John Carlin
Fresas con nata
Es tentador ponerse moralista ante las prácticas de los tabloides ingleses. El consenso, incluidos los lectores del 'News of the World', es que se ha cruzado una línea. Pero la verdad es que se cruzó al pagar por la información.
JOHN CARLIN 09/07/2011
Tuve mi primer contacto con el mundo del periodismo inglés cuando tenía 19 años, mucho antes de que se me ocurriera que algún día acabaría ganándome la vida vendiendo palabras a los diarios. Me contactó un reportero de un tabloide londinense y me dijo que si le conseguía determinada información, a la que yo tenía acceso privilegiado, me pagaría 10 libras. Me dio un poco de yuyu la propuesta, pero el imperativo económico venció mis escrúpulos. Le dije que sí.
Estaba trabajando en Wimbledon, donde ese mismo día arrancaba el famoso campeonato de tenis, como parte de un equipo de jóvenes cuya tarea diaria consistiría en recoger la basura abandonada por el público que acudía al venerable torneo. Tenía que ganar dinero para poder pagar la universidad y, para mí, 10 libras era una suma importante. En aquel día inaugural el gran tema para los tabloides no era si Bjorn Borg saldría campeón una vez más, o si le superaría John McEnroe, sino cuál sería el precio que cobraría la empresa que tenía el monopolio del catering en Wimbledon por un plato de fresas con nata. Cada año la historia era la misma. "¡Qué vergüenza! Una vez más suben el precio. ¡Cómo abusan de la gente!". La indignación vende, no solo en España, y generarla es uno de los objetivos primordiales de la prensa tabloide inglesa.
El objetivo específico de mi amigo el reportero, un antiguo compañero de secundaria, era averiguar el precio de las fresas antes que el resto de la competencia. Como yo estaba dentro del recinto de Wimbledon antes de que se abrieran las puertas al público, el plan era que me acercaría a los puestos donde se iba a vender el plato insignia del torneo, vería lo que cobraban y le llamaría con la información desde un teléfono público. Todo fue como la seda. Él consiguió su exclusiva y unas horas después nos encontramos detrás de un árbol donde, como buen gentleman, me pasó el prometido billete.
Pasarían seis años hasta que iniciara yo mi carrera en el periodismo y descubriera que pagar por información no era la única manera de conseguir buenas historias. Aunque tampoco pasaría mucho tiempo para que me diera cuenta de que para vender gigantescas cantidades de periódicos, para conseguir las historias más jugosas, de mayor interés para el mayor número de personas, no había más remedio que recurrir a la antigua práctica conocida en Inglaterra como chequebook journalism, periodismo de talonario. He aquí la raíz del escándalo que ha sacudido la prensa inglesa, e impactado en el mundo político británico en general, y cuyo desenlace ha sido la extraordinaria decisión del magnate Rupert Murdoch de cerrar el News of the World, tabloide sensacionalista por excelencia.
El detonador fue la noticia de que el News of the World, la primera adquisición de varias que ha hecho Murdoch en la prensa inglesa (siguieron The Sun, The Times y Sunday Times), había interceptado ilegalmente los teléfonos de unos 4.000 individuos -no solo de famosos, sino de parientes de soldados muertos en Afganistán o de víctimas de crímenes célebres- con el fin de lograr exclusivas. Para lograrlo pagaron sustanciales sumas de dinero a detectives privados. Se alega también que consiguieron información confidencial pagando a policías. Ha habido detenciones y habrá más. Todo esto es la consecuencia lógica de considerar aceptable la premisa de pagar por información en un mercado mediático ferozmente competitivo en el que, hace tiempo -concretamente desde que Murdoch compró el News of the World en 1969- prácticamente todo vale.
Ahora, señalar solo a Murdoch, que tantos enemigos tiene, sería hipócrita y oportunista. ¿Quién sabe cuál será el siguiente diario nacional inglés en caer en desgracia? El Mirror, el Express, el Daily Mail y, por supuesto, The Sun también practican, y con igual descaro, el periodismo de talonario. Me decía un amigo que trabaja para el Mail esta semana que los dueños del diario, rival a muerte de Murdoch, estaban "meándose los pantalones" ante la posibilidad de que ellos también sean señalados. Todos, independientemente de sus predilecciones políticas, participan en el juego. No existe ninguna agenda secreta, propia de Murdoch, detrás de este lío. No es que los dueños de estos diarios o sus periodistas sean racistas o derechistas o antigais, o incluso unos sátiros a lo Dominique Strauss-Kahn. Son lobos de la información que operan en un entorno en el que la única ley que rige es la de la selva. Los periodistas de la cultura tabloide utilizan todos los métodos a su disposición con el fin único y exclusivo de obtener, lo más rápido posible, información que venda, y la que más vende es casi siempre la que está relacionada con el sexo, el denominador común universal, y particularmente con las vidas sexuales de los famosos; o con casos criminales que despiertan el interés de toda la nación, como el de Madeleine McCann, la niña desaparecida hace cuatro años en un balneario portugués.
Las recompensas económicas para estos diarios, que venden cinco, seis o siete veces más ejemplares que el diario de más venta en España, EL PAÍS, son enormes. Y para los periodistas también. Ganan mucho más que los que trabajan para la prensa seria inglesa, la que no paga por la información. Lo curioso, visto desde fuera, es que los periodistas de los diarios The Guardian, The Independent, The Times, Telegraph o Financial Times están más preparados. La mayoría tiene títulos universitarios. Saben redactar historias complejas. Muchos de los que reciben grandes sueldos de The Sun, por ejemplo, no son capaces de escribir un primer párrafo publicable, mucho menos una historia de principio a fin. Consiguen la materia prima y se la pasan un nutrido grupo de profesionales de la palabra -conocedores del estilo sensacionalista, exprimidores de indignación- en la mesa de redacción.
Las dos culturas periodísticas inglesas reflejan la marcada división de clases sociales en Inglaterra, tanto en cuanto a los lectores de los diarios como a los que trabajan en ellos. Mi amigo de secundaria triunfó en el mundo tabloide a una temprana edad. Poco después de la historia de las fresas dio el salto a los escándalos sexuales de la familia real y de otros famosos, como el caso de un célebre actor de cine casado al que pilló in fraganti con una jovenzuela tras irrumpir sin permiso en su chalet caribeño. De 120 chicos que había en mi año en el colegio él sacó las peores notas. Abandonó sus estudios con 16 años, se metió en el periodismo, accedió al Daily Mirror y con 22 años, mientras yo estudiaba en la Universidad y seguía cada verano recogiendo basura en Wimbledon, se compró una casa de cuatro pisos en un lujoso barrio de Londres.
Los incentivos para los periodistas son considerables y los fondos de los que disponen los tabloides para comprar historias casi no tienen límite. Por elegir un caso entre miles, el News of the World le pagó medio millón de libras a Rebecca Loos en 2004 para que le contara los pormenores de su affaire (salaces mensajes de texto incluidos) con David Beckham cuando el entonces personaje más famoso de Inglaterra, casado con la casi igual de famosa Posh de las Spice Girls, jugaba en el Real Madrid. La inversión le resultó rentable al diario. Nadie (ningún inglés, al menos) que hubiera pasado por un quiosco de periódicos aquel domingo por la mañana y hubiera visto el titular del News of the World podría haberse resistido a comprarlo.
Es tentador ponerse solemne y moralista ante estas prácticas de los tabloides ingleses, y sin duda es la única reacción posible a la barbaridad recién destapada -principalmente por el impoluto The Guardian- de los teléfonos interceptados. El consenso, desde el primer ministro británico hasta los lectores del News of the World, es que se ha cruzado una línea. Pero la verdad es que se cruzó hace mucho tiempo, cuando pagar por información -trátese del precio de las fresas con nata o de los amoríos de Beckham o la princesa Diana- se convirtió en rutina. Todos los lectores de los tabloides saben por dónde van los tiros y nunca les ha impedido comprarlos. La sociedad inglesa ha sido cómplice de lo que en otras culturas se verían como inaceptables excesos.
La consecuencia de la actual tormenta es que la prensa inglesa se civilizará un poco. Pero no tanto. Seguirán pagando por historias y los diarios ingleses seguirán siendo los más irreverentes, más salvajes y -sí- más entretenidos del mundo; y también, tanto los diarios serios como los tabloides, los más independientes. Son la expresión más visible de una democracia fuerte y sana. Compran, pero no son comprados. Para bien, aunque a veces para mal, que siga la juerga.
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