martes, 31 de mayo de 2016
POESÍA. "Canto X". Antonio Colinas, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana
Canto X
Mientras Virgilio muere en Bríndisi no sabe
que en el norte de Hispania alguien manda grabar
en piedra un verso suyo esperando la muerte.
Este es un legionario que, en un alba nevada,
ve alzarse un sol de hierro entre los encinares.
Sopla un cierzo que apesta a carne corrompida,
a cuerno requemado, a humeantes escorias
de oro en las que escarban con sus lanzas los bárbaros,
Un silencio más blanco que la nieve, el aliento
helado de las bocas de los caballos muertos,
caen sobre su esqueleto como petrificado.
Oh dioses, qué locura me trajo hasta estos montes
a morir y qué inútil mi escudo y mi espada
contra este amanecer de hogueras y de lobos.
En la villa de Cumas un aroma de azahar
madurará en la boca de una noche azulada
y mis seres queridos pisarán ya la yerba
segada o nadarán en playas con estrellas.
Sueña el sur el soldado y, en el sur, el poeta
sueña un sur más lejano; mas ambos sólo sueñan
en brazos de la muerte la vida que soñaron.
No quiero que me entierren bajo un cielo de lodo,
que estas sierras tan hoscas calcinen mi memoria.
Oh dioses, cómo odio la guerra mientras siento
gotear en la nieve mi sangre enamorada.
Al fin cae la cabeza hacia un lado y sus ojos
se clavan en los ojos de otro herido que escucha:
Grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio.
LITERATURA. "'El doctor Zhivago' en la Guerra Fría"
En "El País":
‘El doctor Zhivago’ en la Guerra Fría
Dos libros demuestran a partir de documentos desclasificados que la CIA conspiró para que la novela de Pasternak se distribuyese en la URSS y para que le diesen el Nobel
Madrid
El escritor ruso Boris Pasternak, retratado en 1957. MAX FRANKEL
Las relaciones entre el poder político y la intelligentsia en la URSS variaron a lo largo del tiempo. Dependía de quien mandase. La errática primavera de los creadores que se extendió con Lenin durante los primeros años de la revolución bolchevique fue agostada mediante la brutal represión estalinista y el Gran Terror, que no permitieron alejamiento alguno de la ortodoxia, marcada directamente por el secretario general del Partido Comunista (PCUS). Cuando muere Stalin en marzo de 1953 y es sustituido por Jrushchov, la represión disminuye pero no desaparece. Son los años de la Guerra Fría. Boris Pasternak era uno de los grandes poetas de la URSS, pero la obra por la que la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura y por la que ha sido reconocido universalmente fue la novela El doctor Zhivago.Pasternak tuvo que sufrir los rigores tanto del régimen estalinista como del posestalinismo, y fue considerado un traidor por recibir el galardón en 1958 (tuvo que renunciar a él para sobrevivir, y estuvo al borde del suicidio).
Pasternak tardó más de una década en escribir El doctor Zhivago (entre 1945 y 1955, aproximadamente). Su protagonista, era un trasunto del propio autor. Personaje y escritor procedían de un pasado perdido, el refinado ambiente de la intelligentsia moscovita de antes de la Revolución. En las letras soviéticas este era un mundo que había que despreciar, si es que se evocaba siquiera. Pasternak sabía que el entorno editorial oficial retrocedería ante el tono distinto de El doctor Zhivago, su manifiesta religiosidad, su inmensa indiferencia por el realismo socialista y la obligación de doblar la rodilla ante la Revolución de Octubre. El entusiasmo inicial de Zhivago por los bolcheviques no tardó en desvanecerse. En el Moscú de la Revolución, los libros, las obras de teatro, las películas, los poemas eran instrumentos cruciales de la propaganda de masas.
DE LIBROS, DRONES Y LOS SERVICIOS DE INTELIGENCIA
El caso Zhivago causó un grave daño en la reputación de la URSS. La CIA ganó esta batalla de propaganda. Numerosos escritores occidentales, muchos de ellos simpatizantes hasta entonces del laboratorio soviético, se solidarizaron con Pasternak. Desde el principio del llamado programa de libros en la década de los cincuenta hasta el fin de la URSS a principios de los noventa del siglo pasado, la CIA distribuyó alrededor de 10 millones de libros y revistas en la Europa del Este y la URSS.
Al cabo de tantos años, en una época como la actual de terrorismo, drones y asesinatos selectivos, la fe de la CIA en el poder de la literatura para transformar la sociedad resulta casi ingenua.
La última paradoja de la historia en este caso es que Jrushchov, que también fue destituido al frente de la URSS, y que declaró sobre El doctor Zhivago que no deberían “haberlo prohibido”, permitió que las cintas de sus memorias se sacaran en secreto de la URSS y se publicaran en Occidente.
Pero si esos controles eran importantes para la URSS, no lo eran menos para la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA), que los creía una herramienta central de la Guerra Fría. Como demuestran dos libros de reciente aparición, desde que tuvo conocimiento de la existencia y de los contenidos de El doctor Zhivago, la CIA se propuso que la novela tuviese la mayor difusión tanto fuera como dentro de la URSS y facilitó que su autor obtuviese el máximo reconocimiento a través del Nobel de Literatura. Los dos títulos recorren toda la conspiración que acabaría haciendo de El doctor Zhivago un superventas a la cabeza de las obras de ficción más vendidas (en EE UU sustituyó en ese puesto a la Lolita de Nabokov); de Pasternak, un Nobel anterior a Solzhenitsin, Sájarov o Mijail Sholojov; y de la película Doctor Zhivago, dirigida por David Lean y protagonizada por Omar Sharif y Julie Christie, una de las más vistas de la historia del cine.
Un arma secreta
Se trata de La novela blanqueada. El doctor Zhivago de Pasternak entre la KGB y la CIA (Iván Tolstói, Galaxia Gutenberg) y El expediente Zhivago (Peter Finn y Petra Couvée, editorial Bóveda). Basados en documentos recién desclasificados, ambos libros cuentan la historia de cómo una obra prohibida se convirtió en un arma secreta de la CIA en esa batalla ideológica de la Guerra Fría.
En mayo de 1956, un corresponsal italiano en Moscú que buscaba obras nuevas para la editorial del comunista Giangiacomo Feltrinelli se lleva el manuscrito de la única novela de Pasternak, que las autoridades soviéticas no le permiten publicar. Primero, Feltrinelli la publica en Occidente en diversas lenguas y, a continuación, la CIA hace una edición en ruso, que fue introduciendo clandestinamente y poco a poco en la Unión Soviética.
Hasta hace poco tiempo, la CIA no había reconocido su papel en este caso. El libro de Finn y Couvée elimina algunas de las historias novelescas sobre cómo se hizo la agencia con el texto de Pasternak y despeja cualquier duda a través de los documentos desclasificados. Historias como la que se relata en La novela blanqueada: en el otoño de 1956, un avión que cubría el recorrido entre dos ciudades europeas aterrizó inesperadamente en Malta. Mientras los viajeros esperaban en una sala del aeropuerto a que se reparara una aparente avería, unos hombres buscaban en el portaequipajes del avión la maleta que contenía un grueso manuscrito.
Fotografiaron en secreto sus seiscientas páginas y lo introdujeron de nuevo en la maleta. Seguidamente, los pasajeros fueron conducidos a sus asientos y las hélices empezaron a zumbar como si nada hubiera ocurrido. El doctor Zhivago había caído en manos de los servicios de inteligencia occidentales.
Etiquetas:
CIA,
Doctor Zhivago El,
EE.UU,
Guerra Fría,
literatura,
narrativa,
novela,
Pasternak,
URSS
lunes, 30 de mayo de 2016
POESÍA. "Fe de vida". Antonio Colinas, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana
FE DE VIDA
Esperar junto a este mar (en el que nacieron las ideas)
sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas).
Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,
el aroma del azahar, la noche de orquídeas
en las calas olvidadas.
sin ninguna idea. (Y así tenerlas todas).
Ser sólo la brisa en la copa del pino grande,
el aroma del azahar, la noche de orquídeas
en las calas olvidadas.
Sólo permanecer viendo el ave que pasa
y no regresa; quedar
esperando a que el cielo amarillo
arda y se limpie de relámpagos
que llegarán saltando de una isla a otra isla.
O contemplar la nube blanca
que, no siendo nada, parece ser feliz.
Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá,
sobre las olas que pasan,
como un remo perdido.
O seguir, como los delfines,
la dirección de un tiempo sentenciado.
y no regresa; quedar
esperando a que el cielo amarillo
arda y se limpie de relámpagos
que llegarán saltando de una isla a otra isla.
O contemplar la nube blanca
que, no siendo nada, parece ser feliz.
Quedar flotando y transcurriendo de aquí para allá,
sobre las olas que pasan,
como un remo perdido.
O seguir, como los delfines,
la dirección de un tiempo sentenciado.
Ser como la hora de las barcas en las noches de enero,
que se adormecen entre narcisos y faros.
Dejadme, no con la luz del conocimiento
(que nació y se alzó de este mar),
sino simplemente con la luz de este mar.
O con sus muchas luces:
las de oro encendido y las de frío verdor.
o con la luz de todos los azules.
que se adormecen entre narcisos y faros.
Dejadme, no con la luz del conocimiento
(que nació y se alzó de este mar),
sino simplemente con la luz de este mar.
O con sus muchas luces:
las de oro encendido y las de frío verdor.
o con la luz de todos los azules.
Pero, sobre todo, dejadme con la luz blanca,
que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,
a los días tensos, a las ideas como cuchillos.
Ser como olivo o estanque.
Que alguien me tenga en su mano como a un puñado de sal.
O de luz.
que es la que abrasa y derrota a los hombres heridos,
a los días tensos, a las ideas como cuchillos.
Ser como olivo o estanque.
Que alguien me tenga en su mano como a un puñado de sal.
O de luz.
Cerrar los ojos en el silencio del aroma
para que el corazón —al fin— pueda ver.
Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.
Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme
con el plenilunio de los ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se pierde
en los labios de una mujer.
para que el corazón —al fin— pueda ver.
Cerrar los ojos para que el amor crezca en mí.
Dejadme compartiendo el silencio
y la soledad de los porches,
la hospitalidad de las puertas abiertas; dejadme
con el plenilunio de los ruiseñores de junio,
que guardan el temblor del agua en las últimas fuentes.
Dejadme con la libertad que se pierde
en los labios de una mujer.
LITERATURA. "Shakespeare se la juega". Marcos Ordóñez
En "El País":
Shakespeare se la juega
Greenblatt ha publicado un interesante libro sobre la opacidad en sus personajes
Hay una idea muy interesante en El espejo de un hombre. Vida, obra y época de Shakespeare, que acabo de leer: lo que Stephen Greenblatt llama “opacidad estratégica”. Según el libro, algo en la escritura del mago cambia a partir de Hamlet. Como si en las tres grandes tragedias que siguen (Otelo, El rey Lear y Macbeth) hubiera decidido dejar de lado la causalidad, las explicaciones, los finales consoladores. ¿Por qué cree Greenblatt que era una estrategia? Por un lado, señala que su visión del mundo se ensombreció al correr del tiempo; por otro, debía de ser muy consciente de los riesgos de perder a su público. Hay una gran distancia compositiva entre dos villanos como Aaron en Tito Andrónico y Yago en Otelo. Yago siembra la desgracia a su alrededor, pero Shakespeare se niega a dar una explicación de su comportamiento. Su frase final es mucho más perturbadora que una confesión. “Lo que sabéis, sabéis: a partir de este momento no diré nada”. ¡Opacidad químicamente pura! En Cuento de invierno, cuando aborda de nuevo los celos, prescinde de un tentador como Yago: Leontes enloquece de un día para otro, sin motivo. Shakespeare ya había mostrado (en Sueño de una noche de verano o Romeo y Julieta) que el amor fulmina de un modo inexplicable. ¿Por qué otras pasiones iban a ser distintas? ¿Y quién dijo que la vida tenía sentido?
Riesgos de su nueva visión: obvios y muchos. Para contentar a su audiencia, El rey Lear podía haber acabado con la victoria de Cordelia, como se hizo en muchas adaptaciones posteriores, pero el mago opta por matar a la paloma: una muerte salvajemente azarosa, una apoteosis de la nada que ha cercado al rey desde el principio. Lear aúlla de dolor con su hija en brazos y pronuncia las palabras más dolorosas que Shakespeare escribió nunca: sabía lo que era perder a un hijo.
Aunque para riesgos, Macbeth. A Jacobo I, el nuevo rey, le va el teatro, le va la compañía de Shakespeare y le van las brujas (ha escrito incluso el tratado Demonología) pero, problema, tiene más miedo que nutria en peletería: Greenblatt cuenta que “la simple visión de una espada desenvainada podía hacer que de repente fuera presa del pánico”. Y Shakespeare le casca Macbeth. Donde su dinastía escocesa queda reivindicada y reestablecida, pero el mal y el terror campan. Como si le estuviera diciendo al rey: “Soy un artista, amigo. Si quieres brujas, tendrás brujas en serio”. Y un cuchillo flotante incluido. Vale, ahí se pasó un poco. ¿Y opacidad estratégica? También: “Hay un gran hueco en la mente de Macbeth”, señala Greenblatt. No es solo la ambición lo que le mueve. Ese hueco, esa “alma llena de alacranes”, es tan oscuro como irracional. Lo que verdaderamente empuja a Macbeth no tiene respuesta, y el mago se libra muy mucho de darla. Su teatro, concluye el biógrafo, acabará siendo “el espacio equívoco en el que se desmoronan las explicaciones convencionales”. Y quizás podamos acabar pensando algo parecido acerca de los misterios que rodearon la vida de Shakespeare, cubierta a la postre por una opacidad semejante, y quizás estratégica.
domingo, 29 de mayo de 2016
POESÍA. "Oda a un ruiseñor". John Keats (1795-1821)
Oda a un ruiseñor
Me duele el corazón y aqueja un soñoliento
torpor a mis sentidos, cual si hubiera bebido
cicuta o apurado algún fuerte narcótico
ahora mismo, y me hundiese en el Leteo:
no porque sienta envidia de tu sino feliz,
sino por excesiva ventura en tu ventura,
tú que, Dríada alada de los árboles,
en alguna maraña melodiosa
de los verdes hayales y las sombras sin cuento,
a plena voz le cantas al estío.
¡Oh! ¡Quién me diera un sorbo de vino, largo tiempo
refrescado en la tierra profunda,
sabiendo a Flora y a los campos verdes,
a danza y canción provenzal y a soleada alegría!
¡Quién un vaso me diera del Sur cálido,
colmado de hipocrás rosado y verdadero,
con bullir en su borde de enlazadas burbujas
y mi boca de púrpura teñida;
beber y, sin ser visto, abandonar el mundo
y perderme contigo en las sombras del bosque!
A lo lejos perderme, disiparme, olvidar
lo que entre ramas no supiste nunca:
la fatiga, la fiebre y el enojo de donde,
uno a otro, los hombres, en su gemir, se escuchan,
y sacude el temblor postreras canas tristes;
donde la juventud, flaca y pálida, muere;
donde, sólo al pensar, nos llenan la tristeza
y esas desesperanzas con párpados de plomo;
donde sus ojos claros no guarda la hermosura
sin que, ya al otro día, los nuble un amor nuevo.
¡Perderme lejos, lejos! Pues volaré contigo,
no en el carro de Baco y con sus leopardos,
sino en las invisibles alas de la Poesía,
aunque la mente obtusa vacile y se detenga.
¡Contigo ya! Tierna es la noche
y tal vez en su trono esté la Luna Reina
y, en torno, aquel enjambre de estrellas, de sus Hadas;
pero aquí no hay más luces
que las que exhala el cielo con sus brisas, por ramas
sombrías y senderos serpenteantes, musgosos.
Entre sombras escucho; y si yo tantas veces
casi me enamoré de la apacible Muerte
y le di dulces nombres en versos pensativos,
para que se llevara por los aires mi aliento
tranquilo; más que nunca morir parece amable,
extinguirse sin pena, a medianoche,
en tanto tú derramas toda el alma
en ese arrobamiento.
Cantarías aún, mas ya no te oiría:
para tu canto fúnebre sería tierra y hierba.
Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!
No habrá gentes hambrientas que te humillen;
la voz que oigo esta noche pasajera, fue oída
por el emperador, antaño, y por el rústico;
tal vez el mismo canto llegó al corazón triste
de Ruth, cuando, sintiendo nostalgia de su tierra,
por las extrañas mieses se detuvo, llorando;
el mismo que hechizara a menudo los mágicos
ventanales, abiertos sobre espumas de mares
azarosos, en tierras de hadas y de olvido.
¡De olvido! Esa palabra, como campana, dobla
y me aleja de ti, hacia mis soledades.
¡Adiós! La fantasía no alucina tan bien
como la fama reza, elfo de engaño.
¡Adiós, adiós! Doliente, ya tu himno se apaga
más allá de esos prados, sobre el callado arroyo,
por encima del monte, y luego se sepulta
entre avenidas del vecino valle.
¿Era visión o sueño?
Se fue ya aquella música. ¿Despierto? ¿Estoy dormido?
PSICOLOGÍA. "Soledad, una nueva epidemia". John T. Cacioppo/Stephanie Cacioppo
'Q Train' (1990), cuadro del artista Nigel Van Wieck.
En "El País":
Soledad, una nueva epidemia
Una de cada tres personas se siente sola en la sociedad de la hiperconexión y las redes sociales. ¿Qué está fallando?
'Reflejo en una ventana de Altamira' (Caracas), del fotógrafo Christopher Anderson. Magnum
Cualquiera puede padecer soledad crónica: un chico de 12 años que se traslada a un colegio nuevo; un joven que después de crecer en un pueblo se siente perdido en la gran ciudad; una ejecutiva que está demasiado ocupada con su carrera para mantener buenas relaciones con sus familiares y amigos; un anciano que ha sobrevivido a su cónyuge y cuya mala salud le dificulta ir a visitar a nadie. La generalización del sentimiento de soledad es asombrosa. Varios estudios internacionales indican que más de una de cada tres personas en los países occidentales se siente sola habitualmente o con frecuencia. Un estudio de 10 años que iniciamos en 2002 en una gran área metropolitana indica que, en realidad, esa proporción se aproxima más a una de cada cuatro personas en algunas zonas, una cifra que sigue siendo muy alta.
La mayoría de estas personas quizá no son solitarias por naturaleza, pero se sienten socialmente aisladas aunque estén rodeadas de gente. El sentimiento de soledad, al principio, hace que una persona intente entablar relación con otras, pero con el tiempo la soledad puede fomentar el retraimiento, porque parece una alternativa mejor que el dolor del rechazo, la traición o la vergüenza. Cuando la soledad se vuelve crónica, las personas tienden a resignarse. Pueden tener familia, amigos o un gran círculo de seguidores en las redes sociales, pero no se sienten verdaderamente en sintonía con nadie.
Una persona que se siente sola suele estar más angustiada, deprimida y hostil, y tiene menos probabilidades de llevar a cabo actividades físicas. Como las personas solitarias tienden más a tener relaciones negativas con otros, el sentimiento puede ser contagioso. Las pruebas biológicas realizadas muestran que la soledad tiene varias consecuencias físicas: se elevan los niveles de cortisol —una hormona del estrés—, se incrementa la resistencia a la circulación de la sangre y disminuyen ciertos aspectos de la inmunidad. Y los efectos dañinos de la soledad no se acaban cuando se apaga la luz: la soledad es una enfermedad que no descansa, que aumenta la frecuencia de los microdespertares durante el sueño, por lo que la persona se levanta agotada.
El motivo es que, cuando el cerebro capta su entorno social como algo hostil y poco seguro, permanece constantemente en alerta. Y las respuestas del cerebro solitario pueden servir para la supervivencia inmediata. Pero en la sociedad contemporánea, a largo plazo, tiene costes para la salud. Cuando estamos acelerando constantemente nuestros motores, dejamos nuestro cuerpo exhausto, reducimos nuestra protección contra los virus y la inflamación, y aumentamos el riesgo y la gravedad de las infecciones víricas y de muchas otras enfermedades crónicas.
Cuando una persona está triste e irritable, quizá está pidiendo a gritos que alguien la ayude y conecte con ella
Un análisis reciente —de 70 estudios combinados con más de tres millones de participantes— demuestra que la soledad incrementa las probabilidades de mortalidad en un 26%, aproximadamente igual que la obesidad. El hecho de que más de una de cada cuatro personas en los países industrializados pueda estar viviendo en soledad, con consecuencias seguramente devastadoras para la salud, debería preocuparnos.
En nuestras investigaciones también hemos observado que cada medida positiva para mejorar la calidad de las relaciones sociales mejora la presión arterial, los niveles de las hormonas del estrés, las pautas de sueño, las funciones cognitivas y el bienestar general.
Con frecuencia las personas solitarias no son conscientes de muchas de las cosas que les suceden: no lo saben. Por ejemplo, se agudiza de forma implícita la hipervigilancia en busca de amenazas sociales y se reduce la capacidad de controlar los impulsos. Pero, igual que ocurre con el dolor físico que nos informa de una posible lesión en nuestro cuerpo, el sentimiento de soledad nos indica la necesidad de proteger o reparar nuestro cuerpo social.
Los familiares y amigos suelen ser los primeros en detectar los síntomas de soledad crónica. Cuando una persona está triste e irritable, quizá está pidiendo en silencio que alguien la ayude y conecte con ella. La paciencia, la empatía, el apoyo de amigos y familiares, compartir buenos momentos con ellos, todo eso puede hacer que sea más fácil recuperar la confianza y los vínculos y, en definitiva, reducir la soledad crónica.
Por desgracia, para muchos hablar con franqueza sobre la soledad sigue siendo difícil, porque es una condición mal comprendida y estigmatizada. Sin embargo, dada su frecuencia y sus repercusiones en la salud, tendría que estar reconocida como un problema de salud pública. Debería recibir más atención en las escuelas, en los sistemas de salud, en las facultades de medicina y en las residencias de ancianos para garantizar que los profesores, los profesionales de la sanidad, los trabajadores en los centros de día y en los centros de tercera edad sepan identificarla y abordarla.
¿Las redes sociales pueden abrir nuevas vías para conectar con los demás? Depende de cómo se usen. Cuando la gente utiliza las redes para enriquecer las interacciones personales, pueden ayudar a disminuir la soledad. Pero cuando sirven de sustitutas de una auténtica relación humana, causan el resultado opuesto. Imaginen un coche. Si una persona conduce para compartir un rato agradable con sus amigos, seguramente se sentirá menos sola; si se pasea solo para saludar de lejos y ver cómo los demás se lo pasan bien, su soledad seguramente seguirá siendo igual o peor.
Por desgracia, muchas personas solas tienden a considerar las redes sociales como refugios relativamente seguros para relacionarse con los demás. Como en el ciberespacio resulta difícil juzgar si los otros son dignos de confianza, la relación es superficial. Además, una conexión a través de Internet no sustituye a una real. Cuando un niño se cae y se hace daño en la rodilla, una nota comprensiva o una llamada a través de Skype no sustituye al abrazo consolador de sus padres.
Hablar con franqueza sobre la soledad sigue siendo difícil, pero es un problema de salud pública
En la actualidad varios países, en particular Dinamarca y Reino Unido, han creado programas nacionales para concienciar al público sobre la soledad crónica, fomentar un mejor conocimiento de sus consecuencias catastróficas que tiene y mejorar las intervenciones, las políticas para bordar este problema y su financiación.
John T. Cacioppo, autor de Loneliness (WW Norton), es catedrático de psicología y dirige el centro de neurociencia cognitiva y social en la Universidad de Chicago. Stephanie Cacioppo es profesora de psiquiatría y neurociencia en el mismo centro.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Etiquetas:
ciencia,
estilo de vida,
problemas sociales,
psicología,
sociedad,
soledad
sábado, 28 de mayo de 2016
INTELIGENCIA ANIMAL. "Lo que aprendí haciendo cosquillas a los simios". Frans de Waal
En "El País":
Lo que aprendí haciendo cosquillas a los simios
Los animales ríen, planifican y besan como los humanos. Ha llegado el momento de aceptar que son más inteligentes (y parecidos a nosotros) de lo que se creía
FRANS DE WAAL 15 mayo 2016
Retrato incluido en la exposición 'Animalistas' de la Casa Encendida. Amparo Garrido
Hacer cosquillas a un chimpancé joven es muy parecido a hacer cosquillas a un niño. El simio tiene los mismos puntos sensibles: en las axilas, el costado, el vientre. Abre mucho la boca, con los labios relajados y un jadeo que sigue de forma audible el mismo ritmo —ja, ja, ja— que la risa humana. La similitud es tal que resulta difícil no echarte a reír.
El simio también muestra la misma ambivalencia que el niño. Aparta los dedos que le hacen cosquillas e intenta escapar, pero enseguida vuelve a por más, y se coloca con el vientre directamente delante de ti. Entonces basta con que le señales un punto con el dedo, sin llegar a tocarlo, y vuelve a darle un ataque de risa.
¿Risa? ¡Un momento! Un verdadero científico debe rehuir cualquier asomo de antropomorfismo, de ahí que los colegas más inflexibles suelan pedirnos que cambiemos de terminología. ¿Por qué no designar la reacción del mono con una expresión más neutral, algo así como jadeo vocalizado? De esa forma evitamos confusiones entre el ser humano y el animal.
El término antropomorfismo, que significa forma humana, procede del filósofo griego Jenófanes, que protestó en el siglo V antes de Cristo contra la poesía de Homero porque describía a los dioses como si tuvieran aspecto humano. Jenófanes se burló de esa suposición, y parece que dijo que, si los caballos tuvieran manos, “dibujarían a sus dioses con forma de caballos”. Hoy en día, la palabra tiene un significado más amplio, y suele utilizarse para criticar la atribución de rasgos y experiencias de los humanos a otras especies. Los animales no practican el sexo, sino un comportamiento reproductivo. No tienen amigos, sino compañeros preferidos.
Como nuestra especie es propensa a las distinciones intelectuales, y en el ámbito cognitivo empleamos esas mismas castraciones lingüísticas, incluso con más vehemencia. Al explicar la inteligencia de los animales como producto del instinto o simple aprendizaje, hicimos que el conocimiento humano permaneciera sobre su pedestal, con la excusa de que era científico. Todo se reducía a los genes y los estímulos. Pensar otra cosa era correr peligro de hacer el ridículo, como le sucedió a Wolfgang Köhler, el psicólogo alemán que, hace un siglo, fue el primero en demostrar atisbos de entendimiento en los chimpancés. Köhler puso un plátano delante de la jaula de su mono estrella, Sultán, y le dio unos palos demasiado cortos para poder alcanzar la fruta a través de los barrotes. También colgó el plátano en alto y colocó alrededor unas cajas que no tenían la altura necesaria para llegar. Al principio, Sultán saltaba y arrojaba objetos al plátano, o llevaba a una persona de la mano hasta el sitio para utilizarlo como taburete. Al ver que no servía de nada, se quedaba sentado sin hacer nada, reflexionando, hasta dar con una posible solución. De pronto daba un salto y encajaba una vara de bambú dentro de otra para hacer un palo más largo, o amontonaba cajas para hacer una torre lo bastante alta como para alcanzar su premio. Köhler llamaba a ese momento “la experiencia, ¡ajá!”, similar al instante en el que Arquímedes corrió por las calles gritando “¡eureka!”.
Los seres humanos tienen una afición increíble a proyectar sentimientos y experiencias en los animales sin sentido
Según Köhler, Sultán demostraba su inteligencia al combinar lo que sabía sobre cajas y palos para obtener una nueva secuencia de actuación que le permitiera resolver su problema. Y lo hacía todo mentalmente, sin ninguna recompensa previa. Sin embargo, la idea de que los animales pudieran exhibir unos procesos mentales más parecidos al pensamiento que al aprendizaje resultaba tan perturbadora que todavía hoy, en algunos círculos, el nombre de Köhler se escupe, más que se pronuncia. Y, por supuesto, uno de sus detractores dijo que atribuir la capacidad de razonar a los animales era “un bandazo del péndulo teórico” de nuevo “hacia el antropomorfismo”.
Todavía hoy se oye este argumento, más que para referirse a tendencias que consideramos animalísticas (todo el mundo puede hablar de agresividad, violencia y territorialidad en los animales), a propósito de cualidades que nos gustan en nosotros mismos. Las acusaciones de antropomorfismo interfieren en la ciencia cognitiva tanto como las insinuaciones de dopaje en los éxitos deportivos. Su carácter indiscriminado ha sido perjudicial para este campo científico, porque nos ha impedido desarrollar una visión verdaderamente evolutiva. En nuestra prisa por destacar que los animales no son personas, nos hemos olvidado de que las personas también son animales.
Eso no significa que todo valga. Los seres humanos tienen una afición increíble a proyectar sentimientos y experiencias en los animales, muchas veces sin ningún sentido crítico. Acudimos a hoteles playeros a bañarnos con delfines, convencidos de que a los animales debe de gustarles tanto como a nosotros. Creemos que nuestro perro se siente culpable, o que nuestra gata se avergüenza cuando no puede dar un salto. En los últimos tiempos, la gente se ha tragado que Jojo —el gorila de California que sabe firmar— está preocupado por el cambio climático, o que los chimpancés son religiosos. En cuanto oigo esas afirmaciones, contraigo mis músculos superciliares (frunzo el ceño) y pido pruebas. Sí, efectivamente los delfines tienen un gesto sonriente, pero, dado que forma parte inmutable de su rostro, esto no indica nada sobre sus sentimientos. Y los perros que se esconden bajo la mesa cuando han hecho algo malo, lo más probable es que teman lo que pueda pasar.
El antropomorfismo gratuito es claramente inútil. Sin embargo, cuando los profesionales que trabajan sobre el terreno y estudian a los monos en la selva tropical me describen la preocupación que muestran los chimpancés cada vez que uno de ellos está herido, cómo le llevan comida o caminan más despacio; o cuando me cuentan cómo los orangutanes macho adultos anuncian ruidosamente desde la cima de los árboles en qué dirección van a encaminarse a la mañana siguiente, comprendo que haya especulaciones sobre su capacidad de empatía o planificación. Con todo lo que nos han enseñado los experimentos controlados en cautividad —como los que llevo a cabo yo mismo—, esas conjeturas no son tan absurdas.
Para comprender la resistencia a las explicaciones cognitivas, debo mencionar a un tercer griego de la Antigüedad: Aristóteles. El gran filósofo colocó a todas las criaturas vivas en una scala naturae vertical, que baja desde los seres humanos (los más próximos a los dioses) hasta los moluscos, pasando por los demás mamíferos, las aves, los peces y los insectos. Hacer comparaciones entre los elementos de esta extensa escala ha sido siempre un pasatiempo popular entre los científicos, pero lo único que hemos aprendido es a juzgar a otras especies con arreglo a nuestros criterios. El objetivo constante ha sido mantener intacta la escala de Aristóteles, con los humanos en la cima.
Ahora bien, parémonos a pensar: ¿qué probabilidades hay de que la inmensa riqueza de la naturaleza quepa en una sola dimensión? ¿No es más lógico pensar que cada animal tiene su propio sistema cognitivo, adaptado a sus sentidos y su historia natural? No tiene sentido comparar nuestra capacidad de conocer con la de un animal que tiene ocho brazos independientes, cada uno con su suministro nervioso, ni con el conocimiento que permite que un animal volador capture una presa móvil gracias a los ecos de sus propios chillidos. Los cascanueces americanos (miembros de la familia de los córvidos) memorizan la situación de miles de semillas que escondieron seis meses atrás, mientras que yo no recuerdo ni dónde aparqué mi coche. A cualquiera que sepa de animales se le ocurren otras muchas comparaciones cognitivas en las que no salimos bien parados. No se trata de una escala, sino de una enorme pluralidad de sistemas cognitivos con muchos picos de especialización. Picos a los que, paradójicamente, se les da el nombre de “pozos mágicos” porque, cuanto más aprenden los científicos sobre ellos, más profundo se hace el misterio.
Volvamos ahora a la acusación de antropomorfismo que oímos cada vez que surge un nuevo descubrimiento. La crítica sólo tiene peso si se parte de la premisa del excepcionalismo humano. Dicha premisa, nacida de la religión —pero que invade grandes áreas de la ciencia— ha quedado arrinconada en la actualidad por la neurociencia y biología evolutiva. Nuestros cerebros tienen la misma estructura básica que los de otros mamíferos: las mismas partes, los mismos neurotransmisores. Hasta tal punto son similares que, para intentar curar fobias en seres humanos, se está estudiando el miedo en la amígdala cerebral de la rata. Pero todo esto no quiere decir que la planificación de un orangután sea igual que la de mis estudiantes, cuando yo anuncio un examen, aunque, en el fondo, exista una continuidad entre los dos procesos. Más aún en el caso de los rasgos emocionales.
La ‘antroponegación’ es al rechazo de rasgos humanos en otros animales o de rasgos animales en nosotros
Por eso, la ciencia actual parte muchas veces del extremo opuesto, de la hipótesis de que hay una continuidad entre los seres humanos y los animales: la carga de la prueba recae sobre quienes insisten en marcar las diferencias. Si alguien pretende hacerme creer que un mono al que se le hacen cosquillas, y casi se atraganta de risa, tiene un estado de ánimo distinto al de un niño en la misma situación, lo tiene difícil.
Para aclarar lo que quiero decir, he inventado el término antroponegación, que se refiere al rechazo a priori de rasgos humanos en otros animales o de rasgos animales en nosotros. El antropomorfismo y la antroponegación tienen una relación inversa: cuanto más próxima está una especie a nosotros, más nos ayuda el antropomorfismo a comprender esa especie y más peligro hay de antroponegación. Y, al contrario, cuanto más alejada está una especie, más riesgo existe de que el antropomorfismo sugiera unas semejanzas dudosas, que tienen un origen independiente. Decir que las hormigas tienen reinas, soldados y esclavas no es más que una descripción abreviada antropomórfica, sin que tenga mucho que ver con la manera de crear esas funciones en las sociedades humanas.
Lo importante es que el antropomorfismo no es tan malo como se piensa. En el caso de especies como los monos —apropiadamente denominadas antropoides, es decir, similares a la especie humana—, el antropomorfismo es una opción lógica. Después de trabajar toda mi vida con chimpancés, bonobos y otros primates, creo que negar las similitudes es más problemático que aceptarlas. Decir que el beso de un chimpancé es un contacto boca a boca esconde el significado de un comportamiento que los monos exhiben en las mismas circunstancias que los humanos: por ejemplo, cuando se saludan, o para reconciliarse después de una pelea. Sería como dar a la gravedad de la Tierra un nombre distinto de la gravedad de la Luna, sólo porque pensamos que la Tierra es especial.
Esas barreras lingüísticas injustificadas rompen la unidad con la que se nos presenta la naturaleza. Los monos y los humanos no tuvieron suficiente tiempo para desarrollar comportamientos casi idénticos en circunstancias similares de manera independiente. Piénsenlo la próxima vez que lean sobre la capacidad de planificación en los monos, la empatía de los perros o la conciencia de los elefantes. En lugar de negar esos fenómenos y burlarse de ellos, debemos preguntarnos: “¿Por qué no?”.
Un mayor respeto a la inteligencia de los animales también tiene consecuencias en la ciencia del conocimiento. Durante demasiado tiempo hemos dejado que el intelecto humano flotara en un espacio evolutivo vacío. ¿Cómo pudo llegar nuestra especie a la planificación, empatía, conciencia y demás, si formamos parte de un mundo natural en el que no existen unos escalones que permitan llegar hasta ahí? ¿No es esto tan improbable como que nosotros fuéramos los únicos primates con alas? La evolución es un proceso natural de descendencia en el que se producen modificaciones, tanto de rasgos físicos como mentales. Cuanto más menospreciamos la inteligencia animal, más estamos pidiendo a la ciencia que tenga fe en los milagros al hablar de la mente humana. En lugar de insistir en nuestra superioridad en todos los aspectos, debemos estar orgullosos de nuestros vínculos.
No tiene nada de malo reconocer que somos monos; unos monos listos, quizá. Con lo que yo los adoro, no me parece que sea una comparación insultante. Tenemos los poderes mentales y la imaginación necesaria para ponernos en el lugar de otras especies. Cuanto más lo logremos, más comprenderemos que no somos la única vida inteligente sobre la Tierra.
Frans de Waal es primatólogo y profesor de psicología en Emory University. Su último libro es¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? (Tusquets), del que está adaptado este artículo.
© 2016, The New York Times.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)