¿Crónicas para qué?
Yo me acuerdo. Me acuerdo de cómo era antes. Me acuerdo de cuando todos los libros de Ryszard Kapu´sci´nski o los primeros de Martín Caparrós (¡Dios mío!, Larga distancia) eran inconseguibles y los teníamos que leer en fotocopias. Me acuerdo de cuando muy pocos sabían quiénes eran Gay Talese o Joan Didion. Me acuerdo de que nos llamábamos a nosotros mismos periodistas, no cronistas, y de que lo que hacíamos eran artículos, no crónicas. Me acuerdo de eso.
Ahora pasaron años y nos habituamos a decir crónica sí, crónica claro, cronistas cómo no, como si la crónica hubiera estado desde siempre entre nosotros, clara, prístina, indubitable. Para que se entienda, la crónica es un texto periodístico que, para ser contado, utiliza recursos estilísticos de la literatura de ficción, y hoy “Quiero escribir crónicas” es una frase que se multiplica como virus en escuelas de periodismo, universidades, seminarios de escritura, talleres.
Hace poco, el periodista venezolano Boris Muñoz decía: “Hay cierto hip en torno a la crónica. La onda es la crónica, la vía más expedita para los estudiantes de comunicación y periodismo de adquirir prestigio instantáneo, sin pasar por el vía crucis de una formación como reporteros. La otra cara de la moneda es que esta onda pasa más rápido que las estaciones y del súbito contingente de nuevos cronistas quedarán menos de los que se puede contar con los dedos de una mano. Para lograr una buena crónica hace falta no sólo talento y buena pluma, sino también capacidad de observación de la realidad y cierta disciplina de la mirada. Diría que también hace falta una buena dosis de un tipo de entusiasmo especial, porque se trata de un entusiasmo riguroso y crítico —a veces hasta escéptico— ante lo que se ve. Pero esa suma de elementos solo aparece de vez en cuando. En buena medida está —o tal vez estuvo— de moda ser cronista. Los cronistas deberían pedir que los libraran de la moda. Estar de moda o a la moda es la mejor garantía de pasar de moda”.
Tiempo atrás, el periodista peruano Daniel Titinger me decía, ironizando, que, en su país, muchos periodistas jóvenes quieren hacer crónica y suelen creer que eso consiste en conseguirse al tipo más loco de la ciudad y escribir sobre él de la forma más parecida a un poema posible.
La moda, si es que la hay, parece tener los límites incestuosos de la endogamia: aunque el género está, ahora, más difundido entre periodistas, es difícil que un abogado, un carnicero, un filósofo o un taxista entiendan en qué consiste el oficio de alguien que se declara, sin más, cronista. Sin ir muy lejos, el pasado mes de diciembre, en Buenos Aires, un novelista que presentaba un libro de no ficción que se anunciaba como tal desde la portada, desde la solapa, desde la contraportada y desde la colección de crónicas en la que había sido publicado, insistía en mentarle a la autora “tu novela” y se refería a “tus personajes” cuando hablaba de los sujetos reales que aparecían en el relato. Pero, sea como fuere, la crónica parece ser un género aspiracional: en la Argentina los periodistas que dictan talleres del género tienen listas de espera de decenas de personas y, para poner un ejemplo más oficial, para el último taller de Jon Lee Anderson en la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano se anotaron ciento cinco personas, para un total de doce vacantes.
“Quiero escribir crónicas”, dicen, y eso está bien, pero lo que permanece ausente es la pregunta: “¿Para qué?”. Que no haya respuesta no sería grave (no por falta de respuesta la filosofía ha dejado de preguntarse acerca del sentido de la existencia) pero sí que pocos, o muy pocos, se lo pregunten: como si no hubiera necesidad.
La crónica es, desde siempre, una forma de mirar el mundo, un intento de entender algo complejo, una manera de decir “me parece” o “esto vi”. No es, no debería ser, el último modelo de ipod o el frozen yogurth o la cupcake del periodismo: esa cosa que queda bien, que se usa, de las que todos quieren tener una.
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