Así comienza El corazón helado, novela de Almudena Grandes:
Las mujeres no llevaban medias. Sus rodillas anchas, abultadas, pulposas, subrayadas por el elástico de los calcetines, asomaban de vez en cuando bajo el borde de sus vestidos, que no eran vestidos, sino una especie de fundas de tela liviana, sin forma y sin solapas, a las que yo no sabría cómo llamar. Por eso me fijé en ellas, plantadas como árboles chatos en la descuidada hierba del cementerio, sin medias, sin botas, sin más abrigo que una chaqueta de lana gruesa que mantenían sujeta sobre el pecho con sus brazos cruzados.
Los hombres tampoco llevaban abrigo, pero se habían abrochado las chaquetas, también de punto y gruesas, más oscuras, para esconder las manos en los bolsillos de los pantalones. Se parecían entre sí tanto como las mujeres. Todos tenían la camisa abotonada hasta el cuello, la barba dura, recién afeitada, y el pelo muy corto. Algunos usaban boina, otros no, pero su postura era la misma, las piernas separadas, la cabeza muy tiesa, los pies firmes en el suelo, árboles como ellas, cortos y macizos, capaces de aguantar calamidades, muy viejos y muy fuertes a la vez.
Mi padre también despreciaba el frío, y a los frioleros. Lo recordé en aquel momento, mientras el viento helado de la sierra, un poco de aire habría dicho él, me cortaba la cara con un cuchillo horizontal, afiladísimo. A principios de marzos el sol sabe engañar, fingirse más maduro, más caliente en las últimas mañanas del invierno, cuando el cielo parece una fotografía de sí mismo, un azul tan intenso como si un niño pequeño lo hubiera retocado con un lápiz de cera, el cielo ideal, limpio, profundo, transparente, las montañas al fondo, los picos aún enjoyados de nieve y algunas nubes pálidas deshilachándose muy despacio, para afirmar con su indolencia la perfección de un espejismo de la primavera. Qué buen día hace, habría dicho mi padre, pero yo tenía frío, el viento helado me cortaba la cara y la humedad del suelo traspasaba la suela de mis botas, la lana de mis calcetines, la frágil barrera de la piel, para congelar los huesos de mis dedos, mis plantas, mis tobillos. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, nos decía él cuando éramos pequeños y nos quejábamos del frío que hacía en su pueblo en mañanas como ésta, esos domingos de invierno en los que el cielo más bello del mundo elige amanecer en Madrid. Tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, lo recordé entonces, mientras contemplaba el desprecio del frío en la firmeza de aquellos hombres a los que él podría haberse parecido, tendríais que haber estado en Rusia, en Polonia, y la voz de mi madre, Julio, por favor, no le digas esas cosas a los niños...
—¿Estás bien, Álvaro?
Escuché primero la voz de mi mujer, luego sentí la presión de sus dedos, el tacto de una mano que buscaba la mía dentro del bolsillo del abrigo. Mai me miraba con los ojos muy abiertos y una sonrisa indecisa, la expresión de una persona inteligente que sabe que nunca encontrará la manera de consolar a nadie frente a la devastadora hazaña de la muerte. Tenía la punta de la nariz colorada, y su pelo castaño, de costumbre liso, apacible, batía sobre su cara como si el viento lo hubiera vuelto loco.
—Sí —le confirmé en seguida—, estoy bien.
Luego apreté sus dedos con los míos hasta que volvió a dejarme solo sin apartarse un centímetro de mi lado.
No existe consuelo frente a la muerte, pero a él le habría gustado que le enterraran en una mañana como ésta, tan parecida a aquellas que escogía para montarnos a todos en el coche y llevarnos a Torrelodones a comer. Qué buen día hace, mirad ese cielo, qué limpia está la sierra, se ve hasta Navacerrada, qué mañana tan buena, este aire revive a un muerto, qué suerte hemos tenido... A mi madre, aunque de pequeña hubiera veraneado en aquel pueblo, aunque hubiera conocido a su marido allí, no le gustaban esas excursiones. A mí tampoco, pero a todos nos gustaba él, su fuerza, su entusiasmo, su alegría, y por eso sonreíamos y hasta cantábamos por el camino, ahora que vamos despacio vamos a contar mentiras, tralará, hasta que llegábamos a Torrelodones, ese pueblo tan raro que primero parecía una urbanización y luego una estación de tren rodeada por unas pocas casas. ¿A que no sabéis por qué se llama así? Claro que lo sabíamos, la torre de los lodones, esa miniatura de fortaleza, como un castillo de juguete, que se eleva sobre un cerro junto a la carretera, pero él nos lo explicaba en cada viaje, es una torre antiquísima, los lodones eran como los visigodos, para que os hagáis una idea... Mi padre siempre decía que no le gustaba su pueblo, pero le gustaba llevarnos allí, enseñarnos los montes, los cerros, los prados donde cuidaba las ovejas con su padre cuando era niño, y pasear por las calles saludando a los paisanos para contarnos luego y siempre la misma historia, ése era Anselmo, su abuelo era primo hermano del mío, aquella señora se llama Amada, y la que va con ella es Encarnita, son íntimas amigas, desde pequeñas, ese hombre de ahí, Paco se llama, tenía un genio malísimo, pero mis amigos y yo íbamos a robar fruta a su huerta cada dos por tres...
Paco, que al menor ruido salía de casa con una escopeta de perdigones que nunca disparó contra los pequeños ladrones que le esquilmaban las higueras, los cerezos, era mucho mayor que mi padre y debía de haber muerto antes que él, pero Anselmo había venido a su entierro, y Encarnita también. Los reconocí bajo la máscara seca que la vejez había adherido a sus rostros verdaderos, las caras más redondas, más amables, que habían sonreído a mis ojos de niño. Habían pasado muchos años, más de veinte, desde que el irresistible esplendor de un cielo de domingo nos llevó a comer a Torrelodones por última vez, y yo no había vuelto después. Por eso me impresionó tanto la imagen de aquellos ancianos, por los que el tiempo había pasado más deprisa y más despacio hasta desembarcarlos en una vejez diferente, tan distinta de la vejez de mi padre, que podría haber sido igual que ellos y al final de su vida se les parecía menos que nunca. Tal vez cualquier otro día, en otra situación, en otro entierro, ni siquiera habría distinguido sus caras en la masa oscura y uniforme de sus cuerpos agrupados, pero aquella mañana soleada y triste, azul y helada, los estudié uno por uno, una por una, la reciedumbre vegetal de sus troncos, sus piernas cortas y macizas, la tiesura espontánea, casi arrogante, de sus hombros viejos pero no decrépitos, y el color de su piel, marrón, opaca, curtida por el sol de la sierra, que estalla hacia dentro y quema sin dorar. Las arrugas verticales, profundas, largas como cicatrices, surcaban sus mejillas de arriba abajo, pero no elaboraban complejas telarañas de hilos finos al borde de los ojos. Allí también eran pocas, hondas, decididas, propias de un rostro tallado con un cuchillo, la herramienta del tiempo escultor que había escogido un buril más fino, quizás también más impío, para trabajar en la cabeza de mi padre.
En este enlace, más sobre el libro y la autora.
martes, 4 de mayo de 2010
LECTURA. NOVELA ESPAÑOLA. "El corazón helado", de Almudena Grandes
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