Froylán Turcios
La mejor limosnaHorrendo espanto produjo en la región el mísero leproso. Apareció súbitamente, calcinado y carcomido, envuelto en sus harapos húmedos de sangre, con su ácido olor a podredumbre.
Rechazado a latigazos de las aldeas y viviendas campesinas; perseguido brutalmente como perro hidrófobo por jaurías de crueles muchachos; arrastrábase moribundo de hambre y de sed, bajo los soles de fuego, sobre los ardientes arenales, con los podridos pies llenos de gusanos.
Así anduvo meses y meses, vil carroña humana, hartándose de estiércoles y abrevando en los fangales de los cerdos; cada día más horrible, más execrable, más ignominioso.
El siniestro manco Mena, recién salido de la cárcel donde purgó su vigésimo asesinato, constituía otro motivo de terror en la comarca, azotada de pronto por furiosos temporales. Llovía sin cesar a torrentes; frenéticos huracanes barrían los platanares y las olas atlánticas reventaban sobre la playa con frenéticos estruendos.
En una de aquellas pavorosas noches el temible criminal leía en su cuarto, a la luz de la lámpara, un viejo libro de trágicas aventuras, cuando sonaron en su puerta tres violentos golpes.
De un puntapié zafó la gruesa tranca, apareciendo en el umbral con el pesado revólver a la diestra. En la faja de claridad que se alargó hacia afuera vio al leproso destilando cieno, con los ojos como ascuas en las cuencas áridas, el mentón en carne viva, las manos implorantes.
-¡Una limosna!- gritó -¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!
Sobrehumana piedad asaltó el corazón del bandolero.
-¡Tengo hambre! ¡Me muero de hambre!
El manco lo tendió muerto de un tiro exclamando:
-Esta es la mejor limosna que puedo darte.
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