Los ‘daños colaterales’ del último conflicto birmano
Más de 100.000 desplazados internos están condenados a la miseria en Birmania
Diversos conflictos hacen que falten medicamentos, comida, y acceso a la educación
Lahtaw Zansan solo tiene el graduado escolar, pero en sus manos está la educación de más de 200 niños. Son los que acuden al improvisado colegio del campo de desplazados internos de Jeyang, un complejo de chabolas de madera que cubre a duras penas las necesidades educativas de los 8.500 habitantes de estas instalaciones situadas a unos 20 kilómetros de Laiza, la ciudad del norte de Myanmar —antes conocida como Birmania— que sirve de bastión al Ejército Independentista Kachin (KIA en sus siglas en inglés), uno de los dos grupos armados que continúan enfrentándose al ejército regular del país en conflictos cuya violencia ha escalado este año. El Gobierno asegura que han muerto 126 soldados en la cercana región de Kokang desde el inicio de los enfrentamientos el pasado 9 de febrero, pero se ignora cuántos civiles han perdido la vida.
"Apenas tenemos material escolar y la cualificación de los profesores es escasa. Pero aquí no llega casi nada de ayuda internacional, y los militares impiden la llegada de los convoyes de la ONU", se lamenta Zansan, que abandonó su hogar en junio de 2013 con otros cinco miembros de su familia. "Teníamos miedo de que nos mataran porque el Ejército entraba en las aldeas disparando y destrozando las casas. Muchas mujeres también fueron violadas, así que decidimos escapar", recuerda su madre, Tangban Hkawng. Después de haber buscado cobijo en otras localidades cercanas a la frontera con China, siguieron al resto de los que huían de los combates. "Ahora no creo que podamos regresar en mucho tiempo", sentencia.
A pesar de las numerosas conversaciones de paz que han protagonizado en los últimos años los dirigentes birmanos y los líderes del KIA, la situación ha empeorado desde finales del año pasado, cuando una pieza de artillería mató a 23 cadetes kachin. Desde entonces los ataques son constantes, se han extendido al cercano territorio que ocupa la etnia kokang, y ahora amenazan con convertirse en un conflicto internacional después de que el pasado 13 de marzo una bomba lanzada por un caza birmano matase a cuatro agricultores en suelo chino. Es, sin duda, una losa excesivamente pesada para el ya de por sí difícil desarrollo de una región que, sin embargo, es rica en oro, jade, y madera. Así, a pesar de que el Banco Asiático para el Desarrollo estima que la economía de Myanmar crecerá un asombroso 7,8% durante el año fiscal de 2014 —que concluye el 31 de marzo—, en la treintena de campos de desplazados del Estado Kachin ya se hacinan más de 80.000 personas en condiciones completamente insalubres. "Nuestro objetivo ya solo es sobrevivir", asegura una de ellas, Tubu Gam.
"Los desplazados llevan más de tres años en construcciones completamente inadecuadas, y hacen falta ropa, mosquiteras, alimentos, y medicinas", enumera Labai Dan Pisa, director del organismo que administra los campos, que depende del gobierno guerrillero, la Organización Independentista Kachin (KIO). "Nosotros no podemos proporcionar trabajo y escasean los recursos. Así, están aumentando de forma alarmante los casos de desnutrición y tememos que una generación de niños pierda su capacidad para labrarse un futuro por la falta de formación", explica. Aunque no lo mencione, los más jóvenes también son vulnerables a otra gran lacra: la trata de personas. Gracias a la cercanía de China, las mafias tienen mucho más fácil comerciar con mujeres y niñas para la prostitución o para venderlas en matrimonio en el gigante asiático.
Responsables de Naciones Unidas que hablan bajo condición de anonimato reconocen que las autoridades birmanas ponen todo tipo de impedimentos a la distribución de ayuda humanitaria esencial como medida de presión para forzar al KIA a firmar un alto el fuego similar al que ya está en vigor con otros 14 grupos armados. "A veces los convoyes pueden pasar y entonces algo que debería ser habitual se convierte en noticia", comenta en Yangon un trabajador del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). "Nuestro acceso está muy restringido y eso dificulta que podamos evaluar la situación correctamente y acudir para impedir que se deteriore todavía más".
Mientras tanto, ajeno a los tejemanejes políticos, Zansan tiene que sacar adelante a su familia con los escasos 20 euros que gana al mes como profesor. "A veces los chinos nos dan algo de arroz y de aceite, tenemos suerte de no haber enfermado, y no aquí no hay que pagar por la vivienda", afirma. "Pero es muy pequeña, está llena de goteras, y sí que hay que abonar la electricidad y cualquier otro tipo de comida, que es muy cara". Por eso, en un riachuelo cercano uno de sus hijos se afana en la pesca con redes artesanales. Cualquier criatura viviente es bienvenida. "En ocasiones, si pasamos mucha hambre, tenemos que robar alguna gallina fuera del campo", admite entre risas nerviosas uno de sus amigos que, a sus 12 años y como muchos otros, está pensando en alistarse en el KIA para escapar de Jeyang.
Al fin y al cabo, la desesperación que se vive en los campos de desplazados es el mejor caldo de cultivo para los guerrilleros, cuya exigencia actual es la creación de un Estado federal en el que se les otorgue una amplia autonomía. Es una de las muchas promesas que no se han cumplido en Myanmar, un país que ahora está inmerso en una transición democrática que debería culminar a finales de año con las primeras elecciones libres desde 1990, año en el que los militares se negaron a reconocer la victoria en las urnas de Aung San Suu Kyi, hija del fundador del país y líder de la Liga Nacional por la Democracia.
"Nosotros somos cristianos —el 90% de los birmanos son budistas—, tenemos una cultura diferente, y exigimos que se respete", comenta Myitung Seng Pan, que ha celebrado su mayoría de edad vistiendo el traje verde claro que los nuevos reclutas lucen en el mayor centro de adiestramiento del KIA, situado a pocos kilómetros de Laiza. Junto a ella, decenas de jóvenes y adolescentes, algunos de solo 15 años, empuñan fusiles de madera esculpidos a golpe de machete y sudan bajo el intenso calor tropical mientras los instructores gritan órdenes y les hacen correr de un lado a otro. "Cuando se recrudeció la guerra —en 2011 se rompió el acuerdo de no agresión que llevaba en vigor 17 años— tuve que dejar el colegio y escapar a uno de los campos con mi madre, porque las tropas del Gobierno avanzaban rápidamente matando a la gente. Cuando vi la situación en la que estaba mi pueblo decidí alistarme para tratar de aliviar su sufrimiento y evitar que mis dos hermanos pequeños tengan que sufrir lo mismo que nosotros", apostilla Seng Pan. A su alrededor, el resto de reclutas que escuchan la conversación asienten en silencio.
Saben que pueden morir en cualquier momento, y una visita al principal hospital de Laiza hace pensar que eso es mejor que caer malherido. Porque este centro sanitario amenaza ruina. "La zona de pediatría está cerrada por falta de enfermeras, y hemos tenido que poner a los pacientes de tuberculosis y de VIH con el resto porque carecemos de una zona de aislamiento. De hecho, ni siquiera podemos aislar la máquina de rayos X, así que el personal está recibiendo dosis extremadamente altas de radiación. Por si fuese poco, en la estación de lluvias la malaria nos desborda. Hemos retrocedido una década en la calidad de asistencia sanitaria que estamos ofreciendo a la población", explica el asistente del director, Nangzing Bawk.
Los cuidados que ofrecen en el hospital son gratuitos, pero Bawk niega con la cabeza cuando se le pregunta si pueden pagar las medicinas. "Hay pacientes que mueren porque no pueden hacer frente a su costo". Buen ejemplo de ello es un hombre tumbado en una camilla: tiene el hígado tan hinchado que parece que su abdomen vaya a explotar en cualquier momento. Hace un par de días el médico lo drenó, pero los medicamentos que requiere son demasiado costosos y su situación empeora. "Cada bote de estos que le damos por vía intravenosa cuesta unos 400 yuanes (60 euros) al otro lado de la frontera, más de lo que gana él en un año", comenta Bawk con un gesto de impotencia. "Los casos graves, si quieren sobrevivir, deben ser trasladados a China y costearse el tratamiento allí".
No muy lejos del hospital, en una pequeña casa de la ciudad, Nu Kai es un buen ejemplo de cómo el conflicto en Kachin está destrozando para siempre la vida de civiles inocentes. Sobre todo de los más pequeños. Ella tiene 12 años, y a finales de 2012 fue víctima de un ataque con artillería del Ejército. "Era pronto por la mañana, había mucho ruido de armas, así que salimos corriendo de casa en busca de refugio", recuerda su hermana. "Justo entonces comenzó un bombardeo. Cuando terminó, descubrimos que Nu estaba en el suelo, y que la metralla le había alcanzado". Concretamente le afectó a la espina dorsal, razón por la que ha perdido la movilidad en las piernas y sufre graves dolores por la noche. Ahora requiere de atención constante y ha dejado de acudir a la escuela. Aunque el KIA donó el equivalente a 1.200 euros para tratarla en un hospital chino, su condición no mejora. "Tenemos que ahorrar todo lo que podamos para pagar el resto de las operaciones que los médicos chinos le han recomendado".
Desafortunadamente, no parece que vayan a alcanzar su objetivo, así que Nu Kai quedará como uno de los muchos daños colaterales que está dejando la última guerra de Myanmar justo cuando más esperanza tiene la población birmana en un cambio político y en un rápido desarrollo económico que saque al país de la pobreza. "Las minorías étnicas no compartimos el optimismo porque nos sentimos fuera del proceso de democratización", dispara Dan Pisa. "Se nos ha excluido tradicionalmente del desarrollo del país, una de las razones por las que existen veinte grupos étnicos armados, y tememos que nada vaya a cambiar aunque la Liga Nacional por la Democracia sustituya a los militares disfrazados de civiles. El conflicto solo acabará cuando todos tengamos las mismas oportunidades".
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