Grabado de Gustavo Doré
Cervantes y su impostor
Avellaneda odiaba al autor de ‘El Quijote’ y se mofaba de su condición social
En la historia universal de la literatura se repite una constante: los escritores se llevan fatal.
Ejemplos sobran: los crueles comentarios de Borges sobre García Lorca, el puñetazo de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez, o el amargo libro de Paul Theroux sobre V. S. Naipaul. Y eso por limitarnos al último siglo.
El Quijote de la Mancha, cuya segunda entrega cumple en estos días 400 años, confirma que la mala leche es compañera inseparable de la literatura. Porque este año también cumplió cuatro siglos “otro” Quijote, el apócrifo: una supuesta segunda parte de las aventuras de nuestro héroe publicado meses antes bajo el nombre falso de Alonso Fernández de Avellaneda.
El tal Avellaneda odiaba a Cervantes, y no se molestaba en esconderlo: en su prólogo, se declaraba personalmente ofendido por él, se burlaba de su pobre condición social, y hasta se mofaba de que le faltase una mano. Para colmo, le robaba por puesta de mano el éxito comercial.
Según un estudio de Luis Gómez Canseco, tras el impostor podría esconderse Lope de Vega, el gran dramaturgo que dio al mundo Fuenteovejuna. Sospechosamente, Avellaneda multiplicaba sus elogios y citas de ese autor. Además, en el citado prólogo, sostenía que él mismo había “entretenido honestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias”, y se confesaba ministro del Santo Oficio. Pocas personas reunían ambas condiciones, y además, la de escribir libros con nombres ajenos. Lope era una de ellas. Y entre todas, sin duda, la más acostumbrada a manifestar creativamente su envidia. El dramaturgo intercambió poéticos insultos con Quevedo y Góngora, se enredó en trifulcas con sus rivales literarios y, sobre Cervantes en particular, escribió en carta a un amigo: “De poetas no digo; ¡buen siglo es este! Muchos están en ciernes para el año que viene. Pero ninguno hay tan malo como Cervantes; ni tan necio que alabe a Don Quijote”.
Por cierto, en la misma carta, Lope añadió lo que podría ser una confesión de motivos para convertirse en Avellaneda: “Cosa para mí más odiosa que mis librillos a Almendárez y mis comedias a Cervantes. Si allá murmuran de ellas algunos que piensan que las escribo por opinión, desengáñeles vmd., y dígales que por dinero”.
Al genuino autor de El Quijote, en todo caso, le daban igual las razones o el currículum de su impostor. Cervantes se sintió herido por el robo de sus personajes.
Desde sus primeras líneas, la verdadera segunda parte de El Quijote se presenta como una revancha contra Avellaneda. Ya en la dedicatoria, Cervantes subraya que una de las razones para su nueva entrega es “quitar el mal sabor y la náusea que me ha causado otro Don Quijote que con el título de Segunda Parte se ha disfrazado y corrido por el orbe”.
Más adelante, en el prólogo, Cervantes informa al lector de que, aunque le molesta que Avellaneda lo haya llamado viejo y manco, él no se rebajará a insultarlo: “Tú querrías que lo tratara de asno, de mentecato y de atrevido, pero no se me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá él”.
Luego sí lo insulta, pero usando la voz ficticia del Quijote, que en la trama siguiente se revuelve furioso contra el libro apócrifo. En el capítulo LIX, el Caballero de la Triste Figura se queja del insultante prólogo de Avellaneda, y le corrige una errata. Sancho Panza protesta porque el plagiario lo ha retratado como un gordito simplón. Como castigo al impostor, a quien cree aragonés, el Quijote desiste de viajar a Zaragoza, y sigue de largo hasta Barcelona.
Cervantes no lo sabe, pero con su respuesta da un paso fascinante hacia la modernidad literaria: tal juego de cajas chinas entre la realidad y la imaginación, que postula una ficción “verdadera” y una “falsa”, es algo nunca leído antes, un despliegue de metalenguaje inédito en el XVII, que siglos después repetirán autores como Borges o Woody Allen. Su novela ya no sólo se ríe de las novelas de caballería: ahora, El Quijote mismo es una novela, una invención en competencia con una invención de la invención.
Se tratase o no de Lope de Vega, el impostor Avellaneda cayó derrotado por el talento del original. 400 años después, su mayor mérito fue regalarle a Cervantes un motivo más para que sigamos escribiendo sobre él, y de paso, sin querer, demostrar que la gran literatura se fabrica con todos los materiales de la vida, incluyendo las mezquindades, querellas y rencillas.
Santiago Roncagliolo es escritor.
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