En Babelia, un EXTRA dedicado al tren (Subirse al tren), visto no sólo como un medio de transporte, sino como una "máquina llena de cultura". En él encontramos textos de Luis García Montero, Luciano G. Egido, José María Guelbenzu, Maruja Torres, etc.
De Benjamín Prado, se publica el relato EL VIAJE, que obtuvo el Primer Premio de Cuento de los Premios del Tren 2008, Antonio Machado de Poesía y Cuento, que concede la Fundación de los Ferrocarriles Españoles.
Lo reproducimos a continuación:
Sobre todo, era convincente. Eso es lo que pensó cuando volvió a leerlo, nada más echar a andar el tren y mientras las personas que estaban en los andenes, entre ellas su madre y su marido, se empequeñecían según iban quedando atrás, como si retrocedieran hasta su infancia disminuyendo de la talla cuarenta y ocho a la treinta y seis, la veinte, la ocho, la dos... "Solvencia, experiencia y buena apariencia", se dijo, a modo de resumen y como quien repite una divisa comercial, la mujer a la que, entre todos los pasajeros, he elegido este relato para contar su historia.
Permítanme que se la presente: se llama Pilar, tiene treinta y cinco años, es atractiva sin llegar a ser guapa y a la mayor parte de las personas que reparan en ella les gusta más cuanto más la miran, según van descubriendo la llamativa melena pelirroja, que ella sabe mover con coquetería y cierta arrogancia, los ojos entre verdes y castaños y, sobre todo, la boca voluptuosa, que a muchos hombres les parece un riesgo que merecerá la pena correr. Aquella mañana viajaba a otra ciudad para hacer una entrevista de trabajo y por ese motivo en el instante en que este texto la encontró acababa de leer una vez más su currículum vitae y se había infundido ánimos de la manera que acaban de ver. Luego cuadró las cuartillas en las que estaba su expediente académico y profesional golpeándolas contra la mesa de su asiento, alisó las solapas del traje de chaqueta que había elegido para la ocasión, se miró en el cristal de la ventana y sonrió. Era la viva imagen de una triunfadora.
La reunión que le esperaba era una mera formalidad, porque ya había tenido las suficientes conversaciones telefónicas con los jefes de la empresa que iba a contratarla como para saber que el puesto era suyo, y aunque la presunción no estaba entre sus defectos más sobresalientes, en ese caso, si era sincera, no podía decir que le extrañara, porque su historial era extraordinario y se adaptaba como anillo al dedo a las necesidades de la compañía que iba a emplearla. En su época de estudiante había sido una alumna ejemplar, había hecho toda su carrera universitaria con muy buenas notas y se había licenciado con uno de los primeros números de su promoción. Su experiencia laboral era corta, pero en ella también había acumulado sucesivos éxitos, aunque fuese a pequeña escala, en ocupaciones modestas y con sueldos que no eran nada del otro mundo. Ahora sentía que sus esfuerzos habían dado fruto y que al fin había llegado el tiempo de recoger la cosecha.
Volvió a leer el currículum. El primer párrafo hablaba, efectivamente, de sus estudios, y al verlo se acordó de aquellos años en los que era la niña perfecta: responsable, ordenada, seria. Tal vez demasiado seria, si lo pensaba detenidamente, hasta el punto de que muchas veces se sintió aislada, recluida en un plano superior que por una parte la hacía destacar y por otra la dejaba al margen de los demás, a los que ella consideraba demasiado infantiles, superficiales, inmaduros. Cerró los ojos. Igual que si fueran las personas que a las horas punta del día se agolpan en las estaciones del metro y empujan para entrar en los vagones, se le amontonaron en la cabeza imágenes de chicos que quisieron conquistarla, de compañeras que intentaron ser sus amigas... Nunca había perdido demasiado tiempo en noviazgos ni pandillas, y cuando lo hizo, por una mezcla de pura curiosidad y miedo, supo que ya empezaban a murmurar de ella, a llamarla monja, empollona y ese tipo de cosas, el resultado fue desastroso. Se acordó de un muchacho llamado Emilio, al que se atribuía cierta fama de donjuán y con el que tuvo sus primeras experiencias eróticas, si es que pueden llamarse de ese modo. El joven no le interesaba especialmente, pero empezó a salir alguna vez con él por evitar las habladurías. Era, en su opinión, el mismo adolescente que todos los demás, un simple guaperas que alardeaba de sus conquistas por los pasillos del colegio y a la hora de la verdad hacía poco más que besar a las chicas hasta que los labios se les hinchaban a los dos y manosearlas con notable incompetencia por encima de la ropa. Ella, por otro lado, tampoco le dejaba ir mucho más allá, y él debió de burlarse de su pudor, porque pronto supo que las malas lenguas seguían trabajando contra ella, que los rumores continuaban y los adjetivos desdeñosos se le iban pegando a su apellido igual que clavos oxidados a un imán: mojigata, cursi... Una noche en la que, como solían hacer siempre que quedaban, estaban dentro del coche de su padre, entregados a otra inagotable sesión de besos pesados y caricias ligeras, Pilar se levantó la camisa, se desabrochó el sujetador y mientras el tal Emilio le miraba los pechos como si no pudiese creer lo que veía, le abrió los pantalones y empezó a masturbarlo con energía y sin pasión, de forma más bien mecánica: no le duró mucho, pero el relato que él debió de hacer de su hazaña aguantó el curso entero, porque Pilar pasó a tener fama de zorra, que obviamente era mucho mejor que la de puritana. La dejaron en paz y pudo dedicarse a lo que le interesaba, que era aprobar el curso con unas calificaciones superlativas: lo hizo.
¿Por qué se habría puesto a pensar en eso, que nada tenía que ver con su viaje y que era un episodio tan lejano e insignificante de su vida? O quizá no, porque la verdad es que su relación con los hombres nunca fue gran cosa, y la mayor parte de ellos, que no habían sido más de media docena, había terminado por acusarla de fría. No se lo reprochó, porque todos estaban en lo cierto y ninguno le había interesado de verdad, más bien habían sido parte del decorado, personajes de una representación que alguna vez le había interesado poner en marcha por no desentonar, o para no tener que presentarse sola en algún sitio, o para dar una impresión de estabilidad personal. Cuando el público se iba, las luces del teatro se apagaban y llegaba el momento de ir a la cama, Pilar repetía, más o menos, la ceremonia del joven Emilio y el coche de su padre. Su falta de entusiasmo era tan obvia que todos sus amantes acababan por reprochársela con palabras que parecían calcadas unas de las otras: uno le dijo que acostarse con ella era como hacer el amor con un animal disecado; otro, al que casi había querido, la llamó maniquí, y un tercero, el más ingenioso, la describió como "sesenta y cinco kilos de carne deliciosa... recién sacada del congelador".
Pero hemos visto que cuando el tren salió de la estación había un marido despidiéndola en el andén, y como es lógico ustedes se preguntarán qué relación tenían, cuándo se casaron y por qué, si eran felices o desdichados, y si su matrimonio tenía algún futuro, entre otras cuestiones. Bueno, pues el asunto es fácil de resumir: Pilar le daba tan poco como a los demás, pero a él le importaba menos; y así sobrellevaban su pareja, encajando el desinterés de uno en la apatía del otro. Si lo piensan bien, no es raro: ¿Qué dos cosas van a combinar mejor en este mundo que la indiferencia y la desgana? Y, sin embargo, cuando esa idea se le vino encima notó como una nube en los ojos y, sin razón aparente, se puso a llorar. Y también hizo algo más: en un gesto impulsivo del que pronto iba a avergonzarse, cogió un bolígrafo rojo y tachó en el currículum la línea en la que decía que estaba casada. Mientras se secaba las lágrimas atribuyó ese trastorno improcedente a la tensión del momento: al fin y al cabo, esa mañana iba a empezar para ella el futuro, y todos sabemos que del futuro nunca se sabe nada, excepto que estará lleno de cambios, sorpresas e incertidumbre. Maldijo aquel sofoco absurdo y para recuperar la compostura sacó un espejo y se puso a restaurar su maquillaje. Menos mal que era una persona precavida y, por si había que hacer frente a cualquier imprevisto, llevaba en la cartera otra copia de su expediente. Lo sacó y lo comparó con el primero, el que tenía la tachadura. Sabía en cuál de los dos estaba escrita la verdad, pero ¿cuál era más cierto? Depende de si uno habla de contratos legales o de emociones, supongo, pero ésa es mi opinión, y no me arriesgo a decirles que también fuera la suya, porque sin duda su carácter y el mío son muy distintos y es posible que a la hora de juzgar una relación de pareja lo que a mí me parece minúsculo a ella le parezca más que suficiente. Para pesar los sentimientos no hay más báscula que uno mismo, todo lo demás no sirve.
Las azafatas le trajeron el desayuno y mientras lo tomaba se alegró de haber elegido el tren, en lugar del avión, porque, tal y como había previsto, eso le daba la posibilidad de pensar, de no entregar las horas a la burocracia del viaje y guardar el tiempo para repasar los argumentos e iniciativas que pensaba poner sobre la mesa durante la reunión. Se recreó en las alteraciones del paisaje, que canjeaba bosques por ríos, praderas con ganado por zonas urbanas. Después de un segundo café, cuando le retiraron la bandeja, fue al baño, se lavó con su meticulosidad característica los dientes y las manos, y al regresar a su asiento volvió a leer el currículum.
Se detuvo en un párrafo que hablaba del año que fue a vivir a Estados Unidos, a la ciudad de Austin, Tejas, para completar su formación, y sin poder contenerse también lo tachó con su bolígrafo rojo, esta vez con auténtica furia. Aquella época había sido terrible, no hubo en ella más que tedio y soledad, días y noches interminables, aulas gobernadas por profesores aburridos que daban sus lecciones con aire de funcionarios; aunque, naturalmente, ella vendía la experiencia como un gran paso adelante en su adiestramiento, que era el modo en que su madre solía llamarlo.
¿Y qué había detrás del siguiente punto y aparte? Pues, visto desde la angustia que en ese instante administraba sus pensamientos, había más mentiras, porque aquel avance meteórico en las oficinas en las que había estado ocultaba algún que otro cadáver en el subsuelo, entre otros el de su dignidad, porque, por un lado, ciertos ascensos los había logrado a base de traicionar a sus superiores o a sus colegas, lo que tampoco consideraba tan raro en este mundo en el que sólo se tienen ojos para los vencedores y oídos para la música de las cajas registradoras; pero, por otra parte, también había habido algún capítulo oscuro en su éxito profesional, ciertas concesiones a jefes que tenían las manos largas y se tomaban libertades ante las que ella, a pesar de la repugnancia que sentía, guardó silencio y prefirió mirar para otro lado. Y, sobre todo, había un suceso que la atormentaba con frecuencia, la aventura que tuvo con un directivo de la última firma para la que había trabajado. No es que hubiera sido nada sucio, ni más desagradable de lo normal. Y, de hecho, ese hombre le gustaba bastante, era guapo, fuerte, tenía una voz hermosa y, sin ningún género de dudas, era el que más la había excitado en su vida y el que, dentro de sus límites, más lejos había conseguido llevarla, porque era de esa clase de personas que no se conforman con su propio placer y que no regatean esfuerzos a la hora de conseguir el de sus parejas. Pero, a pesar de eso, a menudo se preguntaba si habría hecho las cosas que hizo con él de no haber sido el directivo que la iba a impulsar a la cumbre de la empresa. Ni qué decir tiene que estaba casado y que, pasado un tiempo, regresó a la paz de su familia. Pilar hizo un amago de resistirse a sus propias vacilaciones y se preguntó si tanta aprensión no era más que una forma del típico sentimiento de culpa femenino, porque seguro que un hombre no era tan escrupuloso al juzgar episodios de su vida que fueran similares al que ella estaba recordando; pero al final tachó también esa parte de su currículum.
Adiestramiento. Sí, así era como lo llamaba su madre, una mujer que había impulsado los estudios, la carrera y la profesión de su hija con mano enérgica, sometiéndola desde que tenía seis o siete años a una disciplina inflexible según la cual las obligaciones eran el centro de la existencia, y cualquier alarde de desenfado, alegría o pereza, un síntoma de hedonismo intolerable. Tenía razón, en cualquier caso: la había instruido más que educado; o, si lo llevamos al extremo en el que Pilar se encontraba en el preciso instante que describen ahora estas líneas, podríamos decir que no la crió como quien forma a un ser humano, sino como alguien que amaestrase a una mascota. Con ese sentimiento cegándola, tachó toda la parte del expediente que hablaba de su carrera, y prácticamente todo el documento quedó convertido en nada.
El tren ya se acercaba a su destino, y el nombre de la ciudad a la que iba se repetía por los altavoces. Se miró una vez más en el espejo de su polvera. Se encontró distinta, cansada. Después puso sobre la mesa plegable la versión tachada del currículum y la que estaba intacta, una al lado de la otra. ¿Quién soy yo?, se preguntó. ¿Quién hubiera podido ser? Y mientras entraban en la estación, en lugar de levantarse y coger la maleta que llevaba en el portaequipajes, se quedó allí sentada, viendo a los pasajeros que crecían hasta su propio tamaño según se acercaban. ¿Y si no fuera a esa reunión? ¿Y si de pronto diera un volantazo a su vida y a partir de ese momento se dedicara a vivir, fíjate, qué verbo más elástico, vivir, y qué lleno de significados falsos, todos esos que le hemos atribuido para suplantar el auténtico, para no darnos cuenta de cómo lo necesario ocupa el lugar de lo que importa, hasta convertirnos en los orgullosos propietarios de los muros tras los que estamos presos? Lo he escrito a mi modo, no con las palabras exactas que Pilar se dijo entonces, pero creo que lo he hecho de un modo que refleja de forma bastante precisa su estado de ánimo.
No sabemos qué pasaría al final, si bajó de aquel tren en el que encontró el tiempo que le hacía falta para abrir los ojos y verse y, apartando los malos presagios y los malos recuerdos de su cabeza, fue a aquella reunión, o si, por el contrario, se quedaría en la ciudad sin hacer nada, simplemente dando un paseo; si prefirió volver a su lugar de origen; si le ha plantado cara a sus frustraciones o sigue dejándose llevar por ellas como si fuese sobre unas vías inapelables, lo cual es perfecto para los trenes y terrible en el caso de las personas, para las que no hay demasiada diferencia entre ir a la deriva y moverse encima de unos carriles, porque en ambos casos significará que no tienen el control, que no supieron darle a su vida las dos cosas que, según dijo el poeta Luis Cernuda, conducen a la inteligencia y a la felicidad: dirección y sentido.
Pilar volvió a mirar las dos versiones de su currículum y luego rompió una de ellas y bajó del tren. Yo me estoy preguntando si debo seguirla igual que si fuera un detective contratado por ustedes, ir tras ella y saber qué ha decidido, para poder contarlo.