500 años de ‘Utopía’
Tomás Moro nos enseñó a buscar los medios reales y precisos para mejorar nuestra existencia
Retrato de Tomás Moro realizado por Hans Holbein.
Inmersos en tanta vorágine de aniversarios y conmemoraciones, quizás convendría aprovechar para evocar la publicación en Lovaina en 1516, hace 500 años de una obrita absolutamente decisiva en el devenir del pensamiento occidental, Del estado ideal de una república en la nueva isla de Utopía, más conocida con el título de Utopía. Su autor, el pensador, teólogo y político humanista inglés Tomás Moro, difícilmente hubiera podido imaginar el formidable impacto de su escrito y la trascendencia tuvo hasta el punto de acuñar un nuevo término.
Ahora bien, ¿qué nos permite explicar su vigencia? Su autor nos describe una comunidad ficticia, Utopía, ubicada en un territorio inexplorado, cuyos habitantes viven bajo un clima de paz y armonía. Una imagen que nos remite a una visión amable del mundo, tanto más gratificante cuanto contrasta con la dura realidad vivida por los lectores. Algunos han considerado ese componente placentero omnipresente en la obra como la clave de su considerable atractivo por ser una vía de evasión de nuestros problemas cotidianos, pero… ¿es realmente así? A decir verdad, la condición de los habitantes de Utopía dista mucho de ser la ideal: son individuos normales y corrientes, tan viciosos o virtuosos como lo pudiéramos ser nosotros. ¿Qué les separa a ellos entonces de nosotros lectores? O mejor, ¿qué les permite a estos hombres disfrutar y gozar de una vida apacible y grata, tan vedada a nosotros en la vida real?
Para Tomás Moro, la existencia de sus compatriotas ingleses –y, por extensión, la de los europeos de entonces- desde luego no era en absoluto ni feliz y ni mucho menos esperanzadora. Ni para los ciudadanos más acaudalados, ni, por supuesto, para el común de la población: la situación reinante era de desesperanza y pesimismo general. La Corte, y las clases privilegiadas, asistían, desorientadas y atemorizadas, a un ambiente social de violencia e inseguridad crecientes. Pero la suerte de los sectores más desfavorecidos no era, desde luego, mejor, enfrentados a una situación de creciente penuria de recursos y trabajo, que podía acabar aun peor, en la mendicidad y la delincuencia. Lo que más llamaba la atención al humanista inglés, sin embargo, era el extremo recelo mutuo que se había ido imponiendo en el país, provocada por la instauración de la propiedad privada como eje vertebrador de las relaciones sociales. La divisoria establecida entre propietarios y no propietarios (de bienes o de trabajo), y, sobre todo, la condición naturalmente excluyente de la propiedad –limitada a un único titular- resultaban definitivos para Moro, a la hora de explicar aquel escenario social gobernado por unos niveles de competencia e individualismo atroz hasta entonces nunca contemplados, que inspirarían posteriormente a Hobbes.
El sabio humanista desmonta las piezas que componen la sociedad y a partir de ahí diagnostica los males
La naturaleza del conflicto no tardaría en trascender lo económico o legal para diseminarse por todos los ámbitos de la existencia humana: Moro alude a la inoculación del orgullo –el verdadero huevo de la serpiente- en las relaciones humanas, y la entronización del espíritu competitivo sobre todos los órdenes de la vida, desde la política a la economía, llegando incluso al reino del amor y los sentimientos. Llegados a este punto, la conclusión del autor no puede resultar más categórica: al percibir a los demás como potenciales competidores y vernos compelidos a rivalizar con ellos en la posesión de bienes, terminamos contemplando a nuestros semejantes únicamente como obstáculos de nuestra felicidad. Ante semejante disyuntiva, concluye, el hombre, alienado, se encuentra condenado a combatir en una lucha permanente y eterna, en la que nunca obtendrá el sosiego.
Moro no nos ofrece, por tanto, en Utopía, una visión placentera de la realidad. Más bien, se sirve de una tradición crítica para desmontar las piezas que componen la sociedad y a partir de ahí diagnostica los males que la aquejan sin distinguir entre verdugos y víctimas. Su inscripción en el aquí y ahora es total, muy distante de la imagen idealizada que se ha tratado de trasladar. A partir de su relato, pues, el autor nos invita a reflexionar sobre las posibles causas de nuestra común desdicha insistiendo especialmente en la universalidad del sufrimiento: habrá quien muera rico y quien lo haga necesitado, pero ninguno de ellos lo hará en paz.
¿Qué distingue a nuestros desgraciados conciudadanos de los felices habitantes de Utopía?, se pregunta Moro. ¿La ausencia de propiedad privada? ¿El clima de igualitarismo y tolerancia? A decir verdad nada, tan sencillo –y al propio tiempo- tan complejo como el gobierno de sus vidas y la conservación de su capacidad para intervenir y adecuar la realidad a sus verdaderas necesidades. Porque, a diferencia de otros muchos pueblos salvajes de tierras indómitas, los utopianos no viven aislados del mundo. Tienen noticias de los males de la civilizada Europa pero no desean correr su misma suerte. Y si para ello tienen que romper aquel istmo que les unía a tierra firme, sin duda lo harán.
Tal es el legado que este sabio humanista nos dejó hace ahora 500 años. A través de su mirada oblicua, nos ofreció una poderosa enseñanza que iba más allá de la descripción de una sociedad aparentemente idílica: que nuestros esfuerzos no deben orientarse a imaginar mundos perfectos sino en determinar las raíces de nuestros problemas y hallar los medios reales y precisos para mejorar nuestra existencia. Moro nos invita a ser inconformistas y tenaces, pero siempre desde la solidaridad, porque los males que nos afectan son universales y todos fuimos, somos y seremos sus potenciales damnificados.
A decir verdad, nunca una isla tan remota tuvo tanta incidencia en la cartografía de nuestras vidas.
Francisco Martínez Mesa es profesor de Ciencia Política de la Universidad Complutense de Madrid.
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