Darío y las contradicciones del poeta moderno
- El poeta nicaragüense, de cuya muerte se cumplen cien años, resulta, en su momento, un autor total, ya que encarna todas las contradicciones de su época
- El autor representa el entusiasta camino de ida hacia la civilización moderna, pero también el desencantado camino de vuelta
- GRACIA MORALES 6 mayo 2016
“Yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer”, afirma Rubén Darío en “Las palabras liminares” de uno de sus libros más importantes, Prosas profanas. Cien años se cumplen ahora de su muerte y por todo el mundo no dejan de sucederse homenajes y actos literarios en recuerdo de su obra, decisiva como ninguna otra para las letras hispánicas de la modernidad.
Afortunadamente, lejos queda ya la tendencia a dividir su producción poética en dos compartimentos absolutamente incomunicados e irreconciliables: la primera etapa evasiva, esteticista, cosmopolita; frente a una segunda donde imperaría el compromiso con lo hispánico, la preocupación ética y la interrogación metafísica. Si bien sigue resultando legítimo estudiar la trayectoria del nicaragüense evidenciando su evolución y los cambios que se van produciendo en su devenir poético, lo que, en cambio, ha quedado superado es la propensión a separar de forma categórica los periodos de su obra, como si no existieran pulsiones comunes y espacios de inteconexión. Se ha impuesto ya, desde la perspectiva que permite el paso del tiempo, una mirada que enlaza ambas estéticas y las considera respuestas (tentativas, inconclusas, condenadas al fracaso) de un único conflicto no resuelto: la entrega del poeta a su “religión del arte”, como un espacio sagrado, pero también “raro” o maldito, dentro de una sociedad utilitaria que se rige fundamentalmente por criterios económicos.
Por esto, Darío resulta, en su momento, un poeta total, ya que encarna todas las contradicciones de su época: representa el entusiasta camino de ida hacia la civilización moderna, pero también el desencantado camino de vuelta hacia la propia tradición hispánica y latinoamericana, como señalaran Juan Carlos Rodríguez y Álvaro Salvador.
Nos enfrentamos, pues, a un escritor difícil de integrar en una definición unívoca. Creyente, pero fascinado con lo esotérico y con los placeres mundanos; defensor de la libertad, pero dependiente del beneplácito de editores y posibles mecenas (sobre todo, los políticos); admirado por las masas y humillado por los poderosos; idealista, pero también vanidoso y egocéntrico; fascinado con la figura femenina, pero compañero veleidoso y fugitivo; sensible, enfermizo y de temperamento nervioso, pero, a su vez, propenso a la bohemia nocturna y al abuso del alcohol…
Su obra refleja todas las aristas de una personalidad fascinante, en un momento histórico especialmente significativo para el ámbito americano: sucesivos golpes de estado en Nicaragua (1890 y 1909); la guerra del 98 entre Estados Unidos y España, con la consecuente pérdida de las últimas colonias españolas; la Guerra de los mil días en Colombia (1899-1902); la construcción norteamericana del canal de Panamá (1904-1914); los primeros años de la Revolución Mexicana... Varios de estos hechos influyeron, en mayor o menor medida, en la trayectoria vital de Darío, sobre todo en lo que afectaba a su posición como diplomático, primero en Buenos Aires, después en Madrid, así como en las varias delegaciones internacionales de las que formó parte.
Ahora bien, más allá de su legendaria biografía, que él mismo ayudó a construir en La vida de Rubén Darío escrita por él mismo y en Historia de mis libros, lo que permanece y legitima su presencia en nuestras letras sigue siendo su obra poética y la indispensable influencia que va a ejercer en otros autores, tanto hispanoamericanos como españoles.
Una voz poética de la que se podría destacar, por una parte, su renovación de los esquemas métricos y rítmicos (asimilable a la que propiciara Garcilaso de la Vega en la lírica castellana del siglo XVI); y, por otra, su capacidad para dar cuenta de las preocupaciones y los conflictos del artista moderno en la sociedad burguesa.
Ciertamente cuanto más atentamente nos acercamos a sus versos, más fascinante resulta el minucioso trabajo que este poeta lleva a cabo con la sonoridad, hasta convertirla en uno de los ejes fundamentales de su creación. Esta cualidad, que el estudioso Noé Jitrik definió como “fonocentrismo”, le lleva a renovar fórmulas tradicionales ya olvidadas (como el verso alejandrino), a usar con plena conciencia y valentía las aliteraciones o a investigar con la posición de los acentos.
En clase acostumbro a analizar su famosa “Sonatina”, de Prosas profanas (1896), que empieza: “La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color”. Les propongo, entonces, a mis alumnos que se fijen en los acentos y ahí surge la sorpresa y la admiración: están acentuadas la tercera y la sexta sílaba de cada hemistiquio. Siempre. Y este esquema se mantiene a lo largo de los cuarenta y ocho versos de esta composición, con una precisión tan rigurosa que convierte a este poema en un verdadero prodigio rítmico (más allá del tono aparentemente infantilizado y naíf con el que siempre se la ha catalagado).
También resulta muy sugerente analizar con los estudiantes, desde este punto de vista, el poema “Lo fatal”, perteneciente a Cantos de vida y esperanza (1905):
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos
y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...
Un soneto alejandrino, pero de trece versos: un soneto, pues, deteriorado, truncado, interrumpido, en el que los versos doce y trece ya se han acortado (como si se fueran deshaciendo) y en el que ha desaparecido del todo el necesario verso decimocuarto. O quizá, un soneto en el que el último verso existe sólo como un eco, como un silencio, como un vacío latente tras los puntos suspensivos. El esquema métrico previsible se deteriora, se trunca, se interrumpe, para simbolizar así la llegada de la muerte, que deja también la vida incompleta, silenciada, en suspenso.
Por otra parte, cabe destacar, al hilo de estos dos poemas citados, esa compleja trayectoria poética de Darío ya apuntada anteriormente: entre uno y otro texto (entre la sensual imagen de la princesa —la poesía, tal vez—, que espera a su príncipe para que la encienda con un beso de amor, y la conciencia fatídica y nihilista de ese “no saber nada”), han transcurrido menos de nueve años.
Pero Darío es el uno y el otro: analogía e ironía, como propone Octavio Paz en su libro Los hijos del limo; dos caras de una misma moneda, dos reacciones del poeta a un mismo detestar el tiempo y la vida en que le ha tocado nacer.
*Gracias Morales es profesora de Literatura Hispanoamericana.
Afortunadamente, lejos queda ya la tendencia a dividir su producción poética en dos compartimentos absolutamente incomunicados e irreconciliables: la primera etapa evasiva, esteticista, cosmopolita; frente a una segunda donde imperaría el compromiso con lo hispánico, la preocupación ética y la interrogación metafísica. Si bien sigue resultando legítimo estudiar la trayectoria del nicaragüense evidenciando su evolución y los cambios que se van produciendo en su devenir poético, lo que, en cambio, ha quedado superado es la propensión a separar de forma categórica los periodos de su obra, como si no existieran pulsiones comunes y espacios de inteconexión. Se ha impuesto ya, desde la perspectiva que permite el paso del tiempo, una mirada que enlaza ambas estéticas y las considera respuestas (tentativas, inconclusas, condenadas al fracaso) de un único conflicto no resuelto: la entrega del poeta a su “religión del arte”, como un espacio sagrado, pero también “raro” o maldito, dentro de una sociedad utilitaria que se rige fundamentalmente por criterios económicos.
Por esto, Darío resulta, en su momento, un poeta total, ya que encarna todas las contradicciones de su época: representa el entusiasta camino de ida hacia la civilización moderna, pero también el desencantado camino de vuelta hacia la propia tradición hispánica y latinoamericana, como señalaran Juan Carlos Rodríguez y Álvaro Salvador.
Nos enfrentamos, pues, a un escritor difícil de integrar en una definición unívoca. Creyente, pero fascinado con lo esotérico y con los placeres mundanos; defensor de la libertad, pero dependiente del beneplácito de editores y posibles mecenas (sobre todo, los políticos); admirado por las masas y humillado por los poderosos; idealista, pero también vanidoso y egocéntrico; fascinado con la figura femenina, pero compañero veleidoso y fugitivo; sensible, enfermizo y de temperamento nervioso, pero, a su vez, propenso a la bohemia nocturna y al abuso del alcohol…
Su obra refleja todas las aristas de una personalidad fascinante, en un momento histórico especialmente significativo para el ámbito americano: sucesivos golpes de estado en Nicaragua (1890 y 1909); la guerra del 98 entre Estados Unidos y España, con la consecuente pérdida de las últimas colonias españolas; la Guerra de los mil días en Colombia (1899-1902); la construcción norteamericana del canal de Panamá (1904-1914); los primeros años de la Revolución Mexicana... Varios de estos hechos influyeron, en mayor o menor medida, en la trayectoria vital de Darío, sobre todo en lo que afectaba a su posición como diplomático, primero en Buenos Aires, después en Madrid, así como en las varias delegaciones internacionales de las que formó parte.
Ahora bien, más allá de su legendaria biografía, que él mismo ayudó a construir en La vida de Rubén Darío escrita por él mismo y en Historia de mis libros, lo que permanece y legitima su presencia en nuestras letras sigue siendo su obra poética y la indispensable influencia que va a ejercer en otros autores, tanto hispanoamericanos como españoles.
Una voz poética de la que se podría destacar, por una parte, su renovación de los esquemas métricos y rítmicos (asimilable a la que propiciara Garcilaso de la Vega en la lírica castellana del siglo XVI); y, por otra, su capacidad para dar cuenta de las preocupaciones y los conflictos del artista moderno en la sociedad burguesa.
Ciertamente cuanto más atentamente nos acercamos a sus versos, más fascinante resulta el minucioso trabajo que este poeta lleva a cabo con la sonoridad, hasta convertirla en uno de los ejes fundamentales de su creación. Esta cualidad, que el estudioso Noé Jitrik definió como “fonocentrismo”, le lleva a renovar fórmulas tradicionales ya olvidadas (como el verso alejandrino), a usar con plena conciencia y valentía las aliteraciones o a investigar con la posición de los acentos.
En clase acostumbro a analizar su famosa “Sonatina”, de Prosas profanas (1896), que empieza: “La princesa está triste... ¿Qué tendrá la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / que ha perdido la risa, que ha perdido el color”. Les propongo, entonces, a mis alumnos que se fijen en los acentos y ahí surge la sorpresa y la admiración: están acentuadas la tercera y la sexta sílaba de cada hemistiquio. Siempre. Y este esquema se mantiene a lo largo de los cuarenta y ocho versos de esta composición, con una precisión tan rigurosa que convierte a este poema en un verdadero prodigio rítmico (más allá del tono aparentemente infantilizado y naíf con el que siempre se la ha catalagado).
También resulta muy sugerente analizar con los estudiantes, desde este punto de vista, el poema “Lo fatal”, perteneciente a Cantos de vida y esperanza (1905):
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
¡Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos
y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!...
Un soneto alejandrino, pero de trece versos: un soneto, pues, deteriorado, truncado, interrumpido, en el que los versos doce y trece ya se han acortado (como si se fueran deshaciendo) y en el que ha desaparecido del todo el necesario verso decimocuarto. O quizá, un soneto en el que el último verso existe sólo como un eco, como un silencio, como un vacío latente tras los puntos suspensivos. El esquema métrico previsible se deteriora, se trunca, se interrumpe, para simbolizar así la llegada de la muerte, que deja también la vida incompleta, silenciada, en suspenso.
Por otra parte, cabe destacar, al hilo de estos dos poemas citados, esa compleja trayectoria poética de Darío ya apuntada anteriormente: entre uno y otro texto (entre la sensual imagen de la princesa —la poesía, tal vez—, que espera a su príncipe para que la encienda con un beso de amor, y la conciencia fatídica y nihilista de ese “no saber nada”), han transcurrido menos de nueve años.
Pero Darío es el uno y el otro: analogía e ironía, como propone Octavio Paz en su libro Los hijos del limo; dos caras de una misma moneda, dos reacciones del poeta a un mismo detestar el tiempo y la vida en que le ha tocado nacer.
*Gracias Morales es profesora de Literatura Hispanoamericana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario