Cuando el detective se volvió gótico
Publicado por Raúl Cazorla
1. True Detective
Tal vez el detective en sus inicios portaba en una mano una lupa, pero la otra tenía, como en la canción de Nick Cave, un sospechoso color rojizo: la mano del pacto con el diablo. Y de este no se escapa fácilmente, por mucha lógica, métodos deductivos y rigor científico que se utilice. La última prueba de gran resonancia de esa alianza es True Detective. Con ese título tan pomposo como poco fiable (traducible como «El detective detective», o «El mero, mero»), True Detective es una narración detectivesca clásica en su arranque, con el hallazgo del cadáver y el inicio de la investigación, que pronto se contagia con magia negra, paganismo y rituales: la mujer muerta lleva en la cabeza una cornamenta de ciervo, tiene tatuada una enigmática espiral en la espalda y ha sido encontrada cerca de la escena del crimen una especie de escultura hecha de ramitas de árbol. Todo muy oscuro, muy extraño. Muy gótico. Encima, la historia transcurre en Luisiana, en el sur profundo faulkneriano, una zona de humedales y de humedad opresiva, territorios inmensos despoblados y soledad profunda. El lugar propicio para contar una historia de extraños ritos o, como decía Rust Cole, el detective-filósofo interpretado por Mathew McConaughey, «la psicoesfera» que le corresponde a un lugar así.
De esa manera, True Detective arrastraba dentro un género, el gótico, donde al final este acababa fagocitando al relato policíaco, con la culminación de la serie en uno de los capítulos más soberbios del teledrama reciente, en el cual, tras el último giro a la izquierda para llegar a la casa maldita del asesino, anegada de recuerdos y parafilias, Carcosa (el homenaje explícito de Pizzolatto a Ambrose Bierce) cristaliza en un laberinto que es a la vez templo de sacrificios, lugar de culto y ojo del tiempo.
Una maravilla plástica (fruto del artista Joshua Walsh) que traducía arquetipos de nuestro imaginario colectivo, que retornan una y otra vez para intentar arrojar, como en la última página de La narración de Arthur Gordon Pym, de Edgar Allan Poe, más cosquillas a nuestro cerebro reptiliano que respuestas trascendentes. Y como siempre pasa en el género del gótico, tal vez olvidamos la trama, pero jamás la atmósfera. Y desde luego de la primera temporada de True Detective la recordaremos mucho tiempo.
Lo que no se nos está pasando por alto es lo que tiene esa primera temporada de True Detective de zeitgeist, de espejo cóncavo de nuestro tiempo, de síntoma de un malestar cultural, por lo que quizá su éxito no obedece no solo a una trama perfectamente ejecutada, sino también al acierto de su iconografía de raíz junguiana. No hay secreto detrás del enigma de la espiral tatuada en la espalda del cadáver del primer capítulo; el gran secreto es el enigma en sí: su fuerza sugestiva, su poder para conectar con arquetipos que nuestro propio subsconciente genera.
True Detective es, siguiendo las tesis del Jung de Sobre el fenómeno del espíritu en el arte y la ciencia, menos un drama de televisión que un tratado de alquimia, y su imbriación con el gótico es menos un accidente que una afortunada colisión con el subconsciente del espectador. Ya lo decía Zizek, parafraseando a su vez a Lacan: el terror es una forma de saltarnos el estado simbólico del individuo (el lenguaje, la sociabilidad, el superyo) y entrar en el estado real, previo al lenguaje, ese magma donde las sensaciones esquizoides, las puras impresiones y los significantes (libres de su atadura del significado) campan a sus anchas. El susto viene a ser, como la música, una manera de puentear el intelecto y pulsar directamente las carnosidades blandas del miedo, esa emoción y esa palabra que usamos para nombrar lo que más tememos según Elias Canetti: ser tocados por lo desconocido.
Por esa razón, sorprende cuando críticos y espectadores varios quisieron encontrar una génesis común entre True Detective y La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), como si la idea principal de la película española procediera de la serie de Pizzolatto porque era demasiada casualidad que ambas trataran de detectives en busca de un extraño asesino y las dos mostraran una preocupación tan notable por el espacio gótico y la atmósfera. A nadie se le ocurrió (o yo no leí en ninguna parte) que ambas estuvieran traduciendo, sin que sus propios creadores se dieran cuenta (a la manera del médium), un relato que el subconsciente colectivo estaba demandando. Y ese es el de la vieja historia (esencial en nuestros tiempos de violencia política y económica, ese es mi punto) en la que el detective retrocede porque se da cuenta de que su intelecto no puede contra el poder irracional. Es la guerra de la lógica positivista contra el loco romántico, el cual, aparentemente, va perdiendo y se refugia, sedado y asustado, en centros de día (antes llamados manicomios). Pero de vez en cuando el loco se rebela, se adueña de la trama, nubla el espacio y arranca los ojos del visionario. Todo con un cierto aroma esotérico, lo sé, pero con una larga tradición cultural, de las que True Detective o La isla mínima serían sus últimos modelos.
2. Kill list
Recientemente, por ejemplo, Ben Whetley, cuyo nombre sonó en el último festival de Sitges por su adaptación del High-Rise de Ballard, había rodado en 2011 Kill list, una película oscura, turbadora y ultraviolenta, que guarda curiosas similitudes con la obra maestra de Pizzolatto. En Kill List hay una pareja de sicarios amigos que descubren por azar una extraña conspiración en la que están implicados, entre otros, un cura y un militar; hay también una cinta de vídeo, de la que nunca vemos ni una sola imagen, que perturba al protagonista sádico de la historia; hay finalmente (y esta es la analogía más llamativa) un extraño rito pagano de sexo y muerte de orígenes desconocidos, con personajes que ocultan sus rostros detrás de máscaras de mimbre, y un raro símbolo (trazado a cuchillo detrás de uno de los espejos de la casa del protagonista) que remite a una suerte de club oscuro y selecto. Un club para iniciados.
Resaltemos lo obvio: la transformación del género. Kill list pasa de ser un drama familiar, con una puesta en escena realista y desnuda, de cámara al hombro y luz natural, a convertirse en una historia de sicarios ingleses y en su final, en un último giro alucinatorio, a convertirse en una extraña historia gótica, con los ingredientes de rito pagano, persecución por guaridas subterráneas y duelo a muerte. No hay detective por ningún sitio, es cierto, pero la historia avanza en busca de la resolución de un secreto, como cualquier trama policíaca, y se transforma en su conclusión en una apoteosis siniestra de la celebración de la muerte. Como pasaba en True Detective, la investigación es secundaria después de todo. Lo importante no es la resolución del caso y la lectura de pistas; lo importante, tal como decía Rust Cole, nuestro amado detective-filósofo, es que al final del sueño hay un monstruo.
La lista de películas y relatos con ese oscuro turning point que transforma el género policíaco en gótico es larga, pero discutible según sus atributos. Por citar casos fuera de duda, películas como Seven (David Fincher, 1995), en la que una historia de serial killer de calculada metodología se vuelve una fantasmagoría gótica, incluida la imprescindible casa tomada y maléfica, o El corazón del ángel (Alan Parker, 1987), que cuenta el viaje de un detective a un Nueva Orleans de carne sudorosa, vudú y satanismo, entrarían dentro de ese catálogo.
3. The wicker man
Quizá la madre de todas esas metamorfosis del género policíaco al gótico es la clásica The wicker man (Robert Hardy, 1973), de la que existe un remake dirigido por el irregular Neil Labute, con Nicolas Cage como protagonista (2006). La original, con un guion basado (sin mención alguna en los títulos de crédito) en la novela Ritual, de David Pinner (editada en castellano por Alpha Decay), comienza con un investigador (en este caso, un policía) que llega a una apartada isla en Escocia en busca de una niña, en cuya desaparición parece haber conspirado y participado el pueblo entero. Al final, en el día de la ceremonia sagrada, el policía descubre que él es el principal protagonista del acto ritual. Ya conocen la imagen: una escultura de mimbre gigante, que se llena de cerdos, ovejas, gallinas y, a la postre, con un ejemplar humano, es quemada en una celebración del solsticio de verano (Midsummer´s night dream, ¿se acuerdan?) durante la puesta de sol. Una ceremonia que, curiosamente, es semejante al festival artístico anual de Burning Man en el desierto de Black Rock, aunque los primeros que lo iniciaron en 1986 (un grupo de amigos en Baker Beach en San Francisco) aseguran que no habían visto la película hasta muchos años después, lo que hace este rito festivo mucho más interesante. Debe de ser una hermosa experiencia la de todos esos miles de asistentes al festival, que dura varios días y que culmina con la pira de una inmensa escultura en mitad del desierto sin límites. Previo pago de cuatrocientos dólares para la admisión, eso sí.
Christopher Lee, que participaba en la película de 1973, de algún modo debió de prever lo que tenía esta de parábola para tiempos desesperanzados. Sin happy ending, y con una trama que recuerda a «La muerte y la brújula» de Borges, The wicker man es la que tiene un desenlace más radical de todas estas versiones en las que acecha un giro de tuerca gótico en su parte final. El sol se pone, la escultura sigue ardiendo y el héroe es sacrificado. Y aunque narrativamente la película de Hardy ha envejecido mal (con una puesta en escena que se nos antoja torpe, algo acartonada), sus hallazgos estéticos, incluida esa fabulosa colección de máscaras de animales que los habitantes del pueblo usan para la celebración final, siguen intactos. El año de su estreno, 1973, es el mismo en que se exhibió El exorcista de William Friedkin, que vino a transformar por completo el género del terror. Otra coincidencia extraña de los tiempos.
4. El espacio gótico
Ya han apuntado muchas voces la deuda de True Detective con símbolos y escenarios acuñados por escritores del gótico sureño como Ambrose Bierce o Robert W. Chambers, recursos narrativos que van más allá de las referencias explícitas al Rey Amarillo o Carcosa, sino que se extienden a una manera particular de percibir la atmósfera sureña, un territorio inhóspito (en su sentido estricto), reacio al asentamiento humano. Una atmósfera ideal para la ensoñación de espacios sobrenaturales. De hecho, lo que comparten todos estos autores con Edgar Allan Poe, el padre de la narrativa policíaca por «Los crímenes de la calle Morgue», es, como exigen las reglas del género gótico, un gusto exacerbado por el espacio decadente y orgánico, casi tratado como material vivo, que encarna, como en el clásico «La caída de la casa Usher», una maldición familiar, un estigma o una huella traumática, casi de la misma forma que lo hace el caserón sangrante e hinchado de símbolos visuales de la reciente La cumbre escarlata (2015) de Guillermo del Toro. Paroxismo descriptivo del entorno, con meticulosidad neurótica, que en la estética romántica traduce síntomas propios de quien padece agorofobia y pánico a los cambios, como le sucedió a la poetisa Emily Dickinson, quien se recluyó en su casa durante décadas, hasta terminar confinada en su cuarto, del que no salió en sus últimos años de vida.
Las imágenes son conocidas: ruinas, espacios desolados, cementerios, bosques decrépitos y oscuros, naturaleza intempestiva y salvaje, como en los cuadros de Caspar David Friedrich o los de Arnold Böcklin, cuyo cuadro más famoso, La isla de los muertos (cuya primera versión es de 1880), fue reinterpretada por H. R. Giger un siglo después.
En fin, el relato gótico que, ya desde su texto fundacional El Castillo de Otranto (1764), de Horace Walpole, muestra esta inclinación enfermiza hacia el espacio como eje radical de la narración: el castillo como escenario (desde su mismo título), el encerramiento opresivo y sus efectos sobre los personajes, a la manera de un estudio de psicología ambiental, y por si quedaba alguna duda, se añadió el subtítulo de «A gothic story» en la cubierta de la segunda edición del libro, un término, «gothic», que procede de la arquitectura medieval, pero que solo se comienza a aplicar a ciertos textos literarios a partir de ese portal de la percepción que fue la novela de Matthew Lewis.
La literatura gótica requiere así el espacio como la épica un héroe («en persecución del honor a través del riesgo», que decía Bowra) y si no se se construye, si no se logra cimentar la atmósfera a través de él, entonces el género fracasa. Curiosamente, y aquí retomamos la alianza genética entre el relato policíaco y el gótico, en «Los crímenes de la calle Morgue» de Edgar Allan Poe, el texto que inaugura la narrativa detectivesca segúnHovayda y otros, el espacio es el detonante esencial de la trama. Por un lado, la casa burguesa, que ha sido invadida por un elemento extraño y donde se ha cometido el crimen; por otro, la ciudad de París y la calle Morgue, el territorio urbano consultancial al género policíaco. París, tomado aquí como modelo de gran urbe, quizá porque en ella desarrolló su trabajo uno de los primeros detectives, en quien parece haberse inspirado Poe para escribir su cuento: Vidocq, un antiguo delincuente reformado, aficionado a los disfraces y a las dobles identidades, que, con la ayuda de varios ghost writers empleados por su editor, escribió unas memorias de gran éxito.
Ciudad y crimen: el cronotopo imprescindible de todo cuento policíaco, que Poe acuñó en 1841 en el seminal «Los crímenes de la calle Morgue» (elementos que estaban ya en germen en su cuento inmediatamente anterior, «El hombre en la multitud», de diciembre de 1840, tal como olfateó con acierto Piglia en El último lector) y que después derivó en múltiples y fértiles variantes.
Lo que quizá no se ha dicho lo suficiente, sin embargo, es lo que lo tienen los relatos detectivescos de Poe (a los que hay que sumar «La carta robada» y «El misterio de Marie Roget») de refugio analítico contra las turbadoras ensoñaciones del gótico y del terror, de quien Poe era un consumado maestro: Auguste Dupin, mediante las herramientas de su ingenio, sin salir siquiera de casa, con el simple examen de las evidencias expuestas en las noticias del periódico, es capaz de resolver el crimen. Acertijos descifrados con un método cartesiano. Así, casi como una terapia de desintoxicación, para Poe sus textos detectivescos, los científicos (como el famoso ensayo Eureka) y otros de puro juego matemático (como el formidable «El escarabajo de oro») aparecen como una suerte de orden contra su sensibilidad romántica y su inclinación por lo grotesco y macabro. De hecho, en el mismo número de Graham´s Magazine de abril de 1841 en que Poe publica «Los crímenes de la calle Morgue», publica también «Descenso al Maëlstrom». Para él no hay ruptura alguna ni cambio de ciclo tras su primer cuento detectivesco. De hecho, algunos de sus cuentos más logrados de temática gótica, como «El pozo y el péndulo», aún están por escribirse, así que Auguste Dupin aparece como un remanso de paz, como un apacible balneario para enfermos, capaz de exorcizar el terror por sus capacidades analíticas (tal como hará Sherlock Holmes, quien en Estudio en escarlata, su primera aparición, cita expresamente a Dupin para mostrar la deuda contraída con su precursor).
De alguna manera, Poe no estaba haciendo más que sublimar en su famoso Auguste Dupin (a quien jamás se le llama detective en el cuento, por cierto) los inicios de la investigación criminalística científica, quien tiene en Vidocq, ya lo habíamos dicho, a uno de sus principales pioneros. El uso del registro de huellas dactilares, el nacimiento de la policía científica de Scotland Yard en Londres (que en 1875, por cierto, mudó su sede a un famoso edificio gótico junto al Palacio de Westminster) y la irrupción de la masiva penny press, que tenía en el crimen su principal fuente de contenidos y por tanto, el gran faro de los miedos burgueses, hicieron el resto.
El detective había llegado para quedarse en el imaginario colectivo, así que cuando hizo su entrada en escena en 1888 el famoso asesino Jack el Destripador (un término acuñado por la prensa, por supuesto), muchos apuntaron entonces y después que el asesino de Whitechapel tenía querencia por ciertas zonas descontroladas, peligrosas y oscuras, fuera del ámbito iluminado por las lámparas de gas de otras zonas más seguras de Londres. El espacio gótico vuelve una y otra vez, inherente al género criminal. La lectura esotérica de los asesinatos de Jack el Destripador se la dejamos a autores como Alan Moore, quien en From Hell (1989-1996), y haciendo una lectura muy avezada de Iain Sinclair (quien había publicado White Chapel, Scarlet Tracings en 1987), ha hecho una propuesta con elementos arcanos, magia negra y masonería. Otro caso más de relato policíaco vencido por el gótico.
Además, el más famoso detective de Londres, Sherlock Holmes, tiene decenas de casos donde la imaginería gótica es vital. ¿Se acuerdan de El sabueso de los Baskerville? Si quitan al detective, tenemos una historia gótica clásica, con el espacio opresivo como principal protagonista.
En fin, aquí viene la paradoja (y la neurosis): quizá Poe quería alejar sus miedos con sus meticulosos ejercicios detectivescos, pero el tiro le salió por la culata, y sin darse cuenta había dejado en su creación un rastro imborrable de su propia querencia por el gótico.
Luego, décadas después, en la novela negra que popularizó Hammett, Burnett, Cain, Chandler y otros, la verdadera protagonista, más que el detective armado y sagaz, es la ciudad corrupta, la ciudad y sus males (la Poisonville de Cosecha Roja, publicada por primera vez en Black Mask en 1928), así que la alianza prosigue y muestra cuál es la verdadera venganza del relato gótico: que el espacio tenga un peso fundamental en toda historia policíaca que se precie. Que el lugar pese tanto como el culpable, que tan importante sea el detective como las calles por las que se pierde, como en la famosa cita de Chandler escrita en The simple art of murder (1944): «Down these mean streets a man must go who is not himself mean, neither tarnished nor afraid. He´s the hero». El héroe es el detective, ya lo sabemos, pero ahí están las calles malignas colándose casi en un traspiés.
5. De Quincey
Al final, no hay ningún relato policíaco que no esté en deuda, de una manera o de otra, con el género gótico, aunque solo sea porque este inició la fascinación estética que ejerce sobre nuestro subconsciente el crimen y sus espacios. El crimen y sus lugares de culto. El primero que tal vez se dio cuenta fue Thomas de Quincey quien, no solo en El asesinato como una de las bellas artes (1827), sino incluso ya en Confesiones de un inglés comedor de opio (1822), escribe sobre la psicogeografía maldita de las calles de Londres, y el narrador, convertido en una especie de flâneur forzoso, obligado a mirar (un protodetective), las recorre registrando minuciosamente las huellas que encuentra. Muy distinto no es al ejercicio literario que practica Iain Sinclair en su obra, recientemente traducido en España por Javier Calvo en la antología La ciudad de las desapariciones. Aquí el paseante es el detective y la ciudad, el crimen.
Lo que parecía una delirante revitalización del género gótico en la obra maestra de Pizzolatto se ha demostrado un signo de una herencia de larga tradición. Desveladas las pistas, falta un cabo suelto: ¿por qué el detective acaba devorado por el espacio gótico? ¿Por qué el espectador o el lector son conducidos a las sombrías resonancias del laberinto oscuro? Y no me den la narcotizante respuesta de que todo es una lucha entre la luz y la oscuridad: nuestro subconsciente sabe cosas ante las que el detective —como el protagonista de La isla mínima ante una fotografía de su compañero, antiguo torturador de la policía— prefiere callar.
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