domingo, 7 de junio de 2015

PRENSA CULTURAL. "Por qué Umberto Eco construyó una abadía en una montaña..."

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Por qué Umberto Eco construyó una abadía en una montaña, o las obsesiones maniáticas en los mundos de ficción

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El nombre de la rosa (1986). Imagen: Columbia Pictures
El nombre de la rosa, 1986. Imagen: Columbia Pictures
Arquitectura literaria
Existe una razón para que la abadía de El nombre de la rosa esté emplazada en lo alto de una montaña.
El nombre de la rosa vendría a ser el Sherlock Holmes goes medieval de Umberto Eco. Y aquello era algo que la propia novela no se esforzaba ni lo más mínimo en ocultar: estaba protagonizada por Guillermo de Baskerville, un nombre que ya evidenciaba un batido referencial entre ese Guillermo de Ockham que se hizo famoso por inventar una navaja y el título de una de las aventuras de Sherlock Holmes firmada por Arthur Conan Doyle,El perro de los Baskerville. Pero más allá de lo nominal, y entrando de lleno en los modales propios, la obra del italiano también se manifestaba como heredera del detective sin dejar mucho hueco para que la duda entrase a sembrar sus cosas. Guillermo también tenía un Watson caminando a su lado (Adso) y una capacidad para elaborar deducciones certeras de las que hacen que los montadores de posproducción se peleen con una tonelada de flashbacks. El remate de su naturaleza semiclónica y fotocopiada del investigador del 221B de Baker Street lo encontrábamos en la presentación de ambos personajes sobre el papel.
Watson en Estudio en escarlata describía a Sherlock de la siguiente manera: «Superaba los seis pies en altura y era tan excesivamente delgado que parecía ser considerablemente más alto. Sus ojos eran agudos y penetrantes salvo en aquellos momentos de adormecimiento de los que os he hablado y su nariz era delgada, similar a la de un halcón, dando a su expresión un aire de alerta y decisión. Su barbilla era prominente y cuadrada señalando su carácter de hombre intrépido». Mientras Adso en la obra de Eco presentaba al monje franciscano con líneas sospechosas: «Su altura superaba la de un hombre normal y su delgadez le hacía parecer aún más alto. Sus ojos eran agudos y penetrantes, la nariz fina y ligeramente aguileña le otorgaba expresión de vigilante, excepto en ciertos momentos de lentitud de los cuales voy a hablar. Su barbilla denotaba voluntad firme a pesar de una cara cubierta de pecas». Lograba así que el lector empezase a tener la sensación de que aquí alguien se estaba pasando de listo un par de poblaciones al copiar en el examen. Pero el propio manuscrito sabía cubrirse las espaldas con soltura al sentenciar que «los libros siempre hablan de otros libros, y cada historia está contando otra historia que ya ha sido contada».
El nombre de la rosa se envalentonaba con ese metadiscurso y se convertía en una novela posmoderna que para despistar estaba enmarcada en el siglo XIV.
Eco no se limitaría a la obra de Conan Doyle a la hora de tirar anzuelos a trabajos ajenos. El nombre de aquel compañero de aventuras, Adso, era una coña culta basada en los Diálogos de Galileo Galilei. Y el bibliotecario ciego de la abadía se llamaba Jorge de Burgos porque era una alusión directa al Jorge Luis Borges que en la vida real también sería bibliotecario, también perdería totalmente la visión en un momento de su vida y sobre todo resultaría ser el autor de La biblioteca de Babel, una obra de la que El nombre de la rosa tomaba prestado el concepto de bibliotecas secretas y laberínticas. Aunque todo esto eran juguetes que entraban en el campo de las referencias, de los pequeños guiños que servían como ornamentación curiosa. Lo verdaderamente interesante de la novela se encontraba en otros detalles que a Eco le obsesionaban, como el mostrar una representación fiel de la época con diálogos que discutían las ideas políticas, teológicas o sociológicas del momento dentro del contexto de la iglesia, un esfuerzo que pasa silbando alegremente sobre las cabezas de los lectores que no hubiesen tenido la suerte de estar presentes en el siglo XIV.
La adaptación a celuloide de Jean-Jacques Annaud protagonizada por el padre de Indiana Jones prefería quemar la paja que rodeaba al misterio principal y optaba por descartar gran parte de ese material. Pero el escritor no se conformaría con el repaso enciclopédico y decidiría rematar la obstinación histórica de las páginas salpicando la trama con una serie de cameos de personajes reales de la época. Sería por culpa de uno de ellos por lo que los cimientos del monasterio tendrían que trasladarse a terrenos montañosos: Bernardo Gui. Porque existe una razón para que la abadía de El nombre de la rosa esté emplazada en las alturas.
Bernardo Gui era un inquisidor cabroncete que, ojo a esto, iba tan sobrado en lo suyo como para llegar a escribir una Guía del Inquisidor, algo así como el Inquisición para dummies del momento. Eco convertiría a tan ilustre figura en parte del casting de El nombre de la rosa y aquello le supondría un problema a su concepto del orden: en un momento dado de la investigación novelesca los personajes se topaban con algo bastante importante en el interior de una tinaja rellena de sangre de cerdo, y eso en la cabeza del escritor significaba que si quería ser fiel a la realidad probablemente tendría que prescindir del personaje de Gui. Porque los gorrinos no se sacrificaban hasta la llegada de las heladas y en el año 1327, donde estaba ambientada la historia, los meses de frío se correspondían con las fechas en las que estaba históricamente confirmado que Gui se encontraba fuera del país. Como Eco no quería pisotear la realidad le tocaba optar entre la presencia de sangre de cerdo, del personaje del inquisidor, o encontrar una solución alternativa. Y entonces se le ocurrió elevar la construcción de la abadía hasta las montañas, un emplazamiento que era alcanzado antes por el frío y justificaba una degollina de cerdos bastante más adelantada en fechas a las que se daban a ras de suelo, consiguiendo que tanto el contenido de aquella tinaja como el personaje de Gui pudiesen compartir protagonismo en el tiempo.
De todo aquello el lector ni siquiera se daba cuenta y ahí está la gracia: esa obsesión maniática del autor por un detalle que resulta virtualmente invisible acababa siendo poco menos que una genialidad, una prueba de lo mucho que las madres de algunas criaturas son capaces de desvivirse por detalles que consideran esenciales, por perfeccionar su mundo hasta niveles absurdos solamente por tener la necesidad de hacerlo.

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