Jorge Galán
Ya sin tocar el suelo, sus pies casi de agua
se deslizan, lentísimos, sobre la arena parda
matizada de espuma. Es casi mediodía,
sobre ella las gaviotas planean dulcemente,
el mar que hizo en la piedra motivo de su furia
no se atreve en sus pies, retrocede, no vuelve
sino en rocíos lentos de un azul menos ávido.
Le toca con su música, con su arrullo y se vuelve
un amante imposible que encuentra en la tristeza
el motivo preciso para intentar dormirle,
hechizarla, volverla su sueño, su deleite.
Frágil como la rama que a punto de quebrarse
se aferra al tronco anciano, así el viento se amarra
a su raíz más honda: su cabello que ondea
como bandera única de un país exquisito.
Esbelta como el aire que de puntillas anda
por las altas palmeras, mínima como el frío
que el corazón del alba guarda en su luz más íntima,
inmensa como el cielo que habita en la pupila,
se vuelve la palabra que el día le musita
a los antiguos siglos: el nombre de su orgullo.
Con su traje de baño, tan ingenua, tan simple,
sin sospechar aquello que en su torno sucede,
o notando, si acaso, la tibieza del agua
o las lentas gaviotas que vagan dulcemente.
Nada posee entonces semejante pureza.
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