La bondad de los desconocidos
Los escritores no pueden vivir sin esos seres, los lectores, que alguna vez llaman a su puerta. Pero el mundo de la crítica está lleno de gente empeñada en tratar a escritores y lectores como si fueran alumnos a los que llevar por el buen camino
Jamás contestes a una mala crítica, tal es el consejo que Truman Capote da a los escritores. Y es un buen consejo, ya que lo mejor que puede hacer el escritor ante una crítica adversa es guardar silencio y aparentar que no le importa demasiado. Pero claro que le importa, y mucho. Una mala crítica puede dejarle varias noches sin dormir, quitarle el apetito, llevarle a evitar en los días siguientes a familiares y conocidos ante el temor de que puedan haber comprado el periódico o la revista donde su libro es vapuleado y la hayan podido leer. ¿Son conscientes los críticos de la magnitud de su poder, del disgusto que pueden dar a ese pobre escritor que ha tenido la comprensible pretensión, si tenemos en cuenta el esfuerzo que supone terminar un libro, de ser leído amorosamente por alguien? El crítico puede objetar que ese es su oficio y que si le pagan —bastante poco, para complicar más las cosas— es para que opine sobre las virtudes o los defectos de los libros que se publican y separar así el grano de la paja, que por cierto, y según él, es lo que abunda más. Aún más, podría añadir ese crítico insobornable al atribulado escritor, ¿por qué supone usted que los demás deben leer sus libros? Nadie le ha pedido que los escriba, y si a pesar de todo se empeña en seguir haciéndolo no puede extrañarle que tengamos el derecho a protestar cuando nos hace perder nuestro tiempo y nuestro dinero.
Todos estamos expuestos a la mirada crítica de los otros, y pretender no ser valorados por nuestros actos es un acto de supremo infantilismo. Andersen tuvo un extraordinario éxito en su vida de escritor y era recibido en todas las cortes europeas para que leyera públicamente sus cuentos. Pero se cuenta que soñaba con tener éxito como dramaturgo y que pataleaba como un niño cuando sus obras fracasaban en la escena, lo que pasaba una y otra vez. ¿Era Andersen tan infantil e inmaduro que solo vivía para lograr la adoración sin límites de los demás? Puede que lo fuera, pero no creo que la razón por la que los escritores escriban sus libros sea para exhibir el tamaño de sus egos. Lo hacen porque les gusta escribir, porque anhelan contar algo que no saben bien qué es, porque persiguen sueños que raras veces se realizan. O porque tal vez buscan en los libros una felicidad que la vida real no les da. Puede que Andersen tuviera un ego monumental, pero en ningún caso eso explica la maravilla de sus cuentos.
Y si es raro que alguien dedique su tiempo a inventar historias más o menos disparatadas, ¿no es más raro aún dedicarlo a meterse con los que las escriben, y aspirar a ser algo así como un guía espiritual, ese faro que orienta a los siempre influenciables lectores en el proceloso mar de la mala literatura? Aún más, ¿no abundan entre los críticos también los grandes egos, los pedagogos airados, los exquisitos que confunden la literatura con el rincón del gourmet, los integristas que hacen del libro una religión sacrosanta cuyos sumos sacerdotes son ellos, o esos otros eternamente malhumorados que creen que las novelas o los libros de poesía se escriben con la única intención de perturbar su digestión? Pero ¿es comprensible que alguien dedique años, meses enteros a escribir pacientemente un libro con el único propósito de incomodar a un crítico en la hora de su siesta? No, claro, esto no tiene ningún sentido. Además, ¿no son todos los libros, incluso los más grandes, en cierta forma un fracaso? “La palabra humana —escribe Flaubert— es como caldera rota en la que tocamos música para que bailen los osos, cuando querríamos conmover a las estrellas”.
W. H. Auden solía decir que criticar un libro malo no solo era una pérdida de tiempo sino también un peligro para el carácter. “Si un libro me parece realmente malo, entonces el único interés que puedo tener para escribir sobre él es la exhibición de mi inteligencia, mi ingenio y mi malicia. Es imposible que alguien reseñe un mal libro sin pavonearse”. Auden también decía que no necesitaba el consejo de nadie acerca de lo que le debía gustar o no, ya que solo suya era la responsabilidad de sus lecturas. Sin embargo, el mundo de la crítica está lleno de gente empeñada en tratar a los escritores y a los lectores como si fueran alumnos a los que tienen que llevar como sea por el buen camino. Tal vez por eso es un espacio abierto a la perversidad. Y no me refiero solo a la perversidad de los juicios que con tanta ligereza se emiten sino a la de los lectores que acuden presurosos a los suplementos y revistas culturales para ver cómo despellejan en ellos la novela del escritor que conocen. Aún más, escribe Juan Goytisolo: “¿Cómo pueden los críticos escribir en un par de días sobre novelas que, si valen, no tienen tiempo de analizarlas con seriedad, y si no valen, no merecen tal empeño?”.
George Steiner dice que la literatura es un vendaval que se cuela por la ventana y nos desordena la casa. Es decir, nos enfrenta no tanto a lo que conocemos como a lo que no sabemos explicar. Un buen libro siempre nos deja perplejos, sin saber qué decir. ¿No es sospechoso que los críticos opinen con tanta facilidad, y con tan poco tiempo de reflexión, acerca de los libros que leen? Son expertos lectores, se puede objetar, con frecuencia profesores universitarios que han dedicado años al estudio de la literatura. Pero ¿haber hecho de la literatura un objeto de estudio garantiza ser un buen lector? Vuelvo a citar a Flaubert: “Los que se llaman ilustrados a sí mismos acaban siendo cada vez más ineptos en materia de arte. Se les escapa incluso qué cosa sea el arte. Para ellos son más importantes las glosas que el texto. Les interesan más las muletas que las piernas”.
No, no creo que el escritor sea básicamente un insufrible ególatra. Está solo, se pasa horas y horas encerrado en su cuarto persiguiendo quimeras que raras veces alcanza. Recuerda a esas mujeres neurasténicas que pueblan la obra de Tennessee Williams, con sus torpes ensueños, su temor al fracaso, pero también, a menudo, con su maravilloso candor. Esas mujeres cansadas y un poco lunáticas, que aunque han asistido una y otra vez al fracaso de sus sueños no pueden renunciar a ellos. “Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”, dice la inolvidable protagonista de Un tranvía llamado deseo. Sí, los escritores, especialmente cuando no son jóvenes ni famosos, se parecen a esas pobres mujeres. Permanecen desvelados por las noches soñando con locas historias que logren conmover a las estrellas, y todo lo que consiguen es hacer bailar a los osos. Pero ¿pueden vivir sin esos bailes? No, no pueden, por eso solo les queda confiar en la bondad de esos desconocidos que son los lectores que alguna vez llaman a su puerta.
Gustavo Martín Garzo es escritor.
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