Jonathan Littell
Las benévolasHermanos hombres, dejadme que os cuente cómo ocurrió. No somos hermanos tuyos, me replicaréis, y nos importa un bledo. Y es muy cierto que se trata de una tenebrosa historia, aunque también edificante, un auténtico cuento moral, os lo aseguro. Existe el riesgo de que resulte un tanto largo, porque, bien pensado, sucedieron muchas cosas, pero a lo mejor no tenéis mucha prisa; con un poco de suerte, no andáis mal de tiempo. Y además no es algo ajeno a vosotros; ya veréis como no es algo ajeno a vosotros. No creáis que estoy intentando convenceros de nada; bien pensado, allá vosotros con vuestras opiniones. Si he resuelto escribir, después de tantos años, es para poner las cosas en su sitio, y no para vosotros. Nos pasamos tiempo y tiempo en este mundo arrastrándonos como orugas, a la espera de la mariposa espléndida y diáfana que llevamos dentro. Y, luego, el tiempo pasa, la ninfosis no llega, seguimos siendo larvas: comprobación desalentadora; ¿cómo manejarla? Por supuesto que siempre queda la opción del suicidio. Pero, a decir verdad, el suicidio no me tienta gran cosa. Es evidente que he pensado mucho en él; y si no me quedase más remedio que recurrir a ello, así es como lo haría: me colocaría una granada pegada al corazón y me iría en una rápida explosión de gozo. Una granada pequeña y redonda a la que quitaría el pasador primorosamente antes de soltar la cuchara, sonriéndole al ruidito metálico del resorte, el último que iba a oír aparte del latido del corazón en los oídos. Y, luego, la dicha por fin, y las paredes de mi despacho adornadas con piltrafas. Que las quiten las mujeres de la limpieza, para eso les pagan, lo siento por ellas. Pero, como he dicho ya, el suicidio no me tienta. No sé a qué se debe, por lo demás; un antiguo resabio de ética filosófica quizá, que me mueve a decir que, bien pensado, no estamos en la tierra para andar jugando. ¿Para qué entonces? No tengo ni idea; para durar, seguramente, para matar el tiempo antes de que nos mate. Y, en tal caso, como forma de emplear los ratos perdidos, escribir es una ocupación tan buena como otra cualquiera. Y no es que tenga yo muchos ratos que perder, soy hombre ocupado; tengo eso que llaman una familia, un trabajo, responsabilidades; así que todo eso lleva tiempo y no deja mucho para contar recuerdos. Tanto más que lo que se dice tener recuerdos, los tengo, e incluso en cantidad considerable. Soy una auténtica fábrica de recuerdos. Creo que me he pasado la vida manufacturándome recuerdos, aunque ahora más bien me pagan por manufacturar encajes. En realidad, también podría no haber escrito. Bien pensado, no es una obligación. Desde que se acabó la guerra, he sido un hombre discreto; gracias a Dios, nunca he necesitado, como mis ex colegas, escribir mis memorias para justificarme, porque no tengo nada que justificar; ni tampoco tengo intenciones lucrativas, porque me gano la vida bastante bien con lo que hago. Una vez, estaba en Alemania en viaje de negocios, charlando con el director de una casa importante de ropa interior a quien quería venderle encajes. Venía recomendado por amigos de antes; así que, sin preguntarnos nada, los dos sabíamos a qué atenernos. Después de la conversación, que, por lo demás, transcurrió de forma muy positiva, se levantó para sacar un libro de sus estanterías y me lo regaló. Se trataba de las memorias póstumas de Hans Frank, el gobernador general de Polonia; se llamaba Ante el cadalso. "Me escribió su viuda -me explicó mi interlocutor-. Ha publicado a costa suya el manuscrito que su marido redactó después del juicio y vende el libro para atender a las necesidades de sus hijos. ¿Se da cuenta? ¿Tener que llegar a eso? La viuda del gobernador general. Le encargué veinte ejemplares, para regalarlos. También les indiqué a todos mis jefes de departamento que comprasen uno. La viuda mandó una carta de agradecimiento enternecedora. ¿Usted lo conoció?". Le aseguré que no, pero que leería el libro con el mayor interés. En realidad sí que coincidí una vez, muy brevemente con él; a lo mejor os lo cuento más adelante, si tengo ánimo o paciencia. Pero ahora, no vendría a cuento hablar de esto. Por lo demás, el libro era malísimo, lioso, quejica, envuelto en una curiosa hipocresía religiosa. Es posible que estas notas mías sean también liosas y malas, pero haré cuanto pueda por ser siempre claro: puedo aseguraros que, por lo menos, no habrá en ellas ni pizca de contrición. No estoy arrepentido de nada; hice el trabajo que tenía que hacer, y ya está; en cuanto a mis asuntos familiares, que a lo mejor cuento también, sólo me importan a mí y, en lo referido a lo demás, hacia el final, es muy posible que me haya excedido, pero es que estaba ya un tanto fuera de mis casillas, flaqueaba y, encima, a mi alrededor, el mundo entero se venía abajo; admitid que no fui el único que perdió la cabeza. Además yo no escribo para mantener a mi viuda y a mis hijos; soy totalmente capaz de atender a sus necesidades. No; si me he decidido por fin a escribir no cabe duda de que es para pasar el rato y también, es posible, para aclarar uno o dos puntos confusos, para vosotros, quizá, y para mí mismo. Creo además que me vendrá bien. Cierto es que soy de humor tirando a cetrino. Debe de ser por el estreñimiento. Problema lamentable y doloroso, y reciente, por lo demás; antes me ocurría más bien lo contrario. Durante mucho tiempo, tuve que pasarme la vida en el retrete, tres y cuatro veces al día; ahora, ir una vez por semana me parecería maravilloso. No me queda más remedio que andarme con irrigaciones, sistema de lo más desagradable, pero eficaz. Disculpadme si os hablo de detalles tan escabrosos: uno tiene derecho a quejarse de vez en cuando. Y, además, si os resulta molesto casi mejor que no paséis de aquí. No soy Hans Frank y no me ando con remilgos. Quiero ser muy concreto, dentro de lo que esté en mi mano. Pese a mis fallos, que han sido muchos, no he dejado de ser de esos que opinan que las únicas cosas indispensables para la existencia humana son respirar, comer, beber, defecar y buscar la verdad. El resto es facultativo.
Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario