En esto de la literatura hay gente que empieza y gente que arranca en circuitos restringidos que algunas veces se van expandiendo como las ondas sobre la superficie del agua. Otras veces los que empiezan acaban antes de haber logrado crecer y los periféricos o transversales se sumergen bajo capas sucesivas de agua e invisibilidad. Hay textos que merecen que les prestemos un poco de atención. Ese es el caso de Rocío Álvarez Albizuri que publica el poemario Ceremonia animal (Bartleby); de Carlos Maleno, cuya novela Mar de Irlanda ha salido en Sloper; y del libro de poemas El equilibrista y los jardines (Ediciones La Palma) de Víctor Álamo de la Rosa.
Lo que tenemos de selva
En Ceremonia animal la poesía funciona a la vez como punto de encuentro en sí misma y como metáfora de otros puntos de encuentro fundamentales y fundacionales: el vínculo amoroso y el vínculo, casi religioso, el re-ligarse, del ser humano con la naturaleza y sus ritos. Religarse con la propia condición animal como sustrato que no se presenta en oposición a la cultura, sino formando parte de ella. De su raíz. Las conductas atávicas se solapan con comportamientos sentimentales contemporáneos. Tal vez eviternos.
Mujeres cazadoras aparecen frente al umbral de los hombres con un par de ovejas muertas. Los seres queridos constituyen un paisaje, una cartografía, que retorna al paisaje en el rito,purificador y materialista, del enterramiento. La poesía, aparentemente clara, de Rocío Álvarez Albizuri está llena de oscuridades: el lenguaje es una forma de oscuridad que debe ser desentrañada y coloca al lector en un espacio de inteligencia más allá de la canción hueca, el estribillo o la costumbre. En su prólogo, Luis Eduardo Aute utiliza las metáforas del agua para tratar de describir la palabra de Ceremonia animal: leemos una poesía líquida como el agua en la que se sumerge el pelo de la chica que aparece en la portada.
Esta poesía no se puede encerrar dentro del puño, el lector no se la puede apropiar completamente. Se escurre entre los dedos y ni siquiera el discurso que se superpone para interpretarla –para dominarla, domeñarla, domesticarla o hacerla asequible- resulta suficiente. También entre el agua y la profundidad se atisban islas cotidianas o exóticas. Soledades o refugios. Más allá de toda ceremonia y de las repeticiones de esos ritos tranquilizadores que procuran hacer comprensible lo difícil, en el fondo de estos versos se queda el resto del animal y de lo que en cada uno de nosotros hay de selva.
“-¿Cuánto tiene su libro de autobiográfico?” “-Exactamente el 27%”
Carlos Maleno escribe un libro que podríamos clasificar como sucesión de cuentos que configuran una novela donde se recoge el imaginario de los letraheridos: amadas muertas, heterónimos y dobles, juegos de ventriloquía, espejos, la pulsión de desaparecer, de ser otro o de ser intensamente uno mismo, la fragmentación en el acto del amor y la descomposición del ser en polvo estelar…
Carlos Maleno es como el ventrílocuo que protagoniza “La impostura” porque a veces se tiñe de Conrad, Céline, Vila-Matas, Beckett o Walser. También de Borges cuando Maleno se adentra en geografías inexistentes que aparecen por el mero hecho de ser nombradas.
Sin salir del ámbito –¿camerino?- de los referentes culturales, hay que decir, para la legión de fans y adoradores, que uno de los cuentos que componen la novela está protagonizado por Nastassja Kinski.
Los relatos, la escritura en sí, se ofrecen al lector como una modalidad de la autobiografía, como esas máscaras sin las que la vida no tendría sentido: la vida sin sus máscaras, sin sus imágenes y sus relatos, no se podría fijar, revisitar.
En este sentido, tiene mucha gracia el relato titulado “Mar de Irlanda (exactamente el 27%): en él se hace chanza de una pregunta repetida hasta la saciedad a los escritores “¿Cuánto tiene su libro de autobiográfico?” Y el escritor responde: “Exactamente el 27%”. Mientras leía este episodio me acordé de aquella estupenda canción de Kiko Veneno que decía algo así como: “Tú me estás queriendo a mí un 15% menos. ¡No me lo niegues! Con el coste de la vida lo nuestro se está quedando en ná. Tú me estás queriendo a mí un quince por ciento menos… ¡Nooooooo me lo niegues!”
El sentido del humor que caracteriza muchas de las apuestas editoriales de Sloper y también a Román Piña, su editor, es evidente en este Mar de Irlanda.También el surrealismo transgresor del que, a mi juicio, podría considerarse como el mejor texto del conjunto: “Doscientas mujeres desnudas en un verde prado de Wisconsin: Una cuestión de fe”. La imagen que sugiere el título es fenomenal, perturbadora, un daguerrotipo de ciencia-ficción. La historia habla de vacas, modificadas genéticamente, para que se parezcan a mujeres. De este modo se palia el posible maltrato al que las someten los ganaderos, se atenúa el estrés de los animales y se consigue una carne más tierna y sabrosa.
Una de esas preguntas sobre la identidad que recorren todo el libro también se formula en este texto porque ¿una vaca con forma de mujer es realmente una vaca?, ¿somos lo que parecemos ser? Vuelvo a recordar que Kurt Vonnegut, de quien La bestia equilátera acaba de publicar sus maravillosas Payasadas, diría que sí. Según Vonnegut, Payasadas, un libro dedicado a Laurel y Hardy –El gordo y el flaco- es lo más parecido que escribiría jamás a una autobiografía… Juzguen por la siguiente cita sobre su hermana Eliza la fiabilidad autobiográfica del relato: “No éramos idiotas… Éramos algo nuevo. Éramos neandertaloides”. Vonnegut es un escritor genial. Yo les confieso que soy devota.
Lo único que podríamos reprocharle a Mar de Irlanda tiene que ver precisamente con una pregunta sobre la identidad: me pregunto si nuestra identidad –incluso la de Carlos Maleno- sólo se compone de textos. Subatómicos residuos culturales. Médula letraherida. De si a veces los textos no son solo una coartada para no ver todo lo que sucede a nuestro alrededor: esa es la definición de “coartada metapoética” que daba el poeta y profesor Jenaro Talens para comentar cierta poesía española de la segunda mitad del siglo XX. En todo caso, la propuesta de Carlos Maleno es muy disfrutable.
El esqueje en la maceta
El caso de Víctor Álamo de la Rosa es diferente al de Maleno y Rocío Álvarez Albizuri. Álamo de la Rosa es un escritor con una dilatada trayectoria que, además de haber transitado por distintos géneros literarios, quedó finalista del premio Prix Fémina en Francia y ha sido traducido a varias lenguas extranjeras.
En El equilibrista y los jardines hace todo un alarde de registros. Pero un alarde que no “alardea” en el mal sentido de la palabra, sino que es coherente desde el punto de vista del significado y que se inserta dentro una gradación. El libro se divide en cinco bloques a través de los cuales Álamo de la Rosa lleva a cabo una reflexión sobre la palabra poética: desde la idea de la poesía como un jardín que no se puede vallar y siempre se acaba confundiendo con el bosque hasta la concepción de una realidad, no siempre complaciente, a la que el jardín se va abriendo a través de un lenguaje en constante mutación. Así, en la primera parte, que da título al poemario, encontramos poemas como “El reino de la reina despiadada” donde Álamo de la Rosa casi define la poesía como “misterio sin moraleja”.
La palabra es fértil y no hay sensación de angustia, sino la felicidad erótica y sensorial de un reverdecimiento perpetuo: el poeta es el equilibrista y la jardinera, una musa en la que, becquerianamente, se funden la literatura y la mujer amada. Sin embargo, en “Página de sucesos”, el imaginario floral, botánico, se abre a otros referentes: cementerio, mendigo o bobo se introducen en el espacio del jardín convencional de la poesía para volver a subrayar el hecho de que es difícil establecer un límite entre lenguaje, arte y realidad; el equilibrista-poeta abandona el jardín, donde una muchacha rococó de Fragonard se mece en su columpio, y va a la ciudad para comprender que la poesía probablemente nunca debería convertirse en un refugio.
Entre el arranque del libro y esta “Página de sucesos”, Álamo de la Rosa interpola dos partes: lo metapoético se hace metalingüístico en “El plantador de versos”. Aquí botánica y morfología gramatical se funden y el significado de los neologismos, de los verbos conjugados, se define en notas a pie de página que acaban siendo en sí mismas otro género poético: el metalenguaje sobre la poesía y sus formas se hace poesía y semántica.
De repente, entre el orden inexorable de las conjugaciones, una línea reivindica sobre las demás su condición de verso: después de haber conjugado el verbo “bonitar”, debajo de la forma que corresponde a la tercera personal de plural, el poeta escribe “no amarte de ese modo”. En la siguiente parte “Proas y posibilidades”, el poema “Poesía y cordones” insinúa la posibilidad de que la musa se corrija: el lector se da cuenta de que, tal vez, el aprendizaje surge de aproximar elementos tan dispares como el verso y los cordones de los zapatos De que existe aprendizaje en la experiencia de escribir, leer e interpretar la poesía. En este bloque, a ratos elegíaco, se incluyen homenajes a poetas canarios –atlánticos- como Padorno o Félix Francisco Casanova.
En la última parte, “Prisión del nombre”, se produce una simbiosis de lo anterior y se acaba con un guiño cómico: la identidad becqueriana de literatura y amor, encarnada en la figura de la jardinera, puede plantarse en un sencillísimo tiesto. El esqueje en la maceta. Más allá de los misterios y de los cosmogónicos y órficos -¿orfidales?-desbordamientos de los límites.
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