— brilla también cuando la noche está nublada.
Conozco el gusto de estar con el hombre escogido por mi corazón cuando
sus manos grandes me despiertan la piel. He tenido cuatro hijos y un
nieto, y los que están vivos son libres. Mi primer recuerdo de felicidad, cuando
era una mocosa huesuda y desgreñada, es moverme al son de los tambores
y ésa es también mi más reciente felicidad, porque anoche estuve en
la plaza del Congo bailando y bailando, sin pensamientos en la cabeza, y
hoy mi cuerpo está caliente y cansado. La música es un viento que se lleva
los años, los recuerdos y el temor, ese animal agazapado que tengo adentro.
Con los tambores desaparece la Zarité de todos los días y vuelvo a ser
la niña que danzaba cuando apenas sabía caminar. Golpeo el suelo con
las plantas de los pies y la vida me sube por las piernas, me recorre el esqueleto,
se apodera de mí, me quita la desazón y me endulza la memoria. El
mundo se estremece. El ritmo nace en la isla bajo el mar, sacude la tierra,
me atraviesa como un relámpago y se va al cielo llevándose mis pesares
para que Papa Bondye los mastique, se los trague y me deje limpia y contenta.
Los tambores vencen al miedo. Los tambores son la herencia de mi
madre, la fuerza de Guinea que está en mi sangre. Nadie puede conmigo
entonces, me vuelvo arrolladora como Erzuli, loa del amor, y más veloz
que el látigo. Castañetean las conchas en mis tobillos y muñecas, preguntan
las calabazas, contestan los tambores Djembes con su voz de bosque y
los timbales con su voz de metal, invitan los Djun Djuns que saben hablar
y ronca el gran Maman cuando lo golpean para llamar a los loas. Los tambores
son sagrados, a través de ellos hablan los loas.
En la casa donde me crié los primeros años, los tambores permanecían
callados en la pieza que compartía con Honoré, el otro esclavo, pero salían
a pasear a menudo. Madame Delphine, mi ama de entonces, no quería
oír ruido de negros, sólo los quejidos melancólicos de su clavicordio.
Lunes y martes daba clases a muchachas de color y el resto de la semana
enseñaba en las mansiones de los grands blancs, donde las señoritas disponían
de sus propios instrumentos porque no podían usar los mismos que
tocaban las mulatas. Aprendí a limpiar las teclas con jugo de limón, pero
no podía hacer música porque madame nos prohibía acercarnos a su clavicordio.
Ni falta nos hacía. Honoré podía sacarle música a una cacerola,
cualquier cosa en sus manos tenía compás, melodía, ritmo y voz; llevaba
los sonidos en el cuerpo, los había traído de Dahomey. Mi juguete era una
calabaza hueca que hacíamos sonar; después me enseñó a acariciar sus tambores
despacito. Y eso desde el principio, cuando él todavía me cargaba en
brazos y me llevaba a los bailes y a los servicios vudú, donde él marcaba el
ritmo con el tambor principal para que los demás lo siguieran. Así lo recuerdo.
Honoré parecía muy viejo porque se le habían enfriado los huesos, aunque
en esa época no tenía más años de los que yo tengo ahora. Bebía tafia
para soportar el sufrimiento de moverse, pero más que ese licor áspero, su
mejor remedio era la música. Sus quejidos se volvían risa al son de los tambores.
Honoré apenas podía pelar patatas para la comida del ama con sus
manos deformadas, pero tocando el tambor era incansable y, si de bailar
se trataba, nadie levantaba las rodillas más alto, ni bamboleaba la cabeza
con más fuerza, ni agitaba el culo con más gusto. Cuando yo todavía
no sabía andar, me hacía danzar sentada, y apenas pude sostenerme sobre
las dos piernas, me invitaba a perderme en la música, como en un sueño.
«Baila, baila, Zarité, porque esclavo que baila es libre… mientras baila»,
me decía. Yo he bailado siempre.
otras esclavas. Voy a vivir largamente y mi vejez será contenta porque
mi estrella —mi z’etoile— brilla también cuando la noche está nublada.
Conozco el gusto de estar con el hombre escogido por mi corazón cuando
sus manos grandes me despiertan la piel. He tenido cuatro hijos y un
nieto, y los que están vivos son libres. Mi primer recuerdo de felicidad, cuando
era una mocosa huesuda y desgreñada, es moverme al son de los tambores
y ésa es también mi más reciente felicidad, porque anoche estuve en
la plaza del Congo bailando y bailando, sin pensamientos en la cabeza, y
hoy mi cuerpo está caliente y cansado. La música es un viento que se lleva
los años, los recuerdos y el temor, ese animal agazapado que tengo adentro.
Con los tambores desaparece la Zarité de todos los días y vuelvo a ser
la niña que danzaba cuando apenas sabía caminar. Golpeo el suelo con
las plantas de los pies y la vida me sube por las piernas, me recorre el esqueleto,
se apodera de mí, me quita la desazón y me endulza la memoria. El
mundo se estremece. El ritmo nace en la isla bajo el mar, sacude la tierra,
me atraviesa como un relámpago y se va al cielo llevándose mis pesares
para que Papa Bondye los mastique, se los trague y me deje limpia y contenta.
Los tambores vencen al miedo. Los tambores son la herencia de mi
madre, la fuerza de Guinea que está en mi sangre. Nadie puede conmigo
entonces, me vuelvo arrolladora como Erzuli, loa del amor, y más veloz
que el látigo. Castañetean las conchas en mis tobillos y muñecas, preguntan
las calabazas, contestan los tambores Djembes con su voz de bosque y
los timbales con su voz de metal, invitan los Djun Djuns que saben hablar
y ronca el gran Maman cuando lo golpean para llamar a los loas. Los tambores
son sagrados, a través de ellos hablan los loas.
En la casa donde me crié los primeros años, los tambores permanecían
callados en la pieza que compartía con Honoré, el otro esclavo, pero salían
a pasear a menudo. Madame Delphine, mi ama de entonces, no quería
oír ruido de negros, sólo los quejidos melancólicos de su clavicordio.
Lunes y martes daba clases a muchachas de color y el resto de la semana
enseñaba en las mansiones de los grands blancs, donde las señoritas disponían
de sus propios instrumentos porque no podían usar los mismos que
tocaban las mulatas. Aprendí a limpiar las teclas con jugo de limón, pero
no podía hacer música porque madame nos prohibía acercarnos a su clavicordio.
Ni falta nos hacía. Honoré podía sacarle música a una cacerola,
cualquier cosa en sus manos tenía compás, melodía, ritmo y voz; llevaba
los sonidos en el cuerpo, los había traído de Dahomey. Mi juguete era una
calabaza hueca que hacíamos sonar; después me enseñó a acariciar sus tambores
despacito. Y eso desde el principio, cuando él todavía me cargaba en
brazos y me llevaba a los bailes y a los servicios vudú, donde él marcaba el
ritmo con el tambor principal para que los demás lo siguieran. Así lo recuerdo.
Honoré parecía muy viejo porque se le habían enfriado los huesos, aunque
en esa época no tenía más años de los que yo tengo ahora. Bebía tafia
para soportar el sufrimiento de moverse, pero más que ese licor áspero, su
mejor remedio era la música. Sus quejidos se volvían risa al son de los tambores.
Honoré apenas podía pelar patatas para la comida del ama con sus
manos deformadas, pero tocando el tambor era incansable y, si de bailar
se trataba, nadie levantaba las rodillas más alto, ni bamboleaba la cabeza
con más fuerza, ni agitaba el culo con más gusto. Cuando yo todavía
no sabía andar, me hacía danzar sentada, y apenas pude sostenerme sobre
las dos piernas, me invitaba a perderme en la música, como en un sueño.
«Baila, baila, Zarité, porque esclavo que baila es libre… mientras baila»,
me decía. Yo he bailado siempre.
Está en la BIBLIOTECA.
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