Aeroplanos, cargas de caballería, trincheras, ametralladoras… ¿Cuál es la primera imagen cinematográfica que viene a la cabeza al pensar en las películas sobre la I Guerra Mundial? Hagan la prueba. ¿El lento planear, balanceándose, del triplano de Manfred von Richthofen, con el as herido de muerte a los mandos, en el emocionante filme de Roger Corman de 1971 El Barón Rojo? ¿Los coraceros franceses dando vueltas alegremente en un tiovivo —hasta que la escena se disuelve en una masacre, con los jinetes cayendo del carrusel— del sarcástico musical de 1969 de Richard Attenborough Oh, what a lovely war? ¿La carrera desesperada de Frank Dunne (Mel Gibson) por parar un ataque y salvar a su amigo en Gallipoli, de Peter Weir (1981)? ¿La cabalgada enloquecida entre las alambradas de la tierra de nadie del sufrido caballo Joey de War Horse, de Spielberg (2011)?
Todos esos son grandes momentos, pero la mayoría se inclinará por el famoso, intenso, tremendo trávelin de las trincheras de Senderos de gloria (1957), de Stanley Kubrick, sin duda el momento emblemático y culminante del cine sobre la Gran Guerra, con el coronel francés Dax (Kirk Douglas) avanzando entre sus soldados expectantes preparados para la ofensiva. Esos dos larguísimos minutos, pura historia del cine, insoportables en su tensión, nos arrastran a la esencia de la guerra y la experiencia directa del combate (Ridley Scott homenajeó la escena en Gladiator, con el general Máximo caminando en el pasillo que le abren sus cohortes antes de la batalla en Germania). Dax marcha entre sus hombres por la larga trinchera a la vez resuelto y cariacontecido; los soldados con las bayonetas caladas se apartan esperando sus órdenes. Alrededor caen las bombas, se levantan surtidores de tierra y nubes de humo: se desata un verdadero pandemonio, estrepitosa antesala del infierno. Dax llega hasta un punto en la trinchera, consulta su reloj, saca la pistola, se lleva el silbato a la boca, sube por una escalera de mano, silba —aquí tragamos todos saliva a espuertas— y sale del parapeto: el regimiento va tras él para ser devastado por las ametralladoras y los obuses (y la criminal estulticia de sus generales).
Con Dax y Senderos de gloria —película valiente (vetada en Francia hasta 1975), que refleja sobrecogedoramente la guerra y a la vez la presenta en toda su maldita sinrazón— en vanguardia, la filmografía de la I Guerra Mundial está llena de imágenes y escenas que nos han conmovido hasta lo indecible: el soldado alemán Paul al que le vuela la cabeza un francotirador francés cuando trata de tocar una mariposa fuera de la trinchera al final de Sin novedad en el frente (1930); el momento en que Von Stroheim corta su única flor —un geranio; la justicia poética pedía una amapola— tras la muerte de su estimado prisionero Jean Gabin en La gran ilusión.
Paradójicamente, una primera reflexión es que hay relativamente pocas producciones dedicadas a esa guerra, sobre todo si comparamos con la infinidad que se han hecho sobre la II Guerra Mundial. Los motivos de la absoluta preponderancia de la segunda son varios: evidentemente, está más cerca, somos sus herederos y de alguna manera resultó una continuación conclusiva de la anterior. Fue una guerra mucho más catastrófica, con más del doble de muertos, una incidencia mucho mayor sobre la población civil, los bombardeos sistemáticos de ciudades y, claro, las dos bombas atómicas. La segunda tiene una dimensión moral mayor: hay buenos y malos más claros que en la primera (qué mal malo, y valga el pleonasmo, es el káiser comparado con Hitler: ¡si parece salido de El prisionero de Zenda!). Y sobre todo, la segunda contiene el Holocausto. Añadamos que la segunda, en su movilidad (de la que es paradigma la Blitzkrieg, la guerra relámpago), resulta más cinematográfica que la primera, enfangada en las trincheras, con grandes periodos de inactividad.
De la guerra aérea destacan ‘El Barón Rojo’, ‘Las águilas azules’ y ‘Alas’, cuyo director fue piloto de la Escuadrilla Lafayette
La I Guerra Mundial resulta más incómoda ideológicamente: fue una carnicería absurda, no una guerra buena como la segunda. Si nos fijamos bien, y en ello han puesto el énfasis gran parte de las mejores películas de la contienda, los verdaderos infames de la primera son los políticos y los mandos militares propios, que se dejan arrastrar los primeros a la guerra y la libran los segundos —los Haig, Joffre, Conrad, Moltke— con un absoluto desprecio por las vidas de sus soldados. Ellos son los auténticos enemigos de los combatientes, capaces de malgastarlos a millares en una ofensiva estúpida o de ejecutarlos por no llevar la vestimenta reglamentaria (El pantalón, de Yves Boisset). La mirada positiva del sacrificio de Salvar al soldado Ryan no encuentra equivalente en la Gran Guerra: aquí no se salva nadie y toda muerte —a menudo ante un pelotón de fusilamiento, “blindfold and alone”— es inútil. Frente al optimismo de los filmes de la segunda, en los de la primera dominan el fatalismo y un desolador pesimismo. Eso tampoco hace un cine muy popular.
Una mirada más atenta revela no solo que no son tan escasas las películas de la I Guerra (aunque las hay muy poco conocidas, como el biopic del poeta Siegfreid Sasoon Regeneration —¡hasta he localizado una en la que Klaus Kinski encarna a uno de los terroristas del atentado de Sarajevo, Cabrinovic!—), sino que además figuran entre ellas un buen número de auténticas obras maestras, incluso más de las que ha alumbrado su sucesora. Citemos de entrada, junto a Senderos de gloria,la tan poética, tristísima y antibelicista (Goebbels la aborrecía) La gran ilusión, de Jean Renoir (con esos dos militares de casta, el francés prisionero Boieldieu y el alemán Von Rauffenstein, tendiendo puentes humanos por encima de la guerra); Rey y patria, de Joseph Losey, con su pobre zapatero desertor; Sin novedad en el frente, de Lewis Milestone, o Cuatro de infantería, de Georg W. Pabst, por nombrar cuatro joyas, una francesa, una británica, una estadounidense y una alemana, respectivamente. Ahí están también El gran desfile, de King Vidor, o De Mayerling a Sarajevo, de Max Ophuls. Otra película magistral que la gente no asocia de entrada con la Gran Guerra, pese a ser claramente ese su tema, es Lawrence de Arabia, de David Lean. Hay más: la extraordinaria Capitán Conan, de Tavernier —con esos soldados que no entienden por qué no pueden seguir matando después de la guerra (y la brutal escena de la lucha contra el Ejército Rojo cruzando el Danubio)—; y qué decir de la inolvidable irrupción de Charlot en la guerra de trincheras, ¡Armas al hombro! (Chaplin, 1918).
También abordan la I Guerra Mundial filmes tan recordados (aunque no por eso) como La reina de África, de John Huston (1951); Doctor Zhivago y Memorias de África, con la colonia de Kenia movilizada para luchar contra las fuerzas de la Tanganica germana y Karen Blixen (Meryl Streep) primero marginada por su condición de danesa y luego vitoreada por llevar vituallas para las tropas británicas entre las que combate como scout –como en realidad hizo- su amado Denis Finch-Hatton (Redford). Otro filme con I Guerra Mundial, este menor, y que me perdonen los fans de Brad Pitt y su peluquero (acaso el otro Sasoon, Vidal), es Leyendas de pasión, con Tristan Ludlow (Pitt) haciendo literalmente el indio en las trincheras de Francia.
Hay que recordar que existen alrededor de diez veces más películas sobre la Segunda Guerra Mundial que dedicadas a la Primera (a ojo de buen cubero, más de un millar frente a menos de dos centenares). ¿Cuáles consideraríamos de verdad magistrales de la Segunda? De aquí a la eternidad, Salvar al soldado Ryan, El arpa birmana, La delgada línea roja, El puente sobre el río Kwai, Amarga victoria… No salen tantas realmente grandes, por mucho que tengamos debilidad por Los cañones de Navarone, La gran evasión, El desafío de las águilas, La cruz de hierro, o Los héroes de Telemark. Comparativamente igual de populares tenemos una buena cantidad de títulos de la Primera Guerra Mundial, más acá de las obras maestras: El sargento York (sobre el tan certero como íntegro héroe, interpretado por Gary Cooper), Johnny cogió su fusil, Adiós a las armas, Coronel Redl, Las águilas azules, las varias Mata-Hari (una con Sylvia Kristel), La trinchera –sobre un batallón británico en el Somme, con Daniel Craig-…
Temáticamente, el cine nos ha llevado a todos los escenarios y ámbitos de la I Guerra Mundial. La guerra de las trincheras en Francia y Flandes es lo que ha cosechado más películas, y la mayoría de las más famosas (añadamos a las mencionadas Tierra de nadie, con cinco soldados de diferentes ejércitos atrapados en medio de las líneas, y una gran escena de ataque con gas), pero también las han tenido el frente oriental, el frente italiano y la guerra con los austriacos, el frente turco (Jinetes de leyenda, sobre la caballería australiana en Palestina), la guerra en África, el espionaje(Coronel Redl, Mata Hari), los mutilados (El pabellón de los oficiales, Johnny cogió su fusil), el trauma de guerra (el impresionante mediometraje Coward, 2012, la confraternización (Feliz Navidad)…
La guerra aérea, que prácticamente nació entonces, ha originado todo un espléndido subgénero, centrado con frecuencia en el último atisbo de la caballerosidad bélica. Los mencionados filmes El Barón Rojo, con John Phillip Law poniendo un rostro noble y atormentado a Von Richthofen, y Las águilas azules, de John Guillermin, con George Peppard como as que consigue la preciada medalla Blue Max y de retruque a la aún más preciada esposa de su general (¡Ursula Andress!). Ambas películas ofrecen emocionantísimas secuencias de combates en el cielo; (imposible olvidar a Law en el ominoso gesto de armar sus ametralladoras). Aunque seguramente la gran obra (y otra de las creaciones maestras del cine de la contienda) es Alas, de William A. Wellman (1927), que sabía lo que se hacía, no en balde había sido él mismo piloto en la I Guerra Mundial. Incorporado a la Escuadrilla Lafayette, consiguió tres derribos seguros y cinco probables a los mandos de su Nieuport antes de ser derribado y quedar cojo. Alas, con un esfuerzo de producción alucinante para recrear las condiciones del frente (se emplearon 20 cámaras y hasta 60 aviones, todas las secuencias de vuelo son reales), narra un triángulo amoroso con dos aviadores enamorados de la misma mujer. Pese a su intensidad (esa escena de un amigo muriendo en manos del otro que lo ha abatido por equivocación, en una casa en la que se ha empotrado un Fokker), no esperen oír el rugido de los motores y los disparos: es muda.
La guerra aérea que
prácticamente nació entonces,
ha originado todo
un espléndido subgénero
Mención aparte merece Zeppelin (1971), en la que Michael York trataba de obtener los planos del dirigible alemán. Mención aparte también merece la presencia de Elke Sommer.
Dos películas más recientes que a mí me han gustado mucho por recrear muy bien la guerra en el aire con aquellos aeroplanos son Flyboys —tremenda la imagen en la que los jovencitos aviadores del título atacan un dirigible, precisamente, por cuya superficie incendiada corre, mientras se va quedando sin nada bajo los pies, un sufrido tripulante alemán— y el último biopic, alemán, del Barón Rojo (Müllerschön, 2008), con un Richthofen (Matthias Schweighöfer) casi un niño, pero de enorme presencia. Hay que disculpar al director, aparte de una verdadera borrachera de triplanos rojos, la escena inventada en la que el barón y su supuesta némesis, el capitán Roy Brown, se encuentran y departen en tierra de nadie.
Mucha menos suerte ha tenido la guerra en el mar; no hay una gran película. ¡Y mira que hubo grandes episodios y rutilantes aventuras! Desde la batalla de Jutlandia hasta las correrías del velero corsario Seeadler del capitán Von Luckner, sin olvidar a los ases de la guerra submarina. Pocas películas conocidas se pueden citar en este ámbito—Mar de fondo, de John Ford (1931), contaba la historia de un buque trampa que trata de cazar a un submarino—, aunque un repaso concienzudo de la filmografía —véase La primera guerra mundial en el cine, de Emilio G. Romero (T&B, 2013)— revela la existencia de viejos filmes alemanes como Crucero Endem y U-9 Weddigen, ambos de los años veinte, sobre el legendario corsario y el famoso as de los sumergibles que en 1914 hundió tres cruceros británicos en una hora. En el ámbito también de las rarezas, Afrika mon amour, en la que aparece el héroe del África alemana comandante Paul von Lettow-Vorbeck y se reproduce la famosa batalla de Tanga, y Maciste alpino, con el forzudo del péplum convertido en soldado italiano en lucha contra los austriacos en los Dolomitas.
A recordar también la serie televisiva Black Adder goes Forth, en la que el personaje interpretado por Rowan Atkinson se convierte en un capitán de la I Guerra Mundial que trata por todos los medios de escapar con sus hombres de la masacre de las trincheras. La serie fue recientemente motivo de controversia porque el Gobierno conservador británico la puso como ejemplo de una visión “distorsionada” de la guerra que culpabilizaba a los oficiales del alto mando y los hacía aparecer como unos mastuerzos criminales.Con la historia y el cine en la mano, solo podemos estar de acuerdo con la versión de la serie.
En su libro, Romero recuerda que en la época el gesto de filmar, dándole a la manivela de la cámara, se parecía mucho al manejo de una ametralladora, y que los oficiales decían a los servidores del arma, "cinematografíame a esos tipos" para que dispararan contra los atacantes. Una imagen perturbadora que hace más impactantes aún las relaciones entre I Guerra Mundial y cine. Aeroplanos, cargas de caballería, trincheras, ametralladoras…