lunes, 17 de mayo de 2010

CUENTO. "La llave", de Dezsö Kostolányi (1885-1936)

                                                                                                   Dezsö Kostolányi
LA LLAVE
Un niño de diez años abordó al portero.
—¿Por favor, dónde está el departamento de tributos?
—Tercer piso, 578.
—Muchas gracias —dijo el niño.
Se adentró en el inmenso edificio, cuyos pasillos retumbantes, bóvedas sombrías y enmohecidas se extendían en torno a él como un mundo desconocido. Avanzó por diferentes escaleras, subiendo de tres en tres los escalones. Llegó al tercer piso.
Allá deambuló de un lugar a otro. No encontraba la puerta 578. La numeración avanzaba hasta el 411, luego se detenía y en vano recorrió varias veces los pasillos; de la puerta 578 no quedaba ni el rastro.
Cuando ya llevaba errando algunos minutos, vino de frente un señor mayor, envuelto en carnes y en canas, con escritos debajo del brazo.
El muchachito se quitó la gorra respetuosamente.
—Le beso la mano, tío Szász. ¿No me conoce? Soy Pista Takács.
—Pista —se maravilló el señor mayor—. Ay, cómo has crecido, Pista. ¿Qué haces por aquí, Pista?
—Estoy buscando a mi padre.
—Espérate —dijo el señor mayor— que yo te llevaré hasta allá.
El señor mayor echó a andar despacio, con sus pesadas pisadas de elefante. El muchachito lo seguía con la cabeza descubierta, y lo miraba de medio lado, con el rabillo del ojo, curiosamente. El tío Szász marchaba ensimismado en sus preocupaciones. No volvió a decir ni pío.
Él también fue hasta la puerta 411, pero la abrió, pasó por una oficina, donde unos empleados escribían minuciosamente ante una mesa de pie, jaló una puerta, bajó dando traspiés tres destartalados escalones de madera, llegó a un tenebroso pasaje mal hecho en madera, alumbrado con luz eléctrica, que comunicaba el edificio central con el ala nueva, y por ese pasadizo largo, empolvado, donde retumbaban los pasos, anduvo largamente, un poco dando tumbos, como si se dirigiera al fin del mundo; luego, después de trepar tres destartalados escalones de madera, llegó a un pasillo más estrecho pero más limpio y más claro. Al final señaló hacia una puerta, cuyo dintel llevaba tres números: 576, 577, 578.
—Aquí está —le dijo—. Adiós.
Pista esperó que desapareciera de su vista su silencioso pero servicial guía, quien con sus pisadas de elefante rodaba de regreso por aquel camino que parecía interminable, el cual acababan de recorrer juntos.
Luego se puso a observarse en el cristal de una ventana abierta. Se ensalivó la palma de la mano para alisarse su pelo rubio. Las medias se le caían, el pantalón corto no las cubría, por eso empezó a subirse las medias y a bajarse el pantalón. La media tenía un remiendo por un lado y un agujero por otro. Los zapatos estaban empolvados. Se los limpió con su pañuelo.
Nunca antes había estado ahí. En casa oía mucho hablar de la oficina. Su padre siempre tenía la misma cantaleta: "La oficina, la oficina, la oficina". Su madre también: "Tu pobre padre en la oficina, de la oficina, por la oficina". La oficina lo rodeaba como una especie de realidad misteriosa, presente en todas partes, solemne, severa, brillante e inaccesible. Pero hasta ahora no la había visto. Con ningún pretexto había ido, aunque había podido llegar allí; su padre había evadido todos sus intentos, no le gustaba que lo importunaran, tenía la opinión de que el lugar "no era para niños", y lo que "no era para niños, no era para niños". Y con él sí que no se podía jugar.
Emocionado, abrió la puerta 576, 577 y 578.
En una sala se estaba hacinando gente sobre gente, un rebaño de gente que esperaba; al fondo, detrás de la reja de madera, oficinistas encorvados estaban encerrados como presos. Pista estiró el cuello. A la derecha había una habitación más pequeña, cuya puerta habían dejado abierta. Allá entró.
—Estoy buscando al señor István Takács —se dirigió hacia un joven que precisamente estaba merendando.
—A la izquierda —indicó el joven, y, sin levantar la vista para mirarlo, le dio un mordisco al chorizo.
Pista, atravesando el alboroto de la sala, se dirigió a la habitación de la izquierda, que se parecía al dedillo a la anterior.
Aquí vio un gran escritorio. Allá tampoco estaba sentado su padre, sino un señor calvo hasta el cuello. Pero ya había reconocido el pelo rubio canoso de su padre, su musculosa nuca. Estaba sentado de espaldas a él, en un pequeño escritorio recostado contra la pared, en un rincón.
Se le acercó de puntillas. Al llegar al escritorio no pudo seguir por el montículo de libros amontonados. Hizo una profunda inclinación. Su padre no lo advirtió. Confuso, tosió.
—Te beso la mano, padre.
—¿Qué quieres? —le preguntó Takács.
—Mamá me mandó.
—¿Por qué?
—Por la llave.
—¿Por cuál llave?
—Por la llave de la despensa. Cree que te la trajiste por equivocación.
—Ustedes siempre me están molestando —estalló Takács y se levantó.
Se puso a registrarse los bolsillos. Tiró sobre la mesa una billetera, un panecillo con mantequilla envuelto en papel, una cartuchera de lentes, un acta y un pañuelo.
—No está —constató iracundo—, no está. Búsquenla en casa.
Pista bajó los ojos. Miró el escritorio. El pequeño, tullido, tísico escritorio. Se lo imaginaba mayor, por lo menos del tamaño del otro, donde el calvo estaba escribiendo.
Takács se fue revolviendo uno a uno los bolsillos, y mientras tanto, para enfriarse la furia que tenía, regañaba a su hijo.
—¿Y cómo te atreves a venir aquí así, entre personas decentes? Estás hecho un asco. Ni siquiera te has lavado. Tus zapatos, tus medias. Como un vagabundo. ¿No te da pena?
—¿Ése es tu hijo? —preguntó el calvo.
—Ese mismo —urgió Takács—. Un inútil. Siempre dando vueltas por ahí. Con la mente puesta en la pelota, no en los libros.
—Pero ahora son las vacaciones —adujo el calvo—. ¿O acaso perdió el año?
—Casi, casi —suspiró Takács.
En eso, la llave de la despensa se le cayó del bolsillo del pantalón al suelo.
—Allá está —dijo Takács.
Pista saltó detrás de la llave, la levantó y salió.
Sin embargo, afuera, en la sala, varios gritaron al mismo tiempo:
—Takács, Takács.
Se despertó una agitación tal, como si se hubiera declarado un fuego. Muchos aparecieron en la puerta, y por fin en el grupo resaltó el causante y núcleo de la agitación: un señor ágil y diminuto.
Takács, que estaba doblándose para adentro los bolsillos que había virado al revés, le hizo una reverencia hasta el suelo.
—Mande, ilustrísimo señor.
El menudo hombrecito le pasó una hoja de papel, en la cual estaban escritos varios números con tinta azul.
—Takács —dispuso—, tráigame rápido todo esto del registro.
—Inmediatamente, ilustrísimo señor —se derretía Takács.
Salió a toda carrera así como estaba, sin sombrero.
En la habitación se hizo silencio. El grupo de los que habían acompañado al jefe hasta allá, como si hubieran sido sus guardaespaldas, se había disipado. Todo el mundo trabajaba con gran celo.
El jefe se daba paseos de arriba abajo en sus chirriantes zapatos de botones. Esperaba que regresaran del registro Takács y los documentos. En su aburrimiento se puso a mirar un cuadro en la pared. Tomó un libro del estante, lo abrió y con gran estruendo lo tiró en su lugar. Se sentía que aquí él era el amo y señor.
Pista, que por el alboroto que se formó con la llegada del jefe no había podido salir por la puerta, se quedó allí retenido. Estuvo un tiempo pegado al escritorio, luego se sentó sobre el montón de libros balanceando las piernas.
Estaba observando al jefe.
Este menudo hombrecito se parecía a un pájaro raro. En su nariz, siempre en movimiento, resaltaban relucientes los lentes. Tenía una cabeza pequeña, con un pelo plateado ralo dividido por la mitad. Se frotaba las manos, lo que despedía un sonido seco, enervante, áspero, como cuando con papel de lija tratan de pulir algo.
De repente se detuvo al lado de la mesa del calvo y preguntó:
—¿Quién es este niño?
—El hijo del colega Takács —respondió el calvo.
El jefe guardó silencio. Continuó dando paseos. Cuando llegó frente a Pista lo interpeló:
—¿Cómo te llamas?
—István Takács —respondió Pista, valiente y con voz sonora, luego de pararse de un salto y enderezarse erguido.
—¿En qué grado estás?
—En sexto.
—¿Qué notas tienes?
—No demasiado brillantes.
—¿Cómo es eso?
—He tenido una con aprobado.
—¿En qué?
—En latín.
—¿Y el resto?
—Sobresalientes. Pero también tengo una con notable. En aritmética.
—¿Qué quieres ser?
—Todavía no lo sé —dijo Pista luego de una pausa, encogiéndose de hombros pudoroso.
—¿Pero más o menos qué?
—Aviador —confesó Pista, bajito.
—¿Aviador? —preguntó el jefe en voz alta y asombrado—. ¿Por qué precisamente aviador?
Pista se aprestaba a contestar este grande y difícil interrogante, cuando llegó su padre, sin aire, de tanta prisa. Le sudaba la pálida frente. Le pasó al jefe algunos pliegos atados con un cordel:
—Tenga la bondad de servirse.
—Gracias —dijo el jefe, pero no lo miró a él, sino al muchachito entusiasta, de cara roja—. Conversé con su hijo —le anunció sonriendo a Takács—. Es un muchachito simpático e inteligente. Y parece ser que buen alumno también.
—Sí, ilustrísimo señor —dijo Takács entusiasmado—, un niño aplicado y tenaz —y miró a su hijo—. Ahora apúrate a casa, hijito mío, que tu madre te está esperando —y lo abrazó y lo besó—. Adiós mi Pistuka.
Pista, ruborizado hasta la orejas, les hizo una reverencia a todos, pero primero a su padre, y salió de prisa, regresó por el largo camino, a través del ala nueva del edificio, del pasaje sombrío, de los pasillos zigzagueantes y las sinuosas escaleras. "Mi Pistuka", se quedó pensando. "¿Por qué me habrá llamado así? En casa nunca me llama así". Luego se puso a pensar en que el escritorio estaba recostado contra la pared, en un rincón, y se veía tan pequeñito, pero así y todo era grande, mayor que el jefe, por lo menos una cabeza más grande.
Se le enredaron los pensamientos. Le ardían la cara, las orejas. Apretaba la llave en su mano sudorosa. Estaba feliz, confuso, intranquilo y asustado. Mientras andaba por aquel retumbante pasaje, por el puente de los suspiros, abriendo y cerrando puertas, se perdió. Le costó un cuarto de hora llegar hasta la amplia escalinata central y vislumbrar la puerta principal en el ardiente resplandor del sol estival, y la gorra de galones de oro del portero.
El portero lo detuvo.
—¿Qué te pasa, niño?, ¿estás llorando? ¿Quién te hizo daño? —le interrogó.
—Nadie —gimió y salió corriendo para la calle.
En la esquina se secó la cara empapada de lágrimas. Luego salió corriendo, corriendo para la casa, con la llave en la mano.

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