Félix Ovejero
Inquietantes razones contra la huelga
Pueden discutirse sus objetivos o sus posibilidades de éxito. Incluso el papel de los sindicatos. Pero no puede ignorarse la voz de los ciudadanos: pidieron una respuesta a la crisis que tuviera en cuenta a los más débiles
FÉLIX OVEJERO 6 DIC 2012
Confieso que tenía dudas a la hora de sumarme a la huelga general. Me las disiparon las críticas de los conservadores. En su mayoría no se referían al contenido de la huelga, a la justicia de las denuncias o de las reclamaciones, sino a la idea misma de la huelga general. Algo bastante serio. De modo que, por lo que pueda venir, no está de más diseccionarlas. Al menos tres de ellas.
La primera criticaba sus motivaciones: era “política”, con un objetivo difuso y, por ello, “condenada al fracaso”. El argumento, de entrada, asume una línea de demarcación entre causas justificadas, las económicas, y no justificadas, las políticas. Un trazo menos claro de lo que parece. Un plan de austeridad que rebaja los salarios de funcionarios, establece pagos por visita médica o abarata el despido afecta a la capacidad adquisitiva, a “la economía”. Dicho esto, es indiscutible que la huelga tenía un objetivo político. No es un drama. Que tuviera un objetivo político no quiere decir que pretendiera cambiar el sistema político. No se cuestionaba la legitimidad del Gobierno ni se pretendía sustituir un proceso electoral. Se pedía una respuesta a la crisis que tuviera en cuenta intereses fácilmente ignorados. No hay que olvidar que la política es poder y los gobiernos acostumbran a actuar por la línea de menor resistencia. Si uno no se queja, nadie le hará caso. Para algunos conseguir la atención es tan sencillo como contar su vida. Una gran empresa, a la vista de la legislación laboral o ambiental, puede avisar a un ministro que está pensando marcharse o no venir. El Gobierno, razonablemente, tendrá en cuenta esa opinión. Otros lo tienen más complicado.
Las quejas tenían que llegar al Gobierno o, más exactamente, a quien puede hacer que las cosas cambien. Porque era política tenía que ser “general”. De hecho, la protesta era europea. Sólo que se quejaron más quienes peor están, los que soportan las medidas más radicales. Un mensaje, por cierto, que el Gobierno no tenía por qué recibir con aspavientos: también él trata de decir a quién realmente manda que no todo es posible. Es así como se pueden conseguir las cosas. Porque no todas las huelgas generales acaban en fracaso. Recuerden la historia del “decretazo” de Aznar.
El segundo argumento criticaba la coerción. En dos planos. Por una parte, la huelga como tal, supondría una coacción al gobierno y, sobre todo, a quienes ven complicadas sus actividades, sus compras o sus desplazamientos. Esto, en rigor, no es un argumento, sino una tautología. Una huelga, por definición, es una acción que, mediante la presión, aspira a conseguir cierto objetivo. Si la huelga no fuera coactiva no sería huelga. En todo caso, se trataría de discutir si es una coacción legítima o no. Cuando, con alegre frivolidad, se equipara las huelgas a “chantajes”, “amenazas” o “extorsiones” se busca avecinar lo que es un derecho a un delito. Si ese léxico vale, también deberíamos aplicarlo a las empresas que llaman al ministro y le cuentan sus planes.
Si uno no se queja, nadie le hará caso. Conseguir la atención, para algunos, es poder contar su vida
Por otra parte, los piquetes —se nos dice—- traicionarían su supuesta función “informativa” y actuarían como gánsteres que limitan “el derecho al trabajo”. Una afirmación con algunos problemas. El menor, la manipulación de la expresión “derecho al trabajo”, que se confirma al leer el artículo 35 de la Constitución. El básico, una aclaración de primero de teoría social, al menos desde Mancur Olson, que permite deslindar a la mafia de las comunidades de vecinos: cuando una acción colectiva se toma por acuerdo es razonable —y el único modo de asegurar su éxito— penalizar al free rider, a quien se salta lo convenido para obtener beneficios privados sin asumir los costes de su consecución. De modo más o menos institucionalizado así sucede con los acuerdos pesqueros o ambientales entre países o con las estigmatizaciones informales de vecinos o colegas ante gorrones y parásitos.
Pero vayamos al núcleo del argumento. Viene a decir que, en tiempos tan informados, los piquetes resultan innecesarios, que, en realidad, se limitan a amenazar. Y sí, sobran las imágenes de piquetes “informativos” oficiando como mafiosos. Ahora bien, hay más vida que la que se graba o se puede grabar en un vídeo. Hay amenazas laborales que se transmiten a diario sin dejar huella y que no forman parte de las condiciones del contrato. Quienes tengan dudas que busquen en la red el documento 14NsinMiedo. Encontrarán centenares de amenazas a potenciales huelguistas: despidos, improbables ascensos a quienes “se signifiquen”, contratos que no se renovarán, entrevistas personales “a ver qué piensan” en el despacho del jefe, horas de trabajo que deberán recuperar y otros procederes menos ingeniosos. Por supuesto, muchas amenazas carecen de base legal, pero no está de más que alguien se lo recuerde a los trabajadores. En realidad, ante tales situaciones de indefensión, la presencia del piquete puede allanar el ejercicio del derecho de huelga. Los trabajadores pueden encontrar una disculpa para hacer lo que realmente quieren hacer pero que no se atreven a hacer. No es una causalidad que la huelga tuviera mayor impacto en las grandes empresas, en particular en sectores en donde los trabajadores están menos aislados. Tampoco que muchas personas que no participaron en la huelga acudieran a manifestaciones que luego resultaron multitudinarias.
Un tercer argumento invocaba los intereses nacionales. La huelgas supondrían enormes pérdidas, una pésima imagen internacional y, además, no solucionan los problemas. Algo discutible en los datos y en los supuestos. Es cierto que hay pérdidas. Infringir —y soportar, por cierto— pérdidas está en la naturaleza de la protesta, como las hay cuando un empresa decide marcharse a otra parte o, también, cuando hay recursos sin utilizar, desempleo. Otra cosa son las cifras que alegremente circulan, casi siempre entre los mismos que nos dicen que “la huelga ha sido un fracaso”, lo que no deja de tener su aquel paradójico. En todo caso, las cuentas deberían ampliar el foco. Quizá el día de huelga yo no compre un coche o una barra de pan, pero no por ello dejaré de comprar el pan o el coche, el día antes o el siguiente. Una situación que no desagradará a más de un comerciante que, al cabo, vende lo mismo y se ahorra los salarios de un día. La “pésima imagen”, amén de que pareciera reprocharle el mal color al enfermo de hígado, es asunto de complicada lectura. La imagen es parte de objetivo razonable de la huelga: transmitir que hay límites sociales —y necesidades—— con los que hay que contar, que quizá sea cosa de que los gobiernos intervengan por otras líneas de resistencia, que orienten su mirada hacia los poderosos.
La descalificación porque “no buscan soluciones” asume un guión viciado que, en el fondo, da como bueno el relato patronal. Un relato que está lejos de ser un ejemplo de pulcritud analítica. Así, en el mismo lote de los intereses generales, se contrapone la huelga a unos empresarios que “crean empleo”. Y sí, los empresarios crean empleo, pero su objetivo no es crear empleo. Por lo mismo, se podría decir que los trabajadores, con un aumento salarial, a través de su demanda de consumo, buscan el crecimiento económico o que yo, garabateando papeles, quiero acabar con los bosques noruegos. El objetivo de los empresarios, razonable, es obtener beneficios y si pueden hacerlo sin aumentar el número de sus empleados o con salarios de hambre, lo harán. Y si sus compradores son racistas, no emplearán a vendedores negros. No es mala fe, es el mundo. Pero conviene no confundirnos. En realidad, la perversión del lenguaje es más esencial. En economía se habla de oferta de trabajo para referirse a las empresas y de demanda para los trabajadores. En rigor, tendría que ser al revés, los que pueden ofrecer trabajo, su trabajo, son los trabajadores y los que no lo tienen, los que lo necesitan, los empresarios.
Los objetivos de la huelga o sus posibilidades de éxito pueden discutirse. Y sobre los sindicatos, y sus servilismos políticos, ideológicos e institucionales, hasta la fatiga. Basta con ver sus connivencias o sus silencios ante los nacionalismos. Pero las dudas sobre tales comportamientos, que enlodan su mejor historia, no pueden ni siquiera rozar derechos que son la condición de posibilidad de una democracia que no ignore la voz de sus ciudadanos. Por lo que pueda venir.
Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.
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