12 DE JUNIO: DÍA MUNDIAL CONTRA EL TRABAJO INFANTIL
Oprimidos por la casta
Los dalits de la India sufren desde la cuna las consecuencias de la segregación
De por vida se ven privados de sus derechos fundamentales
Golu se levanta cada día sin despertador. No tiene, ni siquiera sabe lo que es. Pero lo que sí sabe es que, antes de salir el sol, debe abrir los ojos y salir a las calles para recoger basura. Se frota los ojos, agarra su saco, lo apoya en su hombro y empieza a caminar. Vive en Varanasi, la ciudad sagrada del hinduismo, en India. Le rodean templos, los primeros cánticos, bolsas de plástico, vacas, insectos y algunas cabras. Prefiere salir a esa hora, cuando las calles están repletas de objetos que puede reciclar y vender y la muchedumbre todavía le permite transitar con más espacio. Pero, sea a la hora que sea, cuando deambula en busca de desechos es como si no existiera, nadie le dirige la mirada. Se torna invisible y es considerado “impuro”por estar en contacto con la suciedad. Así lo afirman las personas indias de casta superior, traduciéndolo al despiadado vocablo “intocable” en referencia a que se evita el acto de tocarlos para no perder su grado de pureza.
Para los hindúes creyentes, la casta no es un hecho social o económico, sino el resultado de una reencarnación. Se nace dentro de una casta, superior o inferior (de mayor a menor pureza, según su tipo de trabajo), o bien como paria, o como un animal, según la conducta que se ha observado en la existencia anterior. Así pues, la casta es, junto con la familia, la principal referencia de las personas indias y atribuye una posición que les determina en todo durante el resto de su vida.
Los excluidos prefieren denominarse dalits (oprimidos, en hindi) para reflejar la discriminación y sometimiento del que son víctimas. A pesar de su lucha constante desde los años veinte, que llevó a la abolición de este sistema de clases en 1950, nunca se suprimió el estigma en la vida real y unas 200 millones de personas en todo el país son consideradas intocables.
La discriminación acarrea todo tipo de agresiones, siendo repudiados, insultados y expulsados de lugares públicos. Según Human Rights Watch, cada año son registrados en India más de 100.000 casos de violaciones, asesinatos y otras atrocidades contra los dalits, muchas de ellas cometidas por la propia policía y sustentadas por los latifundistas y las autoridades locales.
Unicef cifra en 15 millones los niños y niñas dalits que trabajan en condiciones de semiesclavitud por míseros salarios. Más de la mitad de ellos son intocables, lo que significa que no pueden terminar la educación primaria debido, en parte, a que son humillados por sus maestros y maestras.
Derecho a la identidad
Son las 10 de la mañana y Golu regresa con la bolsa llena y su estómago vacío en busca de algo de pan para desayunar. Comerá si hay suerte y hay algo para cocinar; si no, deberá esperar a la hora de almorzar para ingerir el único alimento del día. No le importa comer siempre lo mismo. Le encanta el arroz y agradece saborear hasta el último grano del plato, que siempre devora acompañado de una oración.
Le llaman Golu (regordete, en hindi), aunque se trata de un mote que le quedó cuando era pequeño. Durante los pocos meses en que tuvo oportunidad de ir a la escuela (ahora, a sus 12 años de edad, ya es considerado un adulto), le asignaron el nombre de Sameer, pero a él no le gusta y, fuera del aula, le cuesta responder a ese alias. En realidad, no tiene nombre. Tampoco posee registro de nacimiento, como la mayoría de niños y niñas dalit, por lo que muchas y muchos de ellos son secuestrados o vendidos a cambio de dinero. La trata de personas, la prostitución, la venta de órganos o los niños soldado son algunas de las consecuencias sufridas por algunos, a menudo escondidos bajo la falsa apariencia de trabajo doméstico infantil.
El tráfico de niños ha alcanzado dimensiones alarmantes y cada año mueve unos beneficios de más de 30.000 millones de dólares. En los últimos 30 años, más de 30 millones de mujeres, niñas y niños han sido víctimas de este grave problema en Asia, con el único propósito de explotación sexual, según Unicef. Todo menor que no haya sido inscrito en el Registro Civil es considerado un apátrida. No hay prueba alguna ni de su edad, ni de su origen, ni tan siquiera de su existencia. El niño pasa a ser un incorpóreo ante los ojos de la sociedad y una presa fácil para todo traficante.
Alfabetización y médicos en los slums
Antes de ir a buscar a su hermano menor, Sajid, a la escuela, Golu corretea por las laberínticas calles de la ciudad. Se divierte mirando por las ventanas de los restaurantes y decidiendo qué comida le gustaría probar. Sabe que no puede entrar, y por si le quedan dudas, los propietarios le dedican miradas y gestos de alerta mientras disimulan atendiendo a los turistas.
Corre descalzo y con una destreza infalible, esquivando todo tipo de obstáculos. Llega hasta el río Ganges, dónde se zambulle y se da un largo baño después de una mañana de trabajo. Aprovecha y bebe un trago. Los restos de las cremaciones humanas que tienen lugar en la orilla, los esqueletos de animales, las aguas residuales y los desperdicios de las fábricas han contribuido a un alarmante grado de contaminación del río. Toda la ciudad huele a humo, a extinción. Ya bañado, Golu se viste y corre hasta la sede de la ONG gallega Semilla para el Cambio, donde le espera su hermano después de su jornada escolar.
La escuela ha dado una oportunidad a los niños y niñas de los slums. Encontrar colegios que les acepten es todo un reto. La mayoría de directores cierran puertas sin pudor cuando saben que los nuevos alumnos viven en los suburbios.
Semilla para el Cambio vio en la educación la mejor apuesta para su desarrollo e integración personal y profesional. “El proyecto inicial era muy pequeño, empezamos ofreciendo educación a 18 niños y niñas. A día de hoy hay 156 escolarizados y otros 30 en clases preparatorias”, cuenta María Bodelón, directora y fundadora de la ONG.
En Varanasi, más de 460.000 personas malviven en los 227 slums existentes en la ciudad, según datos de la organización Urban Health Initiative. La precariedad de los asentamientos se evidencia con la escasez de electricidad, la falta de agua corriente y la carencia de servicios sanitarios. Por si fuera poco, cada choza, amasijo de plásticos y telas, de unos 10 metros cuadrados y donde se hacinan familias de hasta ocho o diez miembros, cuesta un alquiler. Cada mes, deben pagar unas 400 rupias (seis euros) al dueño del terreno, mientras la mayoría de ellos sobrevive con menos de un euro y medio al día.
Montañas de basura ocupan cada centímetro de suelo. Su lugar de trabajo es su hogar. Reciclan y duermen en el mismo espacio, entre plásticos, vidrios, cartones y otros desechos. En estas circunstancias, la salud se enfrenta a grandes adversidades. “Todavía tienen lugar muchas enfermedades que se pueden prevenir fácilmente, como la tuberculosis. La falta de educación y de recursos hace que sientan poca confianza para acudir al hospital: no pueden leer los carteles para saber a dónde dirigirse ni rellenar los formularios de los centros sanitarios, además no son tratados con respeto por los doctores.”, explica María, que lucha para cambiar esta realidad.
Querer ser niño
Sentado en los ghats, las escalinatas del río Ganges, Golu repasa el abecedario escrito en las libretas de su hermano Sajid y sus compañeros. Se lo sabe de memoria, puede decirlo más rápido que leerlo. Lo repite sin cesar, exigiendo a los pequeños que se esfuercen en memorizarlo. Pasa a los ejercicios de cálculo, los resuelve en un santiamén y le da una colleja a su hermano por no prestar suficiente atención. Satisfecho, pide una cometa a un muchacho que merodeaba alrededor y la hace volar bien arriba buscando un pedacito de cielo, de libertad. Salta y ríe como nunca. Ese momento del día, entre letras y juegos, es el único que tiene para ser niño. Para sentirse el niño que realmente es.
Empieza a oscurecer y Golu debe volver a su casa. Su padre le estará esperando para pedirle el dinero que ha ganado trabajando a la mañana. Con miedo, acelera el paso para entregarle las 10 rupias (15 céntimos de euro) que logró vendiendo plásticos para reciclar después de cinco largas horas de faena. Después, preparará su gran cesta de mimbre con algunas velas, metidas en pequeños cuencos hechos con hojas de árbol y acompañadas con flores, que vende en los ghats por la noche. Se apura, pues no le gustaría recibir otra bronca de su padre, pues sabe que no queda en un simple enfado. Ya lleva un ojo morado, y aunque asegura que es debido a una torpe caída, cuesta creer la falta de equilibrio del muchacho antes que el puño borracho del cabeza de familia. No ha ido al hospital porque, aunque lo haga, posiblemente no le atenderán. En la farmacia le pincharon una vacuna antitetánica caducada por falta de refrigeración.
Golu consigue vender tres velas, ganando 30 rupias (45 céntimos de euro) y librándose de una paliza. Toma prestada una de las candelas, la enciende y deja que la brisa se la lleve río adentro. “Ya he pedido mi deseo”, me susurra en el oído. Dicen que una vez se arroja la vela al Ganges, el agua se lleva aquello que uno ha implorado.
Ya es de noche y la gran luna ilumina las aguas milenarias del río sagrado. Flota en ellas la luz que arrastra su anhelo: "Llegar a ser médico para ayudar a los demás".
No hay comentarios:
Publicar un comentario