Shakespeare se la juega
Greenblatt ha publicado un interesante libro sobre la opacidad en sus personajes
Hay una idea muy interesante en El espejo de un hombre. Vida, obra y época de Shakespeare, que acabo de leer: lo que Stephen Greenblatt llama “opacidad estratégica”. Según el libro, algo en la escritura del mago cambia a partir de Hamlet. Como si en las tres grandes tragedias que siguen (Otelo, El rey Lear y Macbeth) hubiera decidido dejar de lado la causalidad, las explicaciones, los finales consoladores. ¿Por qué cree Greenblatt que era una estrategia? Por un lado, señala que su visión del mundo se ensombreció al correr del tiempo; por otro, debía de ser muy consciente de los riesgos de perder a su público. Hay una gran distancia compositiva entre dos villanos como Aaron en Tito Andrónico y Yago en Otelo. Yago siembra la desgracia a su alrededor, pero Shakespeare se niega a dar una explicación de su comportamiento. Su frase final es mucho más perturbadora que una confesión. “Lo que sabéis, sabéis: a partir de este momento no diré nada”. ¡Opacidad químicamente pura! En Cuento de invierno, cuando aborda de nuevo los celos, prescinde de un tentador como Yago: Leontes enloquece de un día para otro, sin motivo. Shakespeare ya había mostrado (en Sueño de una noche de verano o Romeo y Julieta) que el amor fulmina de un modo inexplicable. ¿Por qué otras pasiones iban a ser distintas? ¿Y quién dijo que la vida tenía sentido?
Riesgos de su nueva visión: obvios y muchos. Para contentar a su audiencia, El rey Lear podía haber acabado con la victoria de Cordelia, como se hizo en muchas adaptaciones posteriores, pero el mago opta por matar a la paloma: una muerte salvajemente azarosa, una apoteosis de la nada que ha cercado al rey desde el principio. Lear aúlla de dolor con su hija en brazos y pronuncia las palabras más dolorosas que Shakespeare escribió nunca: sabía lo que era perder a un hijo.
Aunque para riesgos, Macbeth. A Jacobo I, el nuevo rey, le va el teatro, le va la compañía de Shakespeare y le van las brujas (ha escrito incluso el tratado Demonología) pero, problema, tiene más miedo que nutria en peletería: Greenblatt cuenta que “la simple visión de una espada desenvainada podía hacer que de repente fuera presa del pánico”. Y Shakespeare le casca Macbeth. Donde su dinastía escocesa queda reivindicada y reestablecida, pero el mal y el terror campan. Como si le estuviera diciendo al rey: “Soy un artista, amigo. Si quieres brujas, tendrás brujas en serio”. Y un cuchillo flotante incluido. Vale, ahí se pasó un poco. ¿Y opacidad estratégica? También: “Hay un gran hueco en la mente de Macbeth”, señala Greenblatt. No es solo la ambición lo que le mueve. Ese hueco, esa “alma llena de alacranes”, es tan oscuro como irracional. Lo que verdaderamente empuja a Macbeth no tiene respuesta, y el mago se libra muy mucho de darla. Su teatro, concluye el biógrafo, acabará siendo “el espacio equívoco en el que se desmoronan las explicaciones convencionales”. Y quizás podamos acabar pensando algo parecido acerca de los misterios que rodearon la vida de Shakespeare, cubierta a la postre por una opacidad semejante, y quizás estratégica.
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